La muerte de Nicanor

Actualizado
  • 31/08/2024 00:00
Creado
  • 30/08/2024 18:34
El autor
Fue editor de Artes, Ciencias, y Letras de El Panamá América. Entre sus publicaciones están ‘Tres cuentos’ (1946), ‘Shumio-ara’ (1948) y ‘Cuentos de Bocas del Toro’ (1973). Obtuvo el primer premio del Concurso de Cuento de Navidad de La Estrella de Panamá en 1947 y 1948. En edición conmemorativa de la Academia Panameña de la Lengua, la Universidad Tecnológica y la Biblioteca Nacional se publicó en 2018, ‘Cuentos completos y polifonía de narradores’, obra cuentística de Sánchez acompañada de cuentos ganadores del concurso de cuentos José María Sánchez, creado en su honor por la Universidad Tecnológica de Panamá.

El relámpago dibujó, frente a la laguneta, la figura del hombre sentado sobre un tronco. Segundos después, el trueno sacudió la linfa que ya desde prima noche se rasgaba bajo el grito de los babillos. En el cielo bajo, como de caverna, la noche anaranjada, incendiada de tormenta.

Remonta la copa de los árboles el mismo siseo que poco antes pasó por el gramalote hasta llenar la orilla del río de lamentos. Es la voz del Talamanca, repitiendo desde las nucas de la serranía una sola queja: creciente... creciente. Las ramas crujen. Copiosa, llena de presagios, la lluvia cae y el caudal del río crece en la oscuridad, llena de hilos sucios el sendero de la laguneta, sobre el cual está, apesadumbrado, el hombre.

Temprano, casi de madrugada, abandonó el rancho rumbo a los bancos del río. Allí dejó correr las horas metido en lo más espeso, al lado de la corriente que amaneció poblada de troncos y ramazones. Siempre al lado del río. Atrayente como un vórtice, miraba sus aguas y con ojos entornados envidiaba la potencia de la correntada que le hacía vibrar las entrañas, como si la caja toráxica escondiera un sensible diapasón. Y poníase a repasar los pormenores de su amargura, la falta de vigor de que disponía su pecho flaco incapaz de llevarlo hasta el umbral de su rancho y gritar con enojo.

-¡No me quieras tanto, que me voy a morir!

Esta era la tragedia de Nicanor. Parecía imposible que fuese capaz de amilanar un espíritu tan rebelde como el de Nicanor, hombre que siempre dejó sentada fama de recio ante los más grandes peligros.

Eso, sin embargo, nada pesaba ante el hecho cierto de la nueva cobardía de Nicanor, mejor dicho, de la vieja cobardía de Nicanor, que no era nueva, que ya se avecinaba a los tres años. Acaso pudiéramos comprenderla si la suerte nos depara dentro de las cuatro paredes de un rancho, con la puerta cerrada, una mujer como la de Nicanor. Esa mujer era como un mar, como una selva, como cualquier cosa excesiva. No hay otra palabra que resuma con mayor justicia las cualidades de la mujer de Nicanor que esa: exceso. Ante aquel todo, excesivamente abultado, naufragaba el carácter, la hombría y, sobre todo, la vida misma. Si uno estuviera en capacidad de mirar, objetivamente desde luego, el acontecimiento dramático del “vivir” de Nicanor, percibiría inmediatamente las causas que motivaron la desaparición de su energía; y el desgano o aún más, el desmadejamiento de los pormenores de su triste vida. Esa mujer infundía terror. Provista de dos armas, los brazos, movíase en el ambiente estrecho del rancho como un remolino que absorbiera los pequeños y terribles hechos de la vida cotidiana y lo que es peor, a Nicanor. Los brazos-boas ondulaban amenazadores hasta que hacían presa en el cuello de él, mezquino cuello de palúdico, magro como un bejuco del monte. Entonces lo quería. ¡Lo quería! ¡Dios Santo!, la ternura de esa mujer, ese detalle subjetivismo y personal de quererlo, ese engranaje sutil de fervores que brotaba de lo más profundo de su naturaleza melosa, era la desgracia, la tragedia y la muerte en vida de Nicanor.

Infinitas son las circunstancias que se tejen hasta formar un sentimiento, sobre todo si tal sentimiento, sobre todo si tal sentimiento es extremo. El odio que Nicanor profesaba a su mujer se formó al calor de las más aisladas contingencias. Quizás esa suma de pequeños detalles culminó en una escena humillante, acaecida varios meses atrás. Lo cierto es que, desde tan aciago momento, la repulsión física que por ella sentía terminó por invadir el campo de lo puramente espiritual. No era solo el instinto de conservación lo que operaba en el pobre Nicanor, sino que desdichadamente, también una reacción de pudor moral. Ella, media naranja (?) quiste de grasa, movida de su pasión devastadora pretendió desposeerlo de su responsabilidad de varón, sabiendo perfectamente que en esa comarca los hombres todos se mueven condicionados por una concepción muy estimable y muy estricta de hombría. Ella, maldita mil veces sea, irrumpió en una refriega en que dirimía, apoyado en el argumento del filo de su machete, sus derechos de posesión sobre unos puercos cimarrones. En la confusión provocada por la entrada de su mujer en el combate, el contrario alcanzó a acomodarle, en el hombro izquierdo, un tajo profundo. Luego sufrió la vergüenza inaudita de contemplar al contrincante en el suelo, derribado por obra y gracia de los brazosboas de ella. Pero allí no paró el asunto. Salió después en triunfo con la camisa tinta de sangre, sobre los amorosos brazos de su mujer, camino del rancho lejano, en medio de las miradas hondísimas de tres indios espectadores. Odio, eso era lo que sentía por ella. Además, miedo, espanto de entrar a su casa y encontrar dos brazos, profundos como un abismo, tenebrosos como una agonía.

