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Miguel Ángel Mendieta, el arte de pintar con un solo ojo
- 06/11/2022 00:00
- 06/11/2022 00:00
Aquella tarde, una legisladora miraba con evidente excitación la composición de un niño de medio perfil vestido de montuno y expresaba una y otra vez su predilección por este pequeño cuadro de trazos hiperrealistas. El pintor le advirtió que ya había recibido un abono importante por dicha obra, pero estaba en capacidad de hacerle otra perfectamente igual. La legisladora reiteró en voz alta que le gustaba mucho aquel niño folclórico, se paseó de nuevo frente al lienzo y finalmente se dirigió hacia la puerta por donde normalmente ingresan los diputados al salón de reuniones o pleno. Antes de perderse en la antesala de la emblemática sala, se despidió con señal de regreso.
El pintor se llama Miguel Antonio Mendieta Saavedra y está allí porque Quibian Panay, secretario general de la Asamblea, a nombre de su junta directiva, le otorgó permiso para exhibir su obra.
A solas, sin curiosos a la vista, Mendieta Saavedra se confesó. Primero debió transitar por caminos parecidos a los miles de seres que nacen en los barrios sencillos de la capital o del interior del país y se empecinan en sobresalir, aun con limitaciones económicas a cuestas. O sin oportunidades.
Vio la luz del universo en los recodos envejecidos del corregimiento de San Felipe, de modo que, a pesar de mudarse a la población de La Chorrera, se llevó el olor de rincones abrumados por heroísmos de patria, leyendas de poetas díscolos; memorias de hombres mayores anclados en las hazañas del pasado y rememoran en esos vecindarios, hurgando con sus recuerdos el moho de los edificios derruidos y las miserias de casas famosas que ya no son.
Su padre, que trabajaba de chofer sirviendo a “familias pudientes”, seguramente no tenía cabeza para rastrear el talento de sus hijos, aunque tenía un hermano mellizo que siempre exhibió dotes de pintor en sus ratos de ocio. Su madre tenía intuiciones. Y Miguel Antonio dibujaba de infante, matizaba colores con lápices de color y grises, y le ayudaba a sus compañeros a resolver las tareas gráficas a cambio de algún emolumento. Hacía paisajes marinos y efectos de olas, y ella observaba y se complacía así misma de ver talento en Miguel Antonio y en su hermano mayor, igualmente sobresaliente en el dibujo.
Cuando Miguel frisaba los diez años, sufrió un accidente que le arrancó la alegría. En la pequeña finca de la abuela era de orden reunirse con los primos a jugar. Estaba mirando hacia arriba, junto a un árbol de marañón y le cayó - de repente - un palo que le atravesó el ojo izquierdo. Se le enterró, hizo impacto en la córnea y tocó el nervio óptico. Perdió el ojo. Le hicieron varias operaciones y no pudo recuperar la visión. Cursaba cuarto grado de primaria. Entró en un estado depresivo severo con el agravante de que el oftalmólogo resultó ser un personaje de terror. Lo golpeaba cuando le auscultaba la cavidad del ojo y le probaba diferentes prótesis. Le ponía un foco y le daba golpes en la cara porque Miguel Antonio sentía mucho miedo y trataba de protegerse del efecto de esa gran luz que proyectaba la lámpara sobre su único ojo. Era una pesadilla asistir a esas citas médicas, así que lloraba mucho al lado de su madre que tampoco entendía la patanería de aquel médico perverso.
Iba a la escuela con un parche, y por supuesto, se convirtió en víctima del matoneo. Por esas condiciones, quizás como escape, fue desarrollando una personalidad tímida de la cual hoy conserva rasgos.
Durante los ciclos de secundaria se compenetró más con el dibujo. Era su arma de defensa y el instrumento que le ayudaba a socializar su vida de adolescente solitario. Los trazos se fueron proyectando y empezó a ganar concursos en todos los grados de estudio. Salía aplaudido y premiado. Dibujaba y detallaba, sin estudiar más allá de la formación elemental que recibía en la asignatura de arte.
