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Como Cristo Jesús, Eva Perón solo vivió 33 años, lo suficiente para convertirse en un mito redentor en su país, cual mónada indivisible de la nación argentina. Al morir hace casi 14 lustros, su cuerpo inánime tocó su muerte prematura cuando fue momificado tal muñeca de cera por orden de Perón, pero sin tocar su corta vida arrebatada tempranamente, dándole esa inmortalidad legendaria que la ha tipificado desde entonces.
Esa simiente mítica, tal mito descoyuntado, perdura y perdurará continuamente como un espléndido fantasma escondido en el subsuelo del recuerdo popular argentino, constituida hoy en fermento de la historia, no solo argentina sino latinoamericana.
Después de solo 33 años, incluidos sus siete años como primera dama (1945-1952) todos vividos con una pasión enfermiza al ser una mujer de ambición esencialmente política, su grandeza y su tragedia han tomado para siempre esa dimensión histórica del tiempo, como destino y evolución de toda una nación y su época.
Ortega y Gasset, en sus meditaciones cervantinas, expresa esa condición especial de forma magistral: “Hay dentro de toda cosa la indicación de una posible plenitud” o sea, dado un hecho singular debemos llevarlo por el camino más corto a la plenitud de su verdadero significado, en este caso la intervención de Eva Perón en la vida política argentina que ha trascendido su propia vida y muerte.
Lo importante es que el tema sea puesto en su dimensión histórica con la preocupación política y social que ella les dio a sus circunstancias peronistas, máxime que, al dictamen de muchos, Eva fue más peronista que Perón. Después de su muerte en 1952 se produjo una transfiguración mitológica en ella, como la heroína por excelencia de las mujeres y los trabajadores, que la transformaron en un valor espiritual, una fisonomía colectiva, en un carácter persistente y creador.
Ignoro hasta qué punto síntomas e ingredientes de tendencias generales latinoamericanas de los años cuarenta del siglo XX le hayan impuesto a su personalidad rasgos parecidos; lo cierto es que su educación política proviene del peronismo y de su doctrina justicialista original, con su extensión espiritual, social y filosófica, hoy convertidas en el movimiento policéfalo neoperonista, ganador de las últimas elecciones argentinas.
La ilusión de un país socialmente justo, políticamente soberano y económicamente libre como disonancia a las desigualdades sociales y a las pretensiones europeizantes de la Argentina de esos días, nos induce a pensar que Eva Perón superó todas esas particularidades de su pueblo con su talento para conocer y poder expresar las ansiedades de las masas y por ser obra del destino.
Ese destino, o la plenitud de que habla Ortega y Gasset, en este caso, es el largo proceso de formación de la nacionalidad argentina, eco de su alma colectiva, tema que se sale de las posibilidades este breve escrito. Por eso la importancia del antedicho talento de Evita, producto de su transformación personal, tan segura y continua como su amor por Perón, que sucesivamente emerge multiplicada, no en una sino en muchas vidas, dando plenitud a esa excelsa frase atribuida a ella: “Volveré y seré millones”.