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Colombia en la vida de un panameño
- 29/04/2023 00:00
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Yo heredé la melancolía de mi madre cuando escuchaba la dulce melodía del himno colombiano. Ella no ocultaba su congoja y yo me ponía triste porque la veía como una lágrima en el recuerdo. Los años pasaron y su nuevo himno fue suscitando otras emociones, otros compromisos patrióticos y ellos constituyeron la herencia definitiva dada a sus hijos.
Mi primera relación humana con Colombia nació cuando conocí a un hijo de Cartagena, Valle, don Lisandro Ramírez, domiciliado a muy poca distancia de mi hogar. Allí vivía desde hacía muchos años y desarrolló un estilo de vida fundado en el trabajo. Poseía una pequeña pensión para alojar a los turistas y también se dedicaba a la compra de madera y de caucho virgen, productos que traían los campesinos de las montañas. Estos bienes eran transportados río abajo en balsas amarradas con cuero y todos los sábados el paisa Ramírez esperaba la carga y la pagaba en efectivo o con sal gruesa, artículo predilecto de los campesinos. El señor Ramírez había participado en la Guerra de los Mil Días y perteneció a las huestes conservadoras.
El comportamiento del comerciante caucano me hizo ver al hombre de Colombia como un ser tenaz, laborioso, de duro carácter y dueño de un discurso de acentos distintos a los nuestros. Muchos queríamos imitar ese dejo curioso y al escucharnos se reía con mucho agrado. Muy anciano murió el señor Ramírez, algunos de sus hijos se educaron en Colombia y su descendencia numerosa es timbre de orgullo de la comunidad.
Posteriormente llegó a Penonomé don Pedro Pereira, también procedente de Colombia. Instaló una curtiembre y una fábrica de zapatos. Los zapatos eran de cuero crudo, no eran cosidos, sino clavados, y quienes los usaban llamaban la atención por el chirrido descomunal que producían. Hasta entonces, los muchachos usábamos alpargatas españolas o zapatillas japonesas marca Mikado. Los primeros zapatos de cuero que usé los fabricó el señor Pereira.
El negocio resultó próspero, hecho que quedaba en evidencia durante la misa de los domingos cuando los feligreses entraban al templo y el ruido producido por los zapatos era tan molestoso y abrumador que el cura desde el púlpito, impaciente, prohibió el uso de los zapatos del señor Pereira si no se curaban con aceite de linaza.
Eran tan laboriosos los paisas que muchos padres enviaban a sus hijos a las fábricas para que aprendieran el oficio. Yo iba a la jabonería que instaló el colombiano Antonio Tatis, hombre bueno y muy familiar. Allí batíamos con sus hijos la potasa, la lejía, el sebo y otros ingredientes; aprendimos a depositar esa sustancia en los moldes preparados para darle forma al jabón. Era un jabón entre amarillo y azul oscuro y solo debía usarse para lavar la ropa o para fregar los trastos de la cocina. Yo podría decir que el señor Tatis fue un precursor del tinte del cabello, porque algunos campesinos usaban el jabón para el baño y con el tiempo, por el uso continuado, la cabellera tomaba un color medio rojizo. Al verlos con el tinte esplendoroso sabíamos que allí los genes no jugaban ningún papel, que todo era obra de don Antonio. El señor Tatis procedía de una distinguida familia de Barranquilla. Era primo hermano de Evaristo Sourdis, exministro de Relaciones Exteriores de Colombia.
En una época importante de mi formación escolar, a finales de la década de 1930, llegó a Penonomé el señor Daniel Bravo procedente de Colombia. Venía como inspector sanitario. Era un hombre de rostro grave, pero afable, culto, respetuoso y gran lector. Allí formó su familia y dejó una descendencia de profesores universitarios, médicos, ingenieros y empresarios.