A filo de relámpagos salió Nicanor de su meditación. La laguneta, al lado de la cual la noche lo sorprendió, estremecía a cada estampido la linfa cárdena, tumefacta de lodo. Levantábase un jadeo de frío que se apoderó de la garganta de Nicanor y le trajo la angustia de su bronquitis crónica, negra alimaña que le arañaba el pecho a cada golpe de tos. El sendero que serpeaba al lado de la charca, convertido poco a poco en una vena de agua, saltó el dique del tronco en que sentaba Nicanor su tristeza. ¡Dios del cielo! El monte se desangraba partido por los relámpagos. Los capachos gemían en la espesura que lloraba lágrimas de sangre blanca descendiendo en alud desde los cerros y de las copas de los árboles. Pujaba el río la amenaza de la creciente. Otro relámpago, otro. El último alumbró a Nicanor, parado en medio del camino con la boca plegada en un gesto radiante. En el cielo no se alcanzaba a contar los truenos. Llovía, llovía torrencialmente. Muy lejos, los caracoles marinos anunciaban desde los caseríos la cabezota de agua que bajaba.

Llegado al rancho se sintió invadido por el rumor de la quebrada que anunciaba un caudal extraordinario. Sonrío satisfecho al penetrar sigilosamente en la casa. Del alto jorón sacó sus enseres de cacería y, además, un bultito redondo que introdujo en la chuspa de hule. La puerta abierta enseñaba el cielo cruzado de latigazos de fuego. En el jergón, un candil prendido alumbraba y daba al cuerpo echado actitudes infantiles. Un pequeño movimiento transformó a la mujer dormida en una montaña imponente de carne. Con calma, el hombre vació el carburo en el depósito de la lámpara. Las piedrecillas, calentadas por la humedad, cayeron con estrépito en el tanque, levantando un polvillo afilado que se le coló en la nariz. Roncó con disgusto y alarma. No lo pudo evitar. Una tos, como un crujido, apagó el candil. En la oscuridad insistió el acceso. Maldiciendo con toda su alma, rasgó un fosforo y lo acercó a la mecha. La luz reveló a la mujer, incorporada sobre un brazo.

El hombre, cadavérico del susto, contempló la cara mofletuda. Reaccionó, y terminó de cargar el tanque sin contestar la mirada interrogante de ella. Una voz delgadita, incongruente, salió del corpachón:

-¿Onde vas con la noche fea?

Tembloroso, contestó que iba a asegurar las canoas. La mujer le sonrió -maldita sonrisa-, y le hizo señas de que se aproximara. Apretando los dientes, recibió en el bigote un beso blandito. Salió hacia la noche.

Frente a la luz de la lámpara de carburo, el agua blanqueaba como una tela de mosquitero. Con la brisa fría que agitaba las hojas venía aún la advertencia de los caracoles.

Avanzaba a grandes trancos. El suelo y las hojas secas se deshacían, se movía la tierra licuada descubriendo las raíces de los árboles. El Talamanca bajaba en alud.

Frente a una peña, Nicanor detuvo la marcha. Hurgó en la chuspa, y sacó el taco de dinamita. Alumbrando cuidadosamente, buscó un cuenco apropiado en la roca y acomodó el pequeño instrumento de destrucción. Con los labios fruncidos en rabiosa determinación, prendió la mecha hacia la mole. Al otro lado bajaban en carrera enloquecida los árboles desplazados por la creciente. Un resplandor de fragua, y en la vegetación retumbó un trueno más. El barranco y la peña pulverizados, abrieron paso a un nuevo río que se precipitó hacia el cercano rancho de Nicanor.

La madrugada sorprendió a Nicanor dándole lumbre a la última pipa de la jornada memorable. Triste madrugada de creciente, huérfana de pájaros. Aún caía el aguacero. El rostro de Nicanor se había transfigurado con una expresión de infinita paz. Apagó el fulgor helado de la lámpara al subir la trocha que conducía al caserío de la loma.

Con la visión de las casas relacionó la imagen de Carmen, una chola que no era por cierto muy joven, pero ¡oh felicidad impagable!, flaca como un grillo. Se distinguían siluetas en el umbral de los ranchos. De pronto, todas hicieron gestos alborozados. Nicanor disminuyó la velocidad del paso, desagradablemente inquieto. Casi enseguida entró en franca agonía. En uno de los ranchos se perfilaba, rotunda, su mujer. ¡Dios! Se salvó. Tosió Nicanor. El pecho le silbó desastrosamente. La espalda se dobló, la vista se tomó vidriosa. Como un gorjeo le llegó la voz maldecida de la mujerota, babeante de felicidad. Cerró los ojos con resignación al caer en los brazos amantes. Luego, crac, un sonido apagado, humildisímo. Sucedió lo que nadie podía evitar. La pasión de la amantísima mujer quebró, como si hubiese sido de cristal, su cuello indefenso de palúdico.

Ante el espanto de todos los vecinos, el rostro sin vida de Nicanor le sonrío la lluvia.

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