Una exquisita soledad sin alma

Actualizado
  • 15/12/2024 00:00
Creado
  • 14/12/2024 14:15
Una serie de Netflix hizo lo que Gabriel García Márquez nunca permitió: adaptar para el audiovisual su novela ‘Cien años de soledad’

En Aracataca, el coronel Nicolás Ricardo Márquez Mejía llevó a su pequeño nieto Gabriel García Márquez a conocer el cine.

El abuelo materno del futuro Nobel de Literatura lo invitó al circo, que llegaba puntual cada año a esta comunidad colombiana, y entre espectáculos exóticos, Gabito vio por primera vez los westerns protagonizados por el actor estadounidense Tom Edwin Mix.

Aquellas imágenes en movimiento, que flotaban en una enorme sábana blanca, le resultaron igual o más impresionantes como el día que descubrió el milagro del hielo, cuando su papalelo lo llevó a un establecimiento de la United Fruit Company.

En 1948, en las páginas del periódico El Universal de Cartagena de Indias, Gabo debutó como analista de producciones. Para 1953 ingresó al diario El Espectador de Bogotá y fue allí donde se registró su verdadera incursión al séptimo arte como crítico cinematográfico.

Su amor por ese arte tecnológico lo llevó después a escribir y dirigir a seis manos el cortometraje La langosta azul (1954), junto a Álvaro Cepeda Samudio y Enrique Grau Araújo. Una década más tarde, en compañía de Juan Rulfo y Carlos Fuentes, firmó el guion del largometraje El gallo de oro.

En 1965 aterrizaron en las salas las producciones En este pueblo no hay ladrones y Tiempo de morir. El primero lo redactó Gabo junto a Emilio García Riera y Alberto Isaac, y en el segundo unió fuerzas con Carlos Fuentes.

Hasta mediados de la década de 1960, cuando Gabo ya había publicado La hojarasca y El coronel no tiene quien le escriba, el joven reportero aún estaba convencido que el cine era el arte perfecto para narrar sus inventos imaginativos, historias que serían luego el templo narrativo del realismo mágico.

Todo cambió en mayo de 1967, cuando salió de la imprenta su obra maestra: Cien años de soledad. Aquel fenómeno editorial lo impulsó a dedicarse más a la narrativa, aunque siguió colaborando como guionista en Presagio (1974, junto a Luis Alcoriza) y El año de la peste (1978, con Juan Arturo Brennan).

Sus adaptaciones

A partir de 1979 ocurrió otra dinámica: ahora el cine es quien adapta las obras de Gabo. Ese año se estrenó La viuda de Montiel, dirigida por Miguel Littín, sobre un cuento homónimo que apareció en Los funerales de la Mamá Grande.

Hay unos cuantos ejemplos positivos de ese viaje de las letras escritas por Gabo a las imágenes en una pantalla grande como quedó comprobado en películas como María de mi corazón (1980), de Jaime Humberto Hermosillo; Eréndira (1983), de Ruy Guerra y Tiempo de morir (1985), de Jorge Alí Triana. ¿El resto de las propuestas? Muchas merecen el fuego abrazador del olvido.

Sin dar permiso

Es legendaria la cantidad de veces que Gabo se negó a vender los derechos cinematográficos de Cien años de soledad porque estaba convencido que era imposible adaptarla.

Gabo pensaba como Alfred Hitchcock: es bastante posible hacer una película maravillosa de un libro de calidad regular y es casi imposible hacer un prodigio audiovisual de un clásico literario en mayúscula. ¿La razón? El responsable de Doce Cuentos peregrinos lo resumía así: “literatura y cine son dos cosas distintas”. Ya está.

Quizás el ofrecimiento más sonado fue cuando el intérprete Anthony Quinn le ofreció un millón de dólares de finales de la década de 1970 por los derechos fílmicos de la saga de los Buendía y el autor caribeño ni pestañó.

Luego vendrían, en los años 1980, los coqueteos que le hicieron sobre lo mismo el cineasta Francis Ford Coppola y el director de fotografía Vittorio Storaro. Nada ocurrió.

