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La mayoría de la población en Panamá compra comida en los grandes supermercados: Súper 99, Súper Extra, Grupo Rey, El Machetazo, Riba Smith, El Fuerte, Súper Carne y Súper Kosher. Alrededor del 6 % de los panameños compran en ferias libres, mercados municipales y mercados de agricultores locales. El 94 % restante compra alimentos en supermercados, abarroterías o tiendas de comestibles, donde sólo encuentran las opciones que las grandes corporaciones alimentarias les permiten.
A simple vista, el grado de concentración de los grandes supermercados es evidente, situación tan grave como para ser investigada por la Acodeco. Toda esta consolidación no ha servido para resolver los problemas del hambre, mejor nutrición y alimentos más seguros para la mayoría de las personas. En 2022, el 22 % de los hogares reflejan inseguridad alimentaria. Casi la mitad de la población adulta padece deficiencia de ciertos micronutrientes debido a una dependencia excesiva de alimentos procesados que carecen de la nutrición necesaria. Con una consolidación corporativa como esta, se incorpora al precio una falsa sensación de seguridad, nutrición y tal vez incluso de abastecimiento de capital. Y, sin embargo, la consolidación continúa sin ningún control y las autoridades no hacen nada.
Una mirada más sistémica a este problema revela que ha habido maquinaciones políticas y económicas masivas a lo largo de la historia reciente que han determinado cómo, dónde y qué alimentos se cultivan, sin tener en cuenta la ecología o la nutrición. La teoría sociológica de los “regímenes alimentarios” fue establecida por primera vez en 1989 por Harriet Friedmann y Philip McMichael, y desde entonces se ha expandido enormemente a lo largo de las décadas. Estos “regímenes” en la práctica sólo han estado al servicio del poder y las ganancias.
Esta teoría caracteriza un primer sistema alimentario que tuvo lugar entre 1870 y 1930 y en la cual se impusieron monocultivos en las colonias para producir lo que las fuerzas imperialistas querían consumir, como azúcar y café. Un segundo sistema alimentario entró en vigor después de la Segunda Guerra Mundial, entre los años cincuenta y setenta, cuando la “ayuda” alimentaria excedente actuó como poder blando en los países subdesarrollados, creando dependencia de naciones más grandes. Y más recientemente tenemos un sistema alimentario caracterizado por la desregulación financiera, la devaluación laboral y la consolidación corporativa que tan fácilmente se ha mantenido y expandido en Panamá.
Este sistema alimentario corporativo ha creado condiciones en las que la única manera en que las personas sienten que tienen capacidad de acción en su consumo de alimentos es a través de “opciones de mercado”. Como escribió Julie Guthman en su libro “Weighing In: Obesity, Food Justice, and the Limits of Capitalism” (2011), las políticas económicas neoliberales han contribuido al aumento de las desigualdades que han hecho de los alimentos baratos una necesidad y han exacerbado los resentimientos de clase y raciales que se manifiestan en discusiones sobre ‘buena comida’. La comida barata esencialmente subsidia los salarios bajos, al tiempo que perjudica el trabajo agrícola y fomenta la comida “chatarra”.
Entonces, frente a esta realidad, ¿cuál es la mejor opción para generar cambios en el sistema alimentario? Los problemas de la agricultura y la alimentación pueden ser mejor abordados por aquellos movimientos sociales y profesionales que han estado en ello durante mucho tiempo, que han estudiado el problema, desarrollado tratamientos y cuya atención a las realidades biofísicas de la alimentación y la agricultura es algo que han aprendido. En otras palabras, puede ser que el problema no sea la falta de tecnología sino la falta de financiación y apoyo a la investigación para quienes ya están comprometidos en el desarrollo de alternativas a las grandes corporaciones.
Conocemos de varios esfuerzos públicos que son indicadores de cómo podría ser esa “transición justa” hacia un sistema alimentario menos explotador y monopolizado. Por ejemplo, un proyecto de ley de “buena alimentación” que permita a las instituciones tener en cuenta el bienestar nutricional de la población y el apoyo a la economía local al comprar alimentos en lugar de tener que optar por la opción de menor costo.
Al crear y fortalecer un gran movimiento como el de alimentación saludable y concienciar en torno a la consolidación corporativa del sistema alimentario requiere un esfuerzo constante. La agricultura industrial no ha tenido éxito en “alimentar al mundo”, como afirman muchos defensores de Big Food y Big Ag. De hecho, no ha podido alimentar al país más rico del mundo, donde más de la mitad sufren de insuficiencia nutricional y cuatro de cada cinco adultos tienen problemas de sobrepeso.
A medida que las grandes empresas de alimentación siguen creando la ilusión de brindar opciones saludables en supermercados y tiendas, es imperativo cuestionar los motivos, las prácticas y los políticos que permiten que este poder y consolidación queden sin control. Pero también es importante preguntarse e imaginar cuál es la alternativa real, cuál será el próximo paso después de que este sistema alimentario corporativo sea derribado de su trono: un sistema no impulsado por las ganancias, sino por la ecología y las necesidades nutricionales humanas reales.