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- 14/05/2022 00:00
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Les prestamos poca atención a las emociones. No les damos la importancia necesaria. Nos gobiernan unos mitos que hacen que no sepamos aprovecharlas. Por el contrario, las emociones son una fuente preciosa de información y, si las escuchamos, nos pueden ayudar a tomar decisiones de más alta calidad.
Muchas veces nos sentimos víctimas de las emociones, sobre todo cuando las vemos como negativas, como la tristeza, la rabia, la frustración. Nos relacionamos con ellas como si no tuviéramos el poder de dominarlas, porque son como una fuerza extraña que nos controla. Pensamos que los estados de ánimo no se pueden revertir o que otros (nuestro jefe, pareja, hijos) son responsables por nuestras emociones. “No puedo controlar mis emociones”, es una frase que escucho repetir a menudo.
Pero, ¿qué tal si pudiéramos elegir nuestras emociones? ¿Cómo cambiaría la calidad de nuestra vida, si en lugar, por ejemplo, de permanecer en un estado de frustración, pudiéramos elegir sentir esperanza, optimismo, curiosidad?
Es decir, si supiéramos cómo pasar de emociones de contracción, que nos causan un bloqueo neuromuscular, a emociones más expansivas, que favorecen la reflexión, la intuición, el análisis, la comprensión, la creatividad. Pienso que gozaríamos de más plenitud, dado que la calidad de nuestras emociones está relacionada con la calidad de nuestra vida.
Pero, ¿cómo lograrlo? ¿Cómo desarrollar una actitud distinta hacia las emociones? Se trata de aprender a reconocer que cada emoción es embajadora de un mensaje; contiene en sí misma una información importante. Hay que sintonizar nuestra inteligencia con este mensaje y escucharlo.
Eso requiere darnos el permiso de reconectarnos con nuestro cuerpo, porque las emociones se manifiestan a través de sensaciones corporales. Esta reconexión nos permite sentir, ser congruentes con las emociones que estamos experimentando, darles un nombre. Para lograrlo, tenemos que pausar, desacelerar, y preguntarnos: ¿dónde estoy en este momento en mi cuerpo?
De esta manera podemos observar cómo nuestra conciencia se concentra en sensaciones que se manifiestan, por ejemplo, en el pecho, los hombros, la boca del estómago, las manos, o en la espalda.
Una vez que identificamos estas sensaciones en una parte específica del cuerpo, la siguiente pregunta es: “Si estas sensaciones fueran una emoción, ¿cuál sería esa emoción?”. Y dejar que la respuesta surja de manera espontánea, intuitiva. Puede ser que descubramos que hay tristeza, frustración, ansiedad, miedo, pero también alegría, curiosidad, paz.
Finalmente, podemos preguntarnos: ¿cuál es el mensaje de esta emoción? Otra vez, dejamos que la respuesta surja de manera espontánea, dejando al lado la tentación de analizar las sensaciones con la mente. El mensaje que surja nos ayudará a tomar una decisión de mayor calidad, porque podemos integrar nuestros procesos racionales con la información que nos dan las emociones. Si aprendemos a escuchar nuestras emociones y reconocemos la información que nos ofrecen, mejoraremos la calidad del liderazgo personal y de nuestra vida.