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- 04/05/2023 00:00
Un binomio vital
Sí, el binomio libertad y justicia -indivisible e irrenunciable- es vital para nuestra existencia, al punto que si careciéramos de él o fuese desnaturalizado nuestras vidas serían un infierno dantesco.
Nuestra América hispanoparlante vive acechada por quienes pretenden, y en algunos casos logran, hacerse de nuestra libertad implantando regímenes injustos. No necesito ahondar en aquellos países en los que la injusticia institucionalizada se evidencia en la organizada, jerarquizada, pétrea, extendida, financiada, notoria y escalofriante impunidad.
En mi país, los peruanos combatimos fieramente el castrochavismo y, aunque resulte un vergonzoso récord mundial tener a cuatro expresidentes privados de su libertad, también podemos apreciar que la justicia peruana, paquidérmica y con focos corruptos, persigue, prueba y condena, lo que no es poco.
Siendo Panamá una democracia que garantiza plenamente todas las libertades, lo que enaltece a su pueblo y a la institucionalidad que ha creado y sostiene, por razones de tino -toda vez que este medio acoge mi pluma- no he de ser yo quien se pregunte sobre la calidad que ofrece su justicia.
Uno de los mitos historicistas que hemos vivido por muchas décadas es que los procesos políticos tienen ciclos que se cumplen inexorablemente. Los marxistas, y dentro de estos incluyo a toda su antropófaga familia, bebieron de la dialéctica, método por el que una tesis genera una antítesis y de la confrontación de ambas, surge una síntesis. Marx –quien se nutrió del pensamiento de Hegel, entre otros– esboza en el siglo XIX varias reflexiones y afiebradas propuestas. Y subrayo lo de afiebradas propuestas para no tildarlas por sus conocidos resultados criminales.
Persistir en la dialéctica marxista como metodología mecánica de interpretación de la realidad presupone que las personas, con nuestras limitaciones y frustraciones, renunciamos a nuestro derecho libertario de elegir lo que consideramos que es mejor y lícito.
Aun cuando la hecatombe marxista se interpretó como el triunfo de la libertad y el fin o el debilitamiento de las ideologías, lo cierto es que tamaño fracaso no silencia a los marxistas y demás especies jurásicas.
En este aquí y ahora, soy de aquellos que –priorizando la propia– defiende la libertad ajena con igual intensidad por cuanto creo que mi felicidad y mi progreso provienen del ejercicio de mi libre albedrío en tanto que no obre injustamente respecto a otros.
Lo precedente también implica que, como ser societario, comprenda y asuma dónde se encuentra el límite entre lo que tiene y lo que no tiene que hacer el Estado evitando que haga lo que no debe y promoviendo que haga lo que debe.
Partiendo del supuesto negado de que el Estado es un ser en otros, vale decir, algo ajeno a todos los que lo conformamos, aquellos que le endosan las iniciativas del quehacer privado –porque prefieren que terceros le sufraguemos su hermanada existencia con prebendas y asistencialismo– conciben y procuran la injusticia del “Estado propiedad” o del “Estado botín”, lo que es peor.
En mi recurrente desencuentro –pretendiendo siempre respeto– con los que usan la libertad para promover su defunción, subrayo que dicha dialéctica contra natura proviene de una auténtica y persistente equivocación cognitiva y valorativa, dado que desprecian el espíritu libertario del ser humano y su natural aspiración a ser tratado con justicia.
Y tantos sueños libertarios y justos acariciamos, que –sin muchos siquiera darse cuenta– no estamos dispuestos a ceder nuestra libertad o a renunciar a la justicia. El ciudadano común ansía tanto la primera como la segunda, al punto de que con frecuencia resiste a que terceros con vocaciones totalitarias las supriman o las interpreten a su antojo y en su detrimento.
En estos tiempos disruptivos es nuestra obligación diferenciar qué políticas –mal llamadas narrativas– asfixian a la libertad y por ende a la justicia. Y esta relación no supone banalidades, porque la ausencia de justicia crea frustraciones y daños personales y colectivos tan grandes que, acumulados, nos privan de muchas libertades.
Así, la justicia es la síntesis de todas las virtudes; es la virtud completa, porque no se puede considerar ni alcanzar una parte de esta, ya que la injusticia no es parte de un vicio, sino un vicio en su totalidad.
Entonces, ¿no es acaso la privación de la libertad y de la justicia un gran y verdadero crimen contra el pueblo?
Así, considerado indivisible e irrenunciable el binomio, tenemos que el ladrón es aquel que le roba a alguien algo, en tanto que el tirano es aquel que roba la libertad y la justicia a muchos. De esta manera la tiranía –por ejemplo, la nicaragüense– es el Gobierno el que le roba todos los atributos a la justicia libertaria.
Pero la injusticia no se agota allí, porque el tirano no solo sustrae la libertad política de las grandes mayorías, sino todas sus libertades con la pretensión de vaciarlas de sus contenidos más profundos con lo que la injusticia, además de ser la ausencia de justicia, es la succión de la identidad y de la vocación libertaria del ser humano.
Por tal virtud, jamás debemos considerar que la libertad y la justicia se cuidan solas; somos los libertarios quienes debemos constituirnos en sus implacables centinelas.