El señor Bravo recibía mensualmente de Colombia una colección de El Tiempo; cada ejemplar lo leía con avidez increíble y reunía en su entorno a sus hijos y a los amigos de sus hijos para que fueran leyendo las páginas ya leídas por él. Mi afición por la lectura de El Tiempo duró desde entonces hasta hace pocos años y por leerlo aprendí mucho del talento colombiano. Me deleité con sus páginas literarias, con sus ensayos, editoriales y artículos escritos en prosa tan castiza como erudita. Leía todo cuanto escribía Sanín Cano, Eduardo Carranza, Darío Echandía, León de Greif, Abelardo Forero Benavides, Germán Arciniegas, Eduardo Santos y tantos otros magos de la prosa y la poesía. Recuerdo una polémica cultísima entre colombianos por un artículo de Giovanni Papini sobre lo que América no había dado a la cultura. Papini hacía un cuadro comparado entre lo que Europa había dado al mundo y lo que no había dado América. Esa polémica la conservé durante muchos años hasta que la polilla del trópico la destruyó, como fue destruida la tesis de Papini.
Con motivo de la Guerra de los Mil Días, algunos combatientes oriundos de Colombia se radicaron en Penonomé. Uno de ellos fue el coronel Alejandro Mosquera, nieto, según sus descendientes, del ilustre expresidente Tomás Cipriano de Mosquera. El coronel Mosquera era un hombre de hablar pausado, de mirada inquisitiva y de carácter enérgico, fraguado, seguramente, en la disciplina de los cuarteles. En Penonomé contrajo nupcias con la educadora Jacoba Tejeira, hermana del periodista más talentoso de la República, don Gil Blas Tejeira.
Yo poseo un recuerdo como entre brumas del coronel Mosquera y tengo la impresión de que los 20 de julio don Alejandro se vestía de gala, se ponía el uniforme que lució como coronel de las fuerzas liberales que luchaban bajo el mando del general Benjamín Herrera.
En esos mismos años tuve acceso a la biblioteca privada de un eminente historiador de Penonomé, bolivariano de pura cepa, don Héctor Conte Bermúdez. Eran numerosos los títulos existentes de autores colombianos y don Héctor mantenía desde Penonomé correspondencia con intelectuales conspicuos del hermano país. Hoy se conservan intactos los volúmenes y la correspondencia aparece debidamente archivada, todo gracias a la devota veneración que su hijo Simeón siente por todo el patrimonio cultural de su padre.
A mi madre, quien era oficinista de los Correos Nacionales, le causaba admiración la constante correspondencia que procedía de Colombia dirigida al señor Conte Bermúdez. En los archivos se encuentran cartas de Guillermo Valencia, de Luis Eduardo Nieto Caballero, quien, a pesar de ser masón, grado 33, lo calificó monseñor Bernardo Herrera Restrepo, según me cuenta don Simeón Conte, como “el perfecto hombre de Dios”. También aparecen misivas de los señores Guillermo Hernández de Alba, Fabio Lozano y Lozano, Rafael Uribe, Enrique Daniel Ortega Ricaurte, Gustavo Otero Muñoz, Eduardo Valenzuela, monseñor José Vicente Castro Silva, Álvaro Holguín y Caro, Luis Augusto Cuervo, Gregorio Hernández de Alba, Armando Solano, Ismael Enrique Arciniegas, Julio Holguín Arboleda, Eduardo Holguín Clark, de madre panameña, y de muchísimos talentos colombianos. Y cuando don Héctor tenía esa correspondencia en sus manos, ¡cuántas veces leyó a sus hijos y a sus amigos párrafos llenos de sabiduría! Hoy su hijo, don Simeón, a sus 85 años, conserva y custodia con ternura esa riqueza del espíritu que tanto llenó de orgullo y de emociones a su padre.
Estando aún muy pequeño entré en relación con otros hechos que me vincularon para siempre con la historia y el arte colombianos. La obra pictórica de Epifanio Garay la percibí cuando no tenía edad para un juicio crítico, apenas contaba con cinco años, pero al desarrollarse mi entendimiento ya sabía apreciar esa obra como vinculada a un acto de gratitud de mi pueblo.
