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- 22/09/2024 00:00
- 21/09/2024 15:12
Hay tres o cuatro cosas que recuerdo de mi escuela primaria. La primera, sus escaleras anchas con pasamanos gruesos del pabellón principal, que a mis seis años me parecían altas, muy altas, y en cuyo rellano siempre imaginaba que me esperaba la Tulivieja o el Hombre sin Cabeza.
La segunda es su salón de costura. Sí, costura. Corrían los primeros años de la década del ochenta y la Escuela República de Chile tenía un cuartito minúsculo, casi un ático, destinado para las clases de costura con la maestra cuyo nombre he olvidado. Entonces no sabía por qué las manos de la maestra me asombraban tanto, de tan blancas y achurraditas que eran; o por qué sus ojos lucían como el mar y su acento era tan peculiar, seseante. Ella nunca dijo nada, pero muchos años después sabría que era una de los tantos españoles que salieron de su país huyéndole a la dictadura franquista.
La tercera cosa eran los balcones del edificio de apartamentos que se “incrustaba” en el patio principal de la escuela: allí vivían familias gunas y durante el recreo podíamos ver las faldas de colores y las blusas de molas secándose al sol. La cuarta, y este es un recuerdo que ahora me parece extraordinario, era su biblioteca.
La Escuela República de Chile, construida en Calidonia, había destinado el salón más grande, el único con aire acondicionado, a la biblioteca. Cada semana, como parte del horario escolar, teníamos una hora de “Biblioteca”, que consistía en lo siguiente: entrar a ese salón fresquito con libros hasta el techo, tomar el que quisiéramos, elegir una banca de la enorme mesa oval que llenaba el espacio y dedicarnos a leer, sin hacer ruido. Si surgía algún murmullo, la maestra y la bibliotecaria decían: “Lectura silenciosa, por favor”.
Hace unos días llegó a mi muro de Instagram una publicación del Convenio Andrés Bello y del Ministerio de Cultura de Panamá que decía lo siguiente: “Los panameños leemos de todito”. En las dos viñetas siguientes aparecen las temáticas preferidas: religión (32 %), autoayuda (29 %), novela (27 %), cuentos (22 %) y biografías (21 %). Estos resultados son parte de una encuesta dada a conocer hace unos meses —la Encuesta de Participación y Consumo Cultural de Panamá 2024—, realizada entre enero y febrero del mismo año a 1.769 personas mayores de 12 años, en 10 provincias y tres comarcas del país.
La Encuesta es el fruto, según se lee en el sitio https://convenioandresbello.org, de una iniciativa llamada “Cuentas Satélites de Cultura”, un manual metodológico con el que se busca “conocer los aportes de la cultura a las economías nacionales” y “demostrar los aportes económicos de los bienes y servicios culturales al crecimiento económico”.
Más allá de las aprensiones que suscita esta manía de medirlo todo con base en el PIB, estos resultados demuestran un hecho indiscutible: que los textos religiosos y de autoayuda son los favoritos de quienes declararon leer al menos un libro al año.
Si de “consumo de productos culturales” se trata, la Encuesta reveló además que, en lo audiovisual, la televisión es lo que más se consume (80 %); que el 64 % prefiere leer blogs, foros y sitios web (más que libros y periódicos); que los parques naturales son los preferidos de quienes deciden visitar sitios patrimoniales (68 %), que las fiestas religiosas son las actividades de patrimonio inmaterial favoritas (44 %); que los conciertos ocupan el primer lugar entre los espectáculos de artes escénicas (41 %) y que un 13.7 % va a centros culturales.
Dicho corto, los panameños consumen tele a tutiplén y prefieren leer temas de religión o de autoayuda que, si se piensa, terminan siendo lo mismo.
Hace unas semanas, en medio de un intercambio de redes sociales, un funcionario dijo, a propósito de una donación de títulos de autoayuda a la Biblioteca Rogelio Sinán del Ministerio de Cultura, que había que recordar que “la escritura y el pensamiento han de gozar de gran libertad”, como respuesta a algunos comentarios críticos sobre el tipo de libros que estaba acogiendo la biblioteca. La misma persona planteó que seguro Sinán habría aceptado este tipo de escritura.
