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- 10/11/2024 00:00
- 09/11/2024 16:01
Hace unos días terminé almorzando, por esas carambolas de la vida, con un grupo de biólogos que conversaba sobre las maneras un poco raras que existen en este país para confeccionar los estudios de impacto ambiental (EIA), trátese de estudios para la construcción de una torre de apartamentos o de un proyecto minero.
En medio de aquel intercambio surgió un concepto que, les confieso, me provocó una carcajada infantil. Quiero decir, una de esas carcajadas espontáneas, brillantes, como cuando un infante mira por primera vez una mariposa que aletea, una mariposa que se posa sobre una flor; una mariposa que se aleja con su vuelo accidentado, mostrando el brillo de sus alas.
El concepto en cuestión fue “paisaje acústico”. Por supuesto, teniendo a los expertos enfrente, pregunté qué era eso de “paisaje acústico”. Y resulta que, amigas y amigos lectores, se trata de los sonidos de la naturaleza que, en su conjunto, forman no solo un paisaje sonoro, sino una memoria de emociones vinculadas con esos sonidos.
Heme aquí, por ejemplo, escribiendo esta nota en un cuarto que se abre a un jardín. La tormenta Rafael —puede que cuando lean esta nota se haya convertido en huracán— ha colmado el patio de brisa por estos días; un viento que remece con fuerza las ramas de la guanábana y de las guineas. Y ese sonido, a veces impetuoso, hace que recuerde los aguaceros que caían en Escobal, en la casa de mi abuela: empezaban así, con estas ventoleras, y mi abuela decía ante cada ráfaga, sin excepción: “¡Ave María purísima!”. Lo mismo expresaba cuando caían truenos.
Hay, por supuesto, sonidos más calmos y agradables: los de los pájaros que visitan las heliconias, por ejemplo, o el de los sapitos cantarines que colman las noches húmedas. El asunto es que la naturaleza no solo nos regala paisajes visuales y tangibles, sino también paisajes acústicos que van directo al alma.
Todo esto viene a cuento porque acabo de terminar de leer un libro titulado Invierno, del escritor y filósofo estadounidense Henry David Thoreau (1817-1862), que forma parte de la colección “Las cuatro estaciones”, editada en Argentina por Ediciones Godot. El libro reúne fragmentos de distintas fuentes (de sus diarios, cartas a amigos y de su famoso libro Walden, or Life in the Woods) en los que Thoreau reflexiona, entre diciembre y febrero, sobre los efectos que el invierno tiene en las personas.
Por supuesto, el invierno de Thoreau es muy distinto al nuestro: él vivía en el pueblo de Concord, en Massachusetts, con sus inviernos blancos y gélidos; el de Panamá es tropical, lluvioso y verde. Pero lo importante acá no es la diferencia entre uno y otro invierno, sino la oportunidad que se da el escritor para experimentar la naturaleza a conciencia, en un contexto en el que la Revolución Industrial avanzaba a todo vapor, impulsada por la noción de progreso que se mantiene intacta hasta hoy.
Dicho de otra forma, Thoreau es un hombre que está viendo y viviendo la industrialización, el crecimiento de los pueblos y ciudades, y tal parece que todo aquello le fatiga. También es un hombre en una sociedad aún esclavista, y lo detestaba. Así pues, el 24 de diciembre de 1841 escribió: “Quiero irme pronto y vivir alejado, cerca del lago, donde no oiga más que el ulular del viento entre los juncos. Será un éxito si logro dejarme atrás. Pero mis amigos preguntan qué haré al llegar allá. ¿No será suficiente ver el avance de las estaciones?”.
Un poco después, en 1843, en sus Caminatas de invierno —conocido también como Un paseo invernal— escribió: “Es vivificante respirar el aire límpido. Que está más despejado y puro es visible a los ojos, y desearíamos quedarnos afuera largo tiempo y hasta tarde, que los vientos también suspiren a través de nosotros, como lo hacen a través de los árboles sin hojas”.
En 1845 cumple su deseo y se instala en una cabaña de tres por cuatro construida por él mismo, junto al pantano Walden. Durante dos años vive ahí, con la única ocupación de observar la naturaleza, dar largas caminatas y escribir. También siembra algunos alimentos, aunque se cuenta que, pese a su necesidad de vivir alejado de la gente, tampoco estaba demasiado aislado; estaba lo suficientemente cerca como para recibir visitas de sus amigos, pero lo suficientemente lejos como para no tener que saludar a los vecinos.
Invierno, como ya se dijo, no solo recoge las experiencias de Thoreau durante su alejamiento en Walden, sino también otras reflexiones sobre esta época del año. También hay alusiones sobre su propio ser y sobre la desesperación que le producían algunos seres humanos. “Tengo una necesidad desmedida de ser lo que soy”, escribió el 21 de diciembre de 1851. El 28 de diciembre de 1856, por su parte, dijo: “Me llevo mejor con la soledad. Si tuve compañía no más de un día en la semana, a menos que fuesen una o dos personas que puedo nombrar, encuentro el valor de la semana seriamente afectado”.
Una puede concluir que Thoreau necesitaba espacio. Espacio para ser él mismo y para reconectarse con una naturaleza que, en el siglo XIX, todavía estaba cercana. Espacio para pensar y para pensar-se. “En la profundidad de los bosques, alejados y completamente solos, mientras el viento sacude la nieve de los árboles y deja nuestras huellas detrás como único rastro humano, encontramos que nuestras reflexiones son de una variedad más rica que la de la vida de la ciudad”, contó.
¿Qué pensaría Thoreau de la vida que llevamos hoy? ¿De nuestra relación con la naturaleza? No es difícil imaginar su desencanto. Tal parece que nos hemos vuelto insensibles al paisaje acústico y recelosos del paisaje natural. Preferimos la grama plástica que una cama de hojas, suelos saturados de cemento, palmas donde debería haber árboles; ruido de autos, de bombas de agua, de compresores de aire, de equipos de música... Ahí donde podríamos disfrutar esos otros sonidos...
“A veces nos encontramos con que estamos viviendo rápidamente —y hasta de manera infructuosa y tosca— como cuando nos damos cuenta de que comemos nuestras comidas con un apuro indescriptible. No quisiera vivir como si el tiempo fuera corto. Captura el ritmo de las estaciones, déjate tiempo libre para atender a cada fenómeno de la naturaleza y para entretener cada pensamiento que te venga. Deja que tu vida sea un progreso inactivo por los reinos de la naturaleza”. 11 de enero de 1852.