En efecto, el Consejo Municipal de Penonomé había solicitado a los hijos del general Alejandro Posada, nacido en Colombia, un cuadro al óleo del general para reemplazarlo por otro que fue destruido durante la Guerra de los Mil Días. El general Posada había sido gobernador del Departamento del Istmo entre julio de 1887 y enero de 1888 y durante su gobierno se había dispuesto designar a Penonomé como capital de la provincia de Coclé, rango que aún ocupa. Los hijos del general, Julio, Elena, Eugenia y Daniel, accedieron a la solicitud del Concejo y resolvieron donar a Penonomé un bellísimo cuadro, obra del gran pintor colombiano Epifanio Garay. Antes de ser trasladada a Penonomé la pintura con la efigie del gobernador Posada y la resolución autógrafa del Concejo "fueron exhibidas en elegante vitrina de la principal arteria de Bogotá". Se encomendó al embajador de Panamá en Colombia, don J.E. Lefevre, llevar el cuadro a Penonomé y allí se presentó con el embajador de Colombia en Panamá, don Julio Eduardo Rueda. El 10 de noviembre de 1931, a las 3:00 de la tarde, se inició la ceremonia. A lo largo de toda la calle de honor a la comitiva, la obra era llevada en vilo y los presentes lanzaban vivas y flores a la imagen del general Posada.
Mi vida de universitario, iniciada en el año de 1946, también estuvo llena de afinidades con personajes colombianos. En efecto, mi primer docente venía de Cartagena, fue el doctor José Dolores Moscote. Era un especialista en derecho constitucional. Se le tiene como el padre del constitucionalismo panameño. Las primeras reformas que daban paso al intervencionismo estatal fueron obra de él. Era partidario de un liberalismo más audaz y sus obras sobre estas materias constitucionales han iluminado a los juristas del país.
De Carlos Lozano, malogrado estadista colombiano, recibimos sus ideas de gran penalista consagradas en su estupendo libro sobre el derecho penal, obra que refleja la erudición de un maestro de esmerada formación académica. En las aulas de nuestra Universidad el profesor Valencia Zea impartió derecho civil y los alumnos de diferentes años asistíamos a sus clases para escuchar, con su verbo cadencioso, las lecciones de civil. Nos dejó en común el recuerdo de sus pensamientos, y sus obras son textos de obligada consulta. En todas las épocas, el académico colombiano ha despertado la admiración de los estudiosos panameños.
Mi vida política también ha estado marcada por el talento de algunos dirigentes sociales que despertaron la pasión en Colombia y el respeto en el mundo exterior. Una experiencia estimulante de este género la ofrece la vida pública de Jorge Eliécer Gaytán.
Sentía por el doctor Gaytán una admiración muy especial. Su semanario Jornada, dirigido algunas veces por Abelardo Forero Benavides, era pan caliente de muy buen valor cada vez que llegaba a mis manos. El semanario Sábado, bajo la dirección de Armando Solano, era lectura obligada para los intelectuales y estudiantes de mi generación. Solano había sido embajador de Colombia en Panamá y aquí dejó un valioso ramillete de amistades.
En el año de 1947, con motivo de la desocupación de las bases militares que Estados Unidos mantenía a lo largo de todo el territorio nacional para la defensa del Canal durante la Segunda Guerra Mundial, tuve la primera experiencia directa sobre el desamor que todavía sentía Colombia por la separación de Panamá. El movimiento popular contra la existencia de las 114 bases militares era liderado por la Federación de Estudiantes. La Federación recibió un cable del presidente del Consejo Municipal de Cali o de Medellín precisando que por la gestión digna en el asunto de las bases, los panameños ya se habían reivindicado y deberían regresar, por tanto, al seno de Colombia. El secretario general de los estudiantes respondió que la nueva realidad de los panameños, vivida desde 1903, los hacía muy panameños y muy orgullosos de su identidad de país que luchaba más y más por el perfeccionamiento de su soberanía.
A fines de marzo o a principios de abril de 1948 recibimos los universitarios la visita del presidente de la Federación Universitaria de Cuba, Enrique Ovares, acompañado del estudiante Fidel Castro. Iban de paso, rumbo a Bogotá. Se nos invitaba a participar en un congreso de estudiantes latinoamericanos en los días en que se celebraría en la capital colombiana una Conferencia Panamericana. Durante una semana atendimos a la delegación cubana y recuerdo a Fidel, joven, alto, entonces contaría 22 años, siempre con un puro o habano en sus manos, muy locuaz, lleno de ideales y de planes contagiosos. Era una especie de tratado ambulante de proyectos.
La Federación de Estudiantes declinó la invitación por razones económicas. La delegación cubana partió a Bogotá pocos días antes de la inauguración de la conferencia.
