La Ciudad de Saber conmemoró su vigésimo quinto aniversario de fundación con una siembra de banderas en el área de Clayton.
- 20/04/2019 02:00
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El 18 de abril de 1955, falleció en Princeton, New Jersey, Estados Unidos, Albert Einstein, una de las cúspides de la inteligencia humana. Sufría de un aneurisma de la aorta, inoperable, y aunque lo hubiera sido, no quería dejarse intervenir. Estaba sentenciado, a los 76 años de edad —había nacido a orillas del Danubio, en la ciudad de Ulm, Alemania en 1879—, por el inexorable juez biológico. Él lo sabía, porque era también el último hombre en el mundo a quien podría engañarse. El deceso ocurrió en el hospital de la ciudad durante la madrugada y, atendiendo a sus deseos, Otto Nathan, su ejecutor testamentario, ordenó la cremación de su cadáver y, alrededor de las cuatro de la tarde, lanzó desde la pequeña caja cineraria, a las aguas de un río cercano, de cuyo nombre nadie quiere acordarse, el polvo gris que se disgregó de inmediato en la corriente fluvial de ese día de primavera.
Así devolvió Albert Einstein sus átomos corporales a la Naturaleza, que se los había prestado en un pacto misterioso, para que él fuera su vocero planetario. El doctor Harvey, a quien el físico le había legado su masa encefálica, se la había extraído inmediatamente después de su óbito para estudiarla, pero como era de esperarse —he allí la truculencia del acto— sólo pudo decir, tras varios años de disectarla hasta reducirla a casi nada, ‘que tenía un peso rutinario, de poco más de un kilo'. No halló indicios neuro-anatómicos que diferenciaran de lo normal el encéfalo del genio.
Albert Einstein disfrutó, en vida, de fama y prestigio, que son cosas muy diferentes. No todo lo famoso es bueno ni todo lo bueno es famoso. El pudo haber dicho, como Goethe, ‘la comedia de mi gloria ha comenzado y yo todavía estoy en el escenario'. Transformó como ningún otro sabio la ciencia y la filosofía de toda una época, en el punto más avanzado de la civilización y creó, históricamente, otra, a partir de 1945, con la comprobación práctica de su fórmula de equivalencia entre masa y energía, con los hongos atómicos de Hiroshima y Nagasaki.
Pero fue siempre un hombre justo y modesto, que donó el importe de su Premio Nobel (1921), que fue a recibir ese lauro a la corte sueca, sin calcetines y con un vestido demasiado grande, y que rechazó la presidencia del entonces recién creado Estado de Israel (1948), de donde eran oriundos sus ancestros. Mostraba un desprecio olímpico por lo cotidiano, porque vivía en un mundo de complicadas abstracciones que no le hubiera permitido lo contrario, salvo su amor por el violín, el cual tocaba con destreza, y su filantropía, que lo llevó a participar en innumerables campañas en pro de la paz, después de la tragedia moral que padeció tras la destrucción nuclear que cerró funcionalmente la guerra del Pacífico, último baluarte de las fuerzas del Eje, ya derrotadas en la batalla de Berlín. Einstein se sintió culpable por la cantidad de vidas sacrificadas, lo cual sacudió los cimientos de su propia filosofía ética (muchos lo tildaron de nihilista porque no comprendieron su panteísmo), que había derivado de Kant, así como también el apriorismo de espacio y tiempo entrelazados, que él reformó dándole un aspecto empírico y acausal, en su teoría tetradimensional (de cuatro dimensiones), lo cual consiguió aplicando los conceptos de geometría noeuclidiana (se le llama euclidiana a la geometría plana tradicional), previstos pero no desarrollados por Gauss y organizados por Bolyai y Lobachewsky y aparte por Minkowski, aunque en el recuento final el universo einsteniano tetradimensional resulta realmente basado en las correcciones de Riemann y Hilbert.
Pero lo más sorprendente de Einstein, cuyo nombre significa literal y curiosamente, en alemán, ‘eins', uno-a, y ‘stein', piedra, y que podría traducirse ‘una piedra, porque sí lo era —la piedra miliar de la ciencia actual—, es que no fue tan buen matemático como se piensa, a pesar de que su nombre, así como el de Euclides es el epónimo de la geometría tridimensional, es en su caso sinónimo de genio matemático por antonomasia. Einstein se equivocaba en sus cálculos con cierta frecuencia que no podría justificarse sino por otra razón mejor; él mismo reconocía que sus ecuaciones fallaban aun en explicaciones en el tablero que hacía a sus alumnos de Princeton, que respetuosamente lo corregían, aceptándolo él y respondiéndoles: ‘no sé calcular, pero sé pensar', y esto era en realidad, en su quintaesencia, un pensador. Su capacidad de análisis sobrepasaba la de síntesis y, quizás, por esto era un verdadero genio transformador de épocas.
Las matemáticas le servían para sintetizar en fórmulas lo que sus elucubraciones analíticas le señalaban. Veía lo que nadie podía ver en la mágica bola de cristal de su cerebro. Esto no quiere decir, sin embargo, que Einstein fuera un mal matemático; significa que había —y hay— mejores que él, como su más destacado discípulo, el francés Jean Charron, continuador y reformador de su obra, pero él los superaba con su Lógica increíblemente certera, porque no era solamente un hábil ejecutor e intérprete de inextricables símbolos matemáticos, sino un descifrador de los enigmas del universo, porque emitió conceptos tan inverosímiles para sus contemporáneos, que sólo la ulterior comprobación experimental pudo convencerlos de lo que Einstein había visto sin pruebas.
Estas comprobaciones ocurrieron estando aún con vida el sabio, como su aseveración de que la luz ‘se curvaba' al pasar por un campo gravitacional, lo cual dedujo del hecho de que la luz tiene masa y peso y por tanto tenía que desviarse y reducir su velocidad en las vecindades de un cuerpo celeste de magnitud suficiente para que este fenómeno sucediera. Esto quedó verificado durante el eclipse solar del 29 de mayo de 1919. Y su descubrimiento teórico del fotón, o ‘quantum' de luz, ha tenido como consecuencia práctica, en nuestros días, el invento de la televisión, donde las imágenes que apreciamos están formadas por los múltiples fotones o ‘puntos de luz' que inciden en la trampa de iones del tubo de pantalla.
Como se puede apreciar, si bien Einstein no forjó sistemas matemáticos como Newton, que inventó el cálculo infinitesimal (diferencial e integral) porque las matemáticas en su tiempo no estaban suficientemente desarrolladas para que él mismo pudiera percibