
- 06/04/2025 00:00
El problema de la desigualdad en el mundo y especialmente en América Latina ha sido el resultado de la aplicación de un modelo de globalización centrado en la supremacía del capital financiero por sobre el trabajo humano, lo que ha traído cambios profundos en las estructuras políticas, económicas y tecnológicas, que han llevado a profundizar la dependencia de la región frente a los intereses de las grandes potencias.
Esto se ha traducido en crecimiento sin desarrollo y en la emergencia de un neoconservadurismo que desafía las políticas de reducción de la pobreza y extrema pobreza como de generación de bienestar colectivo. Todo ha conducido a que América Latina se haya convertido en la región más inequitativa del mundo con una concentración de la riqueza en pocas manos que depreda las condiciones de vida de la gente.
La fallida globalización unipolar
Desde inicios de la década de los noventa del siglo XX y el fin de la denominada Guerra Fría, América Latina y gran parte del mundo ha vivido los efectos políticos y financieros de una globalización unilateral que prometía crecimiento y desarrollo para los países del mundo entero o por lo menos para los países occidentales.
Este modelo occidental de globalización impulsó la liberalización y profundización financiera, la reducción del tamaño de los Estados, la flexibilización laboral, el aperturismo comercial, tratados de libre comercio, deslocalización de la producción y modeló las transformaciones de empresas multinacionales a empresas transnacionales.
Pocos países supieron sacar provecho de estas políticas e incorporarse al sistema mundo de mejor manera, aprovechando sus ventajas comparativas, logrando saltos cualitativos en sus sistemas productivos, formación de mano de obra altamente calificada, pero con fuertes inversiones por parte de los Estados en los sistemas de educación, en los sistemas de infraestructuras como una fuerte inversión en prospectiva para saber aprovechar las ventajas del aperturismo globalizador.
Pero, para América Latina, la década de los noventa significó el agravamiento de los efectos de la denominada “década perdida”, que abrió las puertas al modelo económico neoliberal que en sus primeros momentos parecía la solución a los males del estatismo: reformas políticas, económicas, financieras y fiscales terminaron favoreciendo la acumulación de riqueza en pocas manos. Los resultados han sido ampliamente estudiados: migración, “fuga de cerebros”, precarización laboral, rentismo, pobreza estructural fuertemente arraigada; perdida de capacidades de producción nacional y debilitamiento de los procesos de integración regional, entre otros.
Multilateralismo y desigualdad extrema en América Latina
Quienes supieron sacar ventajas y posicionarse en el mundo impulsaron una globalización multilateral bajo los criterios de que todos los países debían insertarse en el sistema mundo según sus propias características, sin perder las oportunidades para fomentar las integraciones regionales con el propósito de reducir las asimetrías estructurales y fortalecer articuladamente las ventajas comparativas.
Esto permitió que se preserve ciertos sectores industriales, sacando ventaja de la deslocalización de la producción, pero a costa de que la mano de obra, el mercado laboral y los salarios se flexibilizaran rápidamente. Para América Latina, este modelo llevó a la región a un colapso político, económico, financiero, pero, sobre todo, social; llevando a nuevas olas migratorias, dolarizando de facto a ciertas economías y nutriendo el conflicto social como no se veía desde décadas atrás.
El resultado ha sido más de dos décadas de conflictos ideológicos, justamente, cuando se afirmaba que las “ideologías habían muerto”. La región ha dependido del vaivén de los ciclos económicos y políticos: falta de sostenibilidad de políticas públicas para combatir la pobreza y la extrema pobreza; dinamizar la movilidad social; sostener las inversiones en infraestructura y capital humano como combatir el mal mayor: la desigualdad e inequidad social.
El Banco Interamericano de Desarrollo, ya en 2024, ratificaba que América Latina y el Caribe es la región más desigual del planeta. Donde “el 10 % más rico de la población tiene en promedio ingresos 12 veces mayores que el 10 % más pobre”. Que en países como Colombia, Chile y Uruguay “alrededor del 1 % de la población controla entre el 37 % y el 40 % de la riqueza total” o que “la región alberga países con una desigualdad de ingresos extremadamente alta, como Brasil, Colombia, Guatemala, Panamá y Honduras” (2024).
La desigualdad es producida por los modelos económicos y sociales que se han configurado en nuestros países en el marco de la globalización neoliberal. El costo de la desigualdad no la pagan los grupos que concentran la riqueza, sino la población, perdiendo sistemáticamente capacidades y recursos que hacen que la pobreza se convierta en la principal herencia para las siguientes generaciones.
Ahora, cuando ciertas superpotencias declaran la necesidad de regresar al nacionalismo de la reindustrialización, cuando ellos mismas fomentaron la deslocalización productiva y la transnacionalización de sus economías, apuntan a afectar a las economías locales.
América Latina y otras regiones del mundo miran cómo el discurso de la globalización selectiva se impone ante la opinión pública, multiplicada por los monopolios y oligopolios de las redes sociales virtuales con el objetivo de amedrentar a los políticos locales e incidir ideológicamente en las élites tradicionales que terminan, casi siempre, sumándose a la agenda política neoconservadora.
Como región no somos los únicos que padecemos este grave problema. La desigualdad es un problema global. Oxfam en su informe: “El saqueo continúa: pobreza y desigualdad extrema, la herencia del colonialismo” (2025) expone que los “milmillonarios creció tres veces más rápido que en 2023”, mientras que los pobres en el mundo poco han variado desde los años noventa del siglo pasado.
Así como la pobreza estructural se ha convertido en la peor herencia de una generación a otra, “la mayor parte de la riqueza de los milmillonarios no es fruto del esfuerzo, sino del saqueo: el 60 % es heredada, o bien está marcada por el clientelismo y corrupción, o vinculada al poder monopolístico”.
Un futuro incierto...
Podemos concluir, primero, que la lucha por hegemonía global no necesariamente tiene que ver como hace décadas por la “democratización” y la “libertad” en el mundo; sino por imponer un modelo extractivista global sostenido tanto en el rentismo, la especulación financiera como por el monopolio absoluto del procesamiento de datos, la big data, la inteligencia artificial, la producción de nuevos materiales para impulsar un dominio del internet de las cosas en un nuevo modelo de acumulación de capital a nivel mundial.
Segundo, el supremacismo ideológico que pretende imponerse bajo la amenaza y el miedo es el resultado, también, de la despolitización de las sociedades, de las comunidades, de las familias y finalmente de los individuos que ven en la centralidad del “ser emprendedor” la mejor tarea en la vida.
Tercero, que la renuncia a la política implica, quiérase o no, la renuncia a decidir el presente y el futuro. Su efecto, según el Latinobarómetro, es que casi la mitad de los latinoamericanos no apoya la democracia como sistema de gobierno: “La mayor debilidad de la democracia es que grandes minorías consideren que no se necesitan partidos políticos (42 %), parlamento (39 %) ni oposición (37 %)” (2024).
Finalmente, esto evidencia que la democracia liberal sufre el mayor deterioro de todos los tiempos. Que vivimos condiciones abiertas a gobiernos autoritarios que favorecerán los nacionalismos neoconservadores de las grandes potencias y, por ende, favorecerán la concentración de la riqueza, la desigualdad, llevando a que uno de los mayores sueños de los latinoamericanos sea irse de sus países y no regresar.
El autor es sociólogo. Profesor invitado del Departamento de Sociología. UP.