El 9 de abril de 1948 asistí a una concentración política del partido Frente Patriótico; terminada la reunión, cerca de las 3:00 de la tarde, fui informado del asesinato de Jorge Elíecer Gaytán, hecho ocurrido al momento de salir del edificio en que se ubicaba su despacho en compañía de Plinio Mendoza Neira. Aquel crimen me impactó profundamente, hirió mi corazón de demócrata y de simpatizante del caudillo liberal.
Los días trágicos que padeció Colombia fueron vividos intensamente en Panamá y tengo por seguro que aquel pistoletazo de Sierra Roa dio muchas razones a la convulsión social que no cesa en Colombia.
El 9 de abril permanecí toda la noche escuchando la radio colombiana. Muchos oradores transmitían su pensamiento, su indignación y su llamado a la subversión. Se relataba paso a paso la destrucción de los edificios, la voracidad de las llamas, el saqueo del comercio por las turbas desconsoladas y enloquecidas, la devastación de cuadras y cuadras de los barrios bogotanos, el avance de las multitudes frenéticas por todas las calles de Colombia, la visita de los liberales a Palacio, la negativa de Ospina Pérez a renunciar y su frase lapidaria que indicaba que era preferible para Colombia un presidente muerto a un presidente fugitivo; luego se dieron los informes sobre el acuerdo de los liberales para ingresar al Gabinete y preservar la unidad nacional.
Entre las noticias sobre los disparos cruzados entre el Ejército y el pueblo, y de la multitud que arrastraba el cadáver del asesino hasta depositarlo ante el Palacio Presidencial, pensaba de pronto en la suerte que pudieron haber corrido los estudiantes cubanos. Posteriormente supe, cuando ya Fidel era un figura controvertida e importante, que había estado con Ovares en las calles de Bogotá en esa insurrección del dolor, sin precedentes en la historia de todas las Américas.
Aquella noche fue para mí una noche larga y triste. En los días siguientes hacía fila en el café Coca Cola, ubicado en el barrio de Santa Ana de la capital panameña, para adquirir El Tiempo y me parece aún que estuviera viendo la primera edición, después del asesinato, donde se daba la noticia de la muerte de Gaytán y aparecía una foto relativa al suceso en la que se veía sobre una camilla el cuerpo de Gaytán, su cabeza ilustre y grandiosa envuelta en una gasa y la mirada vaga, como perdida en el abismo. Yo recuerdo el rostro inocente de su hija Gloria, de apenas ocho años de edad, acompañada de su madre, doña Amparo Jaramillo.
Al morir Gaytán ya conocía sus teorías sobre el hombre premeditativo, resaltadas por sus maestros italianos y sabía de su adhesión a los postulados de la Escuela Positiva. También estaba enterado de su trayectoria de luchador social, en las bananeras y en el Unirismo. Llegué a tener conocimiento en mis aulas universitarias de las extraordinarias defensas penales del doctor Gaytán, sobre todo de la defensa que le hiciera a Jorge Zawadzky, acusado de la comisión de un homicidio pasional en perjuicio de su esposa Clara Inés Suárez. Esta defensa se realizó el 23 de agosto de 1933.
Muy joven estuvo don Jorge Eliécer en Panamá y dictó una conferencia en el aula máxima del Instituto Nacional sobre la premeditación. El recuerdo que se guarda de su intervención lo distingue como un orador excelente, con gran dominio de los temas jurídicos y poseedor de tantos recursos oratorios que pasaba pasmosamente de la serenidad del ideólogo a la convulsión del agitador social. En el pentagrama de su voz cambiante se le escuchaba en el do grave, y de súbito pasaba al sí sostenido y en ambas notas hacía cabriolas con el verbo. Era reflexivo, era apasionado. Tenía el don divino de los grandes oradores. A la hora de su muerte ya era el candidato presidencial del liberalismo. Sin su muerte hoy sería otra la realidad y el destino de Colombia.
Si la vida política tan convulsionada que ha vivido Colombia me ha causado sinsabores, su desarrollo cultural y material me ha producido satisfacciones. El estudiante de la mesa redonda, de Germán Arciniegas, lo leía en voz alta, y me provocaba correr el riesgo de “saltar todos los códigos como si fueran tizones encendidos”. Los códigos eran las normas de los tratados ignominiosos que encadenaban a mi país a los intereses de Estados Unidos, desde toda la vida, a partir de los Bidlack-Mallarino hasta los Hay-Bunau Varilla. En esa obra de Arciniegas los estudiantes panameños aprendimos a luchar por un buen destino para nuestra patria.