Graduado de bachiller en letras y con el entusiasmo de su madre, Esther María, fue matriculado junto a su hermano, Roberto Luis, en la Escuela Nacional de Artes Plásticas. Ahí tuvo a una pléyade de profesores de marca mayor, influyentes y representativos de las artes plásticas panameñas: la escultora Xenia Judith Saavedra, el maestro del dibujo y el desnudo Luis Aguilar Ponce, el gran maestro del color y las formas modernistas Luis Aguilar Olaciregui, el escenógrafo Emilio Torres, destacado maestro en técnicas de luz y sombra.
Tres años después los hermanos Mendieta Saavedra se graduaron como Técnicos en Artes Plásticas y aunque fue un gran logro, Miguel Ángel no pudo entrar a la universidad. Se dedicó a 'tirar mazo' para contribuir a la economía de la casa. Lo había hecho antes, sobreviviendo en la informalidad de la calle. Un par de años después se presentó la oportunidad para él y su hermano de vivir del arte. Lo que amaban. Había dos plazas de trabajo, una en el Museo de Arte Contemporáneo (antes Fundación Panarte) y otra el departamento de Cultura de la universidad de Panamá. Miguel Antonio optó por la oferta del museo como ayudante del artista Julián Velásquez, maestro de la serigrafía. Entró aprendiendo una tendencia artística que no conocía y lo hizo durante dos décadas, sumando otras experiencias posteriores y externas en la reproducción de obras de arte. Ayudaba en todo. Matrices de colores, marcas de agua, firmas originales de los artistas, y tuvo que ver con obras de los consagrados Chong Neto, Guillermo Trujillo, Alfredo Sinclair, Alberto Dutary, Coqui Calderón, Brooke Alfaro, Iván Delgado, Antonio Madrid. Fue entonces este oficio el portón que lo introdujo de verdad al mundo al que quería pertenecer. Se sintió diferente invitado a subastas, seminarios, bienales, ferias, exposiciones. Reproducía arte, pintaba, existía, lo incluían. Era la liberación misma de los traumas ocasionados por aquel accidente de la niñez.
Un tiempo se fue a trabajar con la galerista Mary Palma y empezando este siglo XXI viajó a los Estados Unidos, en busca de aventuras. Llegó a Los Ángeles y siguió a Las Vegas, Nevada, buscando un mejor nivel de vida, Pintaba para eventos que organizaban las comunidades panameñas residentes en esos lugares y después de ocho años regresó a Panamá. La brújula que le señaló el arte al comienzo, se perdió. Encontró oficio en una de las actividades menos coherentes para un artista plástico: agente de seguridad en complejos hoteleros.
Fue como si el tiempo hubiera pasado por su humanidad sin recordarle siquiera la misión de vida, hasta que, con altibajos, volvió a la pintura. Quería ser él mismo otra vez. En pandemia tomó el pincel y se decantó por el acrílico para imaginar colores y paisajes.
Hoy se halla en un proceso que le permite congraciarse con el estilo que más lo ha seducido, el retrato. Intenta asumirlo desde la perspectiva hiperrealista: objetos, animales, aves, figuras humanas vestidas con motivos folclóricos a los que encomienda su devoción por el detalle. Quizás para la academia, o la lectura crítica, el trabajo artístico de Miguel Antonio sea mero copismo, una categoría despreciada por las vanguardias y los vuelos del arte en el ancho mundo digital. Pero ha sido un recurso por el que todos los artistas plásticos han desfilado. Unos por experimentación. Otros para exiliarse.
Dice Wikipedia que “el hiperrealismo, aunque fotográfico en esencia, a menudo implica un enfoque más suave y mucho más complejo del tema representado, presentándolo como un objeto vivo, tangible. Estos objetos y escenas en las pinturas y esculturas del hiperrealismo se detallan meticulosamente para crear la ilusión de una realidad no vista en la foto original”. A esa ilusión, Miguel Antonio la llama espejismo. Y siendo sinceros, hay momentos que lo consigue. Es cuando despierta emoción y el espectador sencillamente se excita. Como le ocurrió a la diputada aquella tarde en el Salón Azul de la Asamblea Nacional, con el niño vestido de montuno. Y cuando el artista confesó que pinta desde muy joven con un solo ojo.