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- 09/06/2024 00:00
- 08/06/2024 12:10
El 3 de junio se cumplió un siglo de la muerte de Franz Kafka, el escritor checo en lengua alemana que con un puñado de relatos y tres novelas póstumas e inacabadas se convirtió en el mayor profeta del siglo XX y del siglo XXI hasta ahora. No es de extrañarse que el adjetivo kafkiano tenga una traducción y un significado en casi todos los idiomas conocidos.
Kafka creció en el seno de una familia judía: algo que a sus biógrafos y reseñistas por alguna razón les encanta recalcar. Pero aunque muchos de sus textos literarios son autobiográficos, jamás escribió uno donde su propio origen o “la cuestión judía” sea una circunstancia. De hecho, sin llegar a mencionarlas prácticamente nunca, sus obras literarias popularizaron ideas que, después de su muerte, moldearon nuestro mundo a como todavía hoy lo conocemos: capitalismo, comunismo, fascismo, dictadura, progreso, modernidad o incluso genocidio, entre otras. Estos conceptos se pusieron de moda y estuvieron en boca de todos sólo en las décadas posteriores a su muerte. Lo curioso es que ahora nos sea tan fácil identificarlos e incluso redescubrirlos, en mayor o menor medida, en casi todas las páginas que él escribió.
Hace algunos años, en Guatemala, un policía de tránsito me multó porque la vigencia de la tarjeta de circulación de mi vehículo había vencido tres meses atrás. Transgredí la ley al no imprimirla actualizada en el portal web, a pesar de que antes ese procedimiento nunca se hacía. «Esto entró en vigor hace un año», me dijo el oficial. Con mucha convicción le dije la verdad: yo no tenía la más remota idea de que ahora debía imprimirla cada año. Pero él me respondió con palabras que alguna vez en la vida hemos escuchado todos y que nos revelan a la perfección nuestra verdadera soledad y orfandad:
“Le creo, pero sigue siendo su culpa. Si usted no lo sabía, eso no le importa a la ley”.
Una constante en la obra de Kafka es el individuo que se enfrenta a ese mundo que siempre se le escapa de las manos y que se le presenta absurdo, injusto e inexplicable. Hablamos del mundo visto como un todo, nunca segmentado. Un mundo infranqueable y absoluto donde todo conspira en nuestra contra y que, sin importar cuánto luchemos o cuán valientes seamos, siempre nos derrota.
Por más normal y sensata que parezca la respuesta que me dio el agente de tránsito aquella mañana —de hecho, son los mismos argumentos irrebatibles que le darían a cualquier persona en cualquier otra parte—, lo cierto es que no deja de ser paradójica y somos capaces de ver la injusticia sólo hasta que ocupamos el lugar del imputado. En ese momento nos convertimos en antagonistas del mundo entero y de una “normalidad” que muchas veces está sesgada por la idea de que todos tenemos la obligación de estar al día, de estar on line, de permanecer on fire, de saberlo todo. Mi delito —y el de todos los que hemos pasado por lo mismo— no fue la rebeldía, sino la ignorancia. Y por ello debemos ocupar la afrenta de lo vergonzoso y lo reprobable.
A Joseph K., antihéroe de la novela El proceso, lo acusan de cometer un delito que nunca le es revelado y del que nunca sabrá si es o no culpable. Qué fácil es encontrar aproximaciones entre su proceso y los procesos que sin darnos cuenta enfrentamos a diario debido a que todos, en mayor o menor medida, los hemos normalizado al condenar a otros.
Una interpretación limitada y reduccionista que se ha repetido a lo largo del tiempo es que la obra de Kafka es una crítica a la posmodernidad capitalista, cuando lo cierto es que sus predicciones nunca cometieron el error de limitarse a formas de pensamiento preestablecidas. Sus textos son maravillosamente simples y fáciles de leer, tanto así que no entienden de geografía política o económica, ni de orientes u occidentes, ni de izquierdas o derechas. Kafka, sin proponérselo, llegó a donde no llegaron los discursos de Adam Smith y Friedrich von Hayek; y tampoco los de Karl Marx y Friedrich Engels.
La literatura de Kafka no trata de minorías contra mayorías, ni de oprimidos contra favorecidos, sino de una desproporción más alarmante: la del individuo —solo y desamparado— contra todo y contra todos. En la novela El castillo, un agrimensor llamado K. es contratado para hacer unos trabajos en un castillo al que nunca llega a penetrar porque antes deberá enfrentarse a una serie de trámites y desventuras que lo sobrepasan por completo.
Esa sensación de vulnerabilidad y desesperanza sin duda la habremos experimentado todos alguna vez, pero nunca se volvió una forma de vida como en este último siglo. La burocracia en todas sus latitudes es el precio que debemos pagar frente a lo que entendemos como progreso humano. Le hemos puesto tantas caras y nombres a conceptos tan ambiguos como “éxito” y “felicidad” que no nos damos cuenta de la condena que construimos alrededor de ellos. Nos convertimos en seres incapaces de darnos la oportunidad y el respiro de fracasar de vez en cuando. Hoy más que nunca, en nuestra mente la simple idea de fracaso resuena más trágica e irreversible de lo que siempre ha sido según su significado y el de sus sinónimos en el diccionario.
Ya no valemos por quienes somos o por cuanto sabemos, sino por la imagen que proyectamos —o buscamos proyectar— de nosotros mismos ante los demás. En La transformación, quizá la obra literaria más influyente del siglo XX, Gregor Samsa despierta una mañana convertido en un “monstruoso insecto”, pero este hecho es apenas una circunstancia, pues su verdadera lucha interna siempre está condicionada por el entorno: su mayor preocupación es no saber qué explicación convincente darle a su jefe por no haber llegado a la oficina: su imagen de trabajador intachable está bajo amenaza.
La sentencia es silenciosa y despiadada para quienes no buscan proyectar de sí mismos lo políticamente correcto y no se suman al ritmo vertiginoso de una vida en constante cambio: si no tienes un perfil en Linkedin eres invisible. Si no vendes “la marca” de ti mismo eres incompetente. Si no apareces en Facebook no existes.
Kafka murió en 1924 a los 41 años a causa de la tuberculosis (dos décadas antes que Selman Waksman y Albert Schatz descubrieran la estreptomicina, el primer fármaco efectivo para combatir esa enfermedad). Si esto no lo hubiera frenado es muy probable que su vida tampoco hubiera sido mucho más larga: el destino de sus hermanas que lo sobrevivieron fue perecer en los campos de concentración nazi. Sea como fuere, Kafka no necesitó más tiempo para profetizar nuestro presente.
Algo maravilloso en su obra —como ocurre sólo con los verdaderos artistas— es que no pretende convencernos de nada. Más que predecir las consecuencias ineludibles del progreso y la modernidad en todos los ámbitos de la vida, fue capaz de revelarnos como nadie nuestra irremediable soledad. Su literatura no fue inventada para darnos significados, sino para revelarnos las paradojas que seguimos pasando por alto.