No hay manera de saber si Sinán (1902-1994) habría o no aceptado estos títulos, pero lo que sí se puede conocer es el tipo de lectura que prefería el maestro. Sinán, para tener una mejor idea, fue profesor de español y de arte dramático; trabajó en México como primer secretario de la Embajada de Panamá y como cónsul de Panamá en Calcuta, India. También fue director del Departamento de Bellas Artes y Publicaciones del Ministerio de Educación y miembro de la Academia Panameña de la Lengua. Quienes lo conocieron de cerca saben de sus amplios intereses culturales y de su intensa vida literaria, que no pocas veces realizaba en su propia casa, acompañado de grandes escritores.
Resulta que en la Universidad Tecnológica de Panamá existe un lugar llamado Memorial Rogelio Sinán, bajo el cuidado de otro escritor panameño, Héctor Collado. ¿Ya leyeron sus Cuentos de precaristas, indigentes y damnificados? ¿Sus Caminos de Tinta? ¿Su poemario En casa de la madre?
En el Memorial hay un espacio que reproduce la biblioteca personal de Sinán, con su máquina de escribir, su teléfono rojo de disco, una grabadora, un par de zapatos, algunas lupas, varias libretas de teléfonos, una cajita con su tarjeta de presentación y una resma de papel blanco grueso, ya amarillo, que se quedó esperando nuevos textos del escritor. “Sinán escribía esencialmente para molestar”, comenta Collado, quien a lo largo de los últimos 15 años ha tenido la oportunidad de explorar, acariciar, descubrir y leer algunos de los cientos de libros del autor de novelas como Plenilunio y La isla mágica, y de poemarios como Semana Santa en la niebla, por mencionar algunos.
¿Qué hay en la biblioteca personal de Sinán? “Aquí se quedó lo que a él le importaba. Le interesaba mucho la psicología y el teatro”, explica Collado. ¿Qué leía? Libros de teatro como Técnica teatral, El actor, La escena romana, Tendencias del teatro contemporáneo y Las edades de oro del teatro. Libros de historia como Historia de la Revolución Francesa, Historia de la Antigüedad, Historia de los tiempos actuales, Historia de la conquista de México y La cultura y la historia. Libros de arte como Interpretación social del arte e Introducción a la historia del arte; muchos títulos relacionados con mitos, filosofías y supersticiones; y diccionarios de la lengua española, de la literatura cubana, del mundo clásico y mitológicos.
Entre los autores que solía leer están Kafka, Confucio, Faulkner, Paul Verlaine, Camilo José Cela, Rulfo, Nabokov, Juan Marsé, Homero, García Márquez, Onetti, Dovstoevsky, Aldous Huxley, Graham Greene, Juan Ramón Jiménez, Octavio Paz, Capote, Sábato y James Joyce. Todos hombres, resalto aquí al margen.
Sinán también estaba suscrito a la revista Tareas y Casa de las Américas, y tenía algunos libros escritos en italiano. Como dato curioso: muchos de los libros son de tapa dura y sus páginas interiores, aunque amarillas, están en mejores condiciones que la de muchos libros publicados más recientemente. Nada hay en la biblioteca de Sinán que indique que leía textos de autoayuda. Lo más cercano a lectura ligera son, tal vez, algunas antologías de cuento o un par de recortes de periódico.
Por supuesto, no hay pecado en entregarse a leer autoayuda: un par habré leído cuando estaba por convertirme en mamá. El problema es, quizá, cuando ello se convierte en la única referencia “literaria”, o en el espejo a través del cual se comprende la vida y la realidad, con el riesgo de perder en el camino la autoestima, el sentido común o la capacidad crítica.
Toda esta historia es para, al final, hacerse un par de preguntas incómodas: ¿Existen todavía las bibliotecas escolares? ¿Nos vamos a seguir conformando con los ojitos del arcángel, el buen camino de Ricardo o la democracia en cuidados intensivos? ¿Se vale todo para lograr el objetivo de crear más lectores? ¿Qué clase de lectores requiere este país donde no comprendemos lo que leemos? Más aún, ¿qué clase de lecturas se requieren para construir ciudadanía? Y una última pregunta posible, aunque seguramente hay más: ¿Para qué ha de servir la lectura?