Hay un refrán que reza: mejor es pedir perdón, que pedir permiso. Ese, de repente, fue el pensamiento en Japón cuando se inspiraron, sin permiso, en Cien años de soledad para rodar Hyakunen no kodoku (1981) y Saraba hakobune (1984), dirigidas y adaptadas por Shuji Terayama.

Gabo murió en el 2014 sin dar su autorización para ningún traslado al universo audiovisual de sus 17 Aurelianos. Cinco años más tarde de su fallecimiento, Netflix anunció que haría una serie sobre esta obra con el visto bueno de los hijos de Gabriel García Márquez (Rodrigo y Gonzalo).

Sus ocho soporíferos capítulos iniciales los liberó la plataforma de streaming el 11 de diciembre de 2024.

El mundo garciamarquiano

Durante las primeras décadas del siglo XX se creyó que la relación del surrealismo con el cine era tan difícil como hacer amigos al agua y al aceite. Entonces vinieron a demostrar lo contrario las admirables películas de Luis Buñuel, Glauber Rocha y Alejandro Jodorowsky.

Ocurrió algo similar con el realismo mágico. Se pensaba que era insoluble crear puentes entre los mitos, las leyendas y lo real, pero demostraron lo contrario excelentes producciones en lengua castellana como Tangos, el exilio de Gardel, de Fernando Solanas; El lado oscuro del corazón, de Eliseo Subiela; Ilona llega con la lluvia, de Sergio Cabrera; Como agua para chocolate, de Alfonso Arau y El laberinto del fauno, de Guillermo del Toro. Y en otros idiomas hay muestras destacadas como Amélie, de Jean-Pierre Jeunet; Big Fish, de Tim Burton; Birdman, de Alejandro González Iñárritu y Pobres criaturas, de Yorgos Lanthimos.

¿Por qué Netflix no llamó a artistas con experiencia para rodar su fatigosa versión de Cien años de soledad? Sin respuesta.

A nivel visual, el Macondo de Netflix es un prodigio. Ofrece una puesta en escena asombrosa y su fotografía, vestuarios y peinados son deslumbrantes.

Su principal talón de Aquiles es su guion, que se esmera más en mostrar la mayor cantidad de información extraída de la novela a través de una agotadora voz en off (el recurso de los guionistas flojos diría el escritor Lorenzo Silva), pero con la profundidad de la bajamar.

Preciosista en forma y fea de fondo, ya que explora con deficiencia el entorno familiar, el sentido de comunidad y el trasfondo social y político que planteó Gabo en su libro inmortal.

A esta propuesta de Netflix le falta también dominar ese tono de épica bíblica y esa atmósfera del género fantástico versión latinoamericana que aparecen en las páginas de Cien años de soledad, esa novela que evidenció que la realidad nuestra está plagada de machismos, violencia, terquedad, pero, sobre todo, de ganas de vivir y gozar a pesar de las adversidades.

Esta serie, salvo algunos momentos de destello fenomenal en algunos capítulos, no refleja esa “potencia creadora” y esas “imágenes poéticas” de las que hablaban Julio Cortázar y Reinaldo Arenas, respectivamente, cuando opinaron sobre la novela a finales de los años 1960.

Otra ausencia de envergadura: los personajes son una recreación débil de los seres de ficción elaborados por Gabo. Tienen la autenticidad que puede tener una fotocopia en colores de un cuadro si la comparas con la pintura original. Se hace notar la ausencia de hondura en el coronel Aureliano Buendía, Úrsula, Amaranta o Rebeca; da pena cómo presentan y luego abandonan a Pilar Ternera o la caricatura que hicieron de Melquiades y Apolinar Moscote.

Será provechoso escuchar el martes 28 y el miércoles 29 de enero de 2025 los aportes sobre la versión de Cien años de soledad de Netflix que nos traerá la periodista colombiana Silvana Pasternostro, cuando la antigua alumna de Gabo participe (en la Universidad Santa María La Antigua y en el Museo del Canal) en el segundo Hay Festival Fórum Ciudad de Panamá.

¿Qué hago mientras tanto? Léase Cien años de soledad, esa “hazaña narrativa” como la describió en su momento Mario Vargas Llosa.

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