El Rafael Núñez, de Indalecio Lievano Aguirre, dio levadura para enterarme del periplo histórico del regenerador y para conocer algunos detalles nuevos sobre su vida en la provincia de Chiriquí y su gestión como juez del cantón de Alanje, regiones panameñas.
Y con ambos autores llegué a tener curiosas experiencias. En 1973 asistí a la toma de posesión del presidente Carlos Andrés Pérez. En la ceremonia me tocó el honor de sentarme entre Pedro Joaquín Chamorro, cuyo posterior asesinato marcó el inicio del final de Somoza, y Germán Arciniegas. El presidente Pérez pronunció su discurso con voz grave, andina, rotunda y al terminar pregunté a don Germán: ?¿Qué cree Ud. que sería López Michelsen con el tono de voz de Carlos Andrés?
'No menos que presidente de América, pero no se lo vaya a sugerir', me contestó muy sonriente el recién fallecido escritor.
En otra ocasión visité el almacén Salomón, regido por indostanes, situado en la avenida Central de la ciudad de Panamá. Al revisar la mercancía observé a mi lado a una persona idéntica a don Indalecio Lievano Aguirre, cuya estampa veía con frecuencia en los diarios bogotanos. Al precisar que inequívocamente era el biógrafo de Bolívar, lo abordé con un saludo más familiar y entrón que de simple cortesía, cité su nombre y al rompe me contestó: “¿Cómo sabe quién soy yo?”. Me sonreí y le dije con mucha seguridad: “Es que yo lo conozco a Ud. desde hace algunos años. Yo leí su obra de juventud, la biografía de Rafael Núñez, quien estuvo casado en primeras nupcias con doña Dolores Gallegos, panameña, de la provincia de Chiriquí. Su madre era del mismo tronco familiar y remoto de mi esposa”.
Don Indalecio no salía de su asombro y me lo dejó saber: ?Pero, ¿cómo es posible ?expresó? que en un bazar de negociantes indostanes, en Panamá, alguien me reconoce, me habla de mis obras, me da detalles de ellas y todo lo hace con tanta amabilidad?
Por respuesta se inició un diálogo muy cordial y guardo el recuerdo de los gestos finos y de la gran sabiduría de quien posteriormente llegara a ser canciller de Colombia.
Los años han pasado y a pesar de los pesares la vida colombiana actual está en la agenda de las preocupaciones del panameño. Si ayer en el campo literario Colombia sintió orgullo de La vorágine, en Panamá el estilo poético de José Eustacio Rivera y la belleza de su prosa sorprendieron gratamente a los académicos y a los intelectuales. Igual identidad de simpatías ha ocurrido con Cien años de soledad, obra maestra de Gabriel García Márquez, y para los panameños las raíces de tan fantástica novela están en el istmo, en todos sus pueblos y en todas sus tradiciones.
Nada de lo ocurrido en Colombia, en la Colombia “bella enlutada” o en la Colombia bella y feliz, ha sido ajeno a los panameños: ni los sueños que no sirven para dormir de Marroquín ni las políticas sociales de López Pumarejo; ni la muerte heroica de Tomás Herrera en las calles de Bogotá ni la vida ejemplar de Rafael Uribe y su trágico final. Ni mucho menos ha estado distante de nuestras vivencias la “Canción de la vida profunda” del vate colombiano Porfirio Barba Jacob, canto estremecedor de las distintas estaciones del alma del hombre de todos los tiempos.
Asimismo, las buenas acciones de Colombia han estimulado el tejido social y humano de los istmeños, y sus actuales instantes que empañan el horizonte se viven aquí con angustia fraternal. Este engarzamiento de afectos ha producido páginas comunes en la historia de nuestros pueblos y es garantía de un mañana solidario y de convivencia respetuosa. De allí que a nadie debe extrañar esta crónica o reportaje que hace un panameño de su propia existencia y que ha vivido intensamente desde la infancia hasta su edad crepuscular la grandeza de Colombia.
(Dedicado a don Simeón Cecilio Conte, celoso guardián del acervo cultural de Penonomé).
El artículo original fue publicado el 19 de septiembre de 2004.