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- 23/07/2023 00:00
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A las ocho de la mañana del domingo 9 de julio, el viejo barrio de Miraflores, ubicado en el sector de Bethania, tiene todavía el barniz mañanero de un día libre: una luz tamizada por el rocío de las primeras horas del día, el canto de muchos pájaros como sonido de fondo y el ruido cáustico de algún vecino que restriega con ahínco el piso de su terraza.
En el Parque de Miraflores Carlos A. Delvalle, sin embargo, hay hormigueo de gente. Hombres y mujeres acomodan bártulos para la venta —ropa de segunda mano, frutas, café, fritangas— y más al fondo, bajo el techo de la cancha de baloncesto, un grupo de mirafloreños forma fila para tomarse la presión, medirse la glucosa, determinar el índice de masa corporal, el peso, la altura. “¡Despierten, mirafloreños!”, dice de pronto Consuelo Tomás, micrófono en mano, en un intento de convocar a más vecinos para que participen en otra de las muchas actividades que, a propósito de los 75 años de fundación, ha organizado el Comité Pro Mejoras de Miraflores.
Sentada en una de las bancas de la cancha está Nereida Ying. Observa el movimiento, conversa con los vecinos, comparte anécdotas. Tiene muchas porque, con sus más de 80 años, se jacta de haberle cambiado los pañales a varios. Nereida recuerda cuán tranquila era la urbanización, construida en lo que entonces eran las afueras de la ciudad, una zona todavía agreste con una laguna en la que muchos de los niños del barrio aprendieron a nadar, y que hasta entonces había sido abrevadero de una finca propiedad de Domingo Díaz.
“Miraflores quedaba en medio de un potrero”, recuerda Nereida, ya en plena caminata por las calles de la urbanización, otras de las actividades realizadas para celebrar el aniversario. Como potrero que era, allí abundaba el verdor. Había, por ejemplo, mangos, grosellas, caña. Muchas flores y fresco. La variedad de frutos debía ser mucha, porque además los lotes eran grandes y no existían muros.
En medio de ese ambiente por ratos rural, los hijos e hijas de las maestras y los maestros corrían atravesando patios, haciendo algarabía infantil. Entre los juegos y la gritería feliz, tomaban los frutos de cualquier árbol y hacían competencias de “bichería”: quién se atrevía a coger más frutas del árbol del vecino. También se iban a la laguna, aún con el riesgo que implicaba su fondo lleno de rocas y peñascos.
Una tarde, ya a punto de caer el sol, empezaron a escucharse unos gritos desde ese sector. Cuentan que algún valiente se acercó y escuchó clarito: “¡Dame aguaaaaa! ¡Dame aguaaaaa!”. Con las manos temblorosas pero decidido a descubrir qué era aquello, el valiente apuntó la linterna hacia el lugar desde donde se escuchaba la súplica, para al instante descubrir, con espanto, el halo de una bruja que volaba entre los árboles.
Como los gritos continuaron —el valiente, junto a los demás niños aventureros, salieron despavoridos para sus casas—, los adultos decidieron tomar acción y llamaron a la policía. Los uniformados llegaron, peinaron el área y salieron de aquel bosquecillo con una mujer de aspecto triste y desesperado: era una paciente psiquiátrica que se había escapado del hospital, que por entonces funcionaba casi como una prisión.
Fundada en 1948, Miraflores tiene la particularidad de haber sido concebida y creada como una comunidad formada por maestros (en realidad debería decirse maestras, porque entonces eran fundamentalmente ellas), bajo el liderazgo de Sara Sotillo, miembro fundadora de la Asociación Feminista de Panamá y de la Asociación Magisterio Panameño Unido.
¿Por qué una comunidad para maestros? Porque Sotillo sabía cuán difícil la tenían sus colegas para conseguir dónde vivir, y a partir de esta realidad luchó para obtener los terrenos donde se construiría un puñado de casas de estructura sencilla, techo a dos aguas y lotes de tamaños distintos. Como explica Tomás mientras los mirafloreños recorren el camino de sus memorias, cada lote era diferente y su asignación fue de lo más democrática: mediante sorteo. Sotillo, gestora del proyecto, no quiso participar de la rifa para evitar rumores sobre conflicto de intereses.
Los vecinos recuerdan que, al principio, la comunidad más cercana era Pueblo Nuevo. Allá estaban los supermercados, la iglesia y también las cantinas. Luego Miraflores quiso su propio templo y, durante varios años, trabajaron para construir la Iglesia de San Antonio de Padua, el edificio más emblemático del lugar. Tiempo después se abrió el Mercadito Lenza, donde se hacía el mejor pan y las mejores malteadas de los alrededores.
Setenta y cinco años después de su fundación, Miraflores está ahora en medio de la ciudad, cerca de algunas de las principales universidades y de la Línea 1 del Metro. De los grandes espacios abiertos de antaño queda poco: casi todas las casas tienen muros y los lotes grandes han servido para acoger a varias generaciones familiares. Su incorporación a la ciudad, con sus ventajas evidentes, también ha traído “dolores”, tal como los califica la arquitecta Gabriela Valencia, nieta del barrio: la pérdida de cohesión social, amenazas a su historia cultural y problemas urbanísticos relacionados con la instalación de industrias.
Para Valencia, es importante definir lo que el barrio quiere, presentar el plan a las autoridades y buscar incidir en las decisiones, para evitar la instalación de más industrias y galeras que, poco a poco, se han “comido” varios lotes residenciales de la avenida principal, que conecta la Transístmica con la Tumba Muerto. Para la arquitecta, es preferible la construcción de edificios de pocos pisos y de pequeños centros comerciales que mantengan el carácter residencial y familiar de la comunidad, antes que oponerse a toda transformación urbanística y darle espacio a más galeras.
¿Qué será de Miraflores? Difícil saberlo, sobre todo en una ciudad en la que poco se escucha a sus ciudadanos. Pero si uno se pregunta por qué es importante esta barriada y por qué escribir sobre su aniversario, la respuesta podría encontrarse en la riqueza de las personas que este espacio fue capaz de “producir”: el poeta Ramón Oviero y la familia de músicos Charpentier; el político Rómulo Escobar Bethancourt, uno de los negociadores del Tratado Torrijos-Carter; la familia Ochoa, cuna de la escritora Moravia Ochoa; el trompetista Vitín Paz; la docente y poeta Hersilia Ramos de Argote; Margarita Vásquez, docente, escritora y miembro de la Academia Panameña de la Lengua; la también escritora y lingüista Elsie Alvarado de Ricord; la científica Argentina Ying y la propia Consuelo Tomás, escritora varias veces ganadora del Premio Miró.
La respuesta, entonces, puede estar en su origen. Miraflores, un barrio de maestros. Un barrio que creció como comunidad. Un barrio con sentido de pertenencia y orgulloso de sus raíces. Un barrio, sin embargo, que podría perderlo todo si las nuevas generaciones, y los nuevos habitantes, no se animan a seguir siendo eso: un barrio.