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- 14/12/2014 01:01
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Al maestro Alfredo Sinclair nunca le fueron ajenas las grandes aspiraciones nacionales, ni las luchas reivindicativas del siglo pasado.
‘No soy ajeno –decía--a los problemas de mi ciudad ni de mi país, lo contrario significaría también la ruptura con mi esencia humana’. Con motivo de los sucesos 9 de enero de 1964 pintó un cuadro cuyo título es una descripción poética de aquella jornada ‘Se defendían con palos y piedras’.
Años más tarde elaboraría un mural alusivo a Victoriano Lorenzo, fusilado al término de la guerra de los mil días, y poco tiempo después un mural en el Salón de la Nacionalidad del Ministerio de Gobierno y Justicia (que así se llamaba entonces) que representa las luchas reivindicativas de nuestra soberanía.
Sinclair pintaba con el alma, con su alma de artista, su vocación de maestro y su fibra de panameño. Él mismo decía: ‘Todo artista o aficionado a la pintura, al igual que el poeta o el músico forma su propio vocabulario. Un pintor elige los colores que quiere utilizar en sus cuadros; es decir, hace su paleta. La pintura tiene sus valores intrínsecos: la composición, el color, la cadencia, el ritmo. Cada pintor, según su sensibilidad se inclina más hacia un elemento; hay pintores que son magníficos dibujantes, ellos se inclinan más hacia el empleo de la línea; hay otros que no son tan buenos dibujantes, pero se inclinan más hacia el color, ellos son poetas del color’.
Hoy, en galerías, empresas y hogares cuelgan cuadros del maestro Sinclair, y cada uno valora a su manera el tesoro que posee: desde los pretensiosos que gustan de ufanarse de sus pinacotecas hasta a aquellos que le basta mostrar, como ellos mismo las llaman, las caritas de Sinclair (que, dicho sea de paso, constituyen la expresión plástica de la ternura intrínseca y también irrepetible de Alfredo Sinclair).
En una época como la nuestra en la que las frivolidades, desafueros, escándalos y excentricidades de los famosos inundan las páginas de los diarios y la crónicas de televisión, la figura de Alfredo Sinclair se yergue sobre las demás precisamente por lo contrario. Porque no se dejó envanecer por la fama ni por la gloria, como si los elogios en lugar de inocularle vanidad tuvieran el efecto adverso de magnificarle su humildad y bonhomía.
Si no hubiera vivido las pruebas irrefutables de esas virtudes que aprendí a admirar mucho antes de conocer al maestro Sinclair, me bastaría repetir una de las vivencias más enorgullecedoras de mi tránsito por los vericuetos de la diplomacia. Por allá en 1984 el presidente de Colombia, Belisario Betancur, nos convocó a los embajadores de los países bolivarianos para que intercediéramos en nuestras respectivas naciones para que los exponentes más representativos de la plástica aportaran una obra al Museo Bolivariano en San Pedro Alejandrino, en las afueras de Santa Marta, donde había expirado el Libertador Simón Bolívar. Fue muy enfático en señalar que dejaba a la discreción de cada embajador el escogimiento de los artistas de cada país. Cuando nos despedíamos me llamó aparte y me susurró, en un tono intermedio entre la proverbial simpatía de Betancur y el autoritarismo presidencial del que ninguno se salva, ‘en el caso suyo –me dijo—cerciórese de que haya un cuadro del maestro Alfredo Sinclair’. De más está decir que accedió de mil amores a la petición (o exigencia) presidencial.