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- 01/12/2023 00:00
Fuerza civilizadora
El ser humano siempre aspira subir conscientemente los peldaños de la civilización. Un deseo cuyo éxito va amarrado a la eficiencia de la organización que adopte para alcanzar dicha meta. La historia de esta lucha ha conocido terribles retrocesos, amargos frenazos y dolorosos retrasos. A pesar de los sinceros y robustos esfuerzos tendientes a coronar esta esperanza, ha sido una campaña llena de obstáculos. El hombre en movimiento conlleva en su interior las pautas de la contradicción, de las ideas propias, de la polémica y de sus intereses. Para encausar esta natural diversidad, surge la necesidad del Estado y su organización, que en la casi totalidad del mundo es la democracia; que, sin ser igual en cada país, conserva denominadores comunes que le ponen un sello inconfundible. Por ejemplo: el Estado de Derecho. La euforia que se apodera de nuestros sentidos cuando, por la razón que sea, junto a muchísimos otros ciudadanos nos oponemos a determinadas medidas en las calles, tiene un límite en el tiempo. Las masas movilizadas, por sí solas, nunca han logrado definir estos límites. Para ello se requiere la orientación de sus dirigentes.
Mientras tanto, las autoridades fueron puestas ahí para, como una de sus principales responsabilidades, mantener el orden, con o sin fuerza. El uso de la fuerza es connatural a la necesidad del ser humano que decidió vivir en sociedad: el Estado monopoliza el uso de la fuerza armada. Lamentablemente, hoy la valoración de esta ecuación no es uniforme. Habrá convencidos que la fracturación de esta ecuación es sinónimo de “despertar”. Otros pensarán que se hace patria desconociendo el orden impuesto por la propia colectividad para su crecimiento. O por lo menos en eso se escudan. La anhelada civilización indica que los daños ambientales toca enfrentarlos porque es precisamente la Patria, a sus costas, la que clama bienestar general, desarrollo integral y crecimiento nacional. Toda esa algarabía del soberano es correcta como principio, pero no es una facultad ilimitada. No lo es desde que decidimos vivir unos con otros. Mostrarle al pueblo esos límites, también es hacer Patria. Excederse en la ejecución de este principio, es todo lo contrario. ¿Cuándo nos excedimos? Responderán muchos que suscribir el Contrato minero constituyó ese momento. Otros contestarán que los excesos se sucedieron posteriormente con los cierres y demás actos de violencia. Esto es buscar culpables y tal conducta a estas alturas es infantil e inútil.
Lo cierto es que actualmente el país entero descendió un peldaño en su permanente búsqueda de mejorar su grado de civilización. Cuando el altímetro marcó este descenso, ahí se cometió el exceso. Persistir en dichas bajas cotas, es incrementar sus dañinos efectos al bolsillo y esperanzas de todos y cada uno de los que conformamos este país. Y con el Fallo de inconstitucionalidad, mucho menos. Habrá los que canten victoria. Con razón. Si la Corte falló por las presiones en sus escalinatas o por las amenazas, la Democracia perdió, porque un pueblo con instituciones manipulables es un pueblo a la deriva. Si falló en Derecho, como parece ser, la Democracia ganó. En Panamá la democracia está viva. Este Gobierno supo darle un soplo vital en el momento preciso. Seamos grandes; superemos las falencias. ¡Es hora de empezar a recuperar lo perdido! ¡Convirtamos la actual coyuntura en una fuerza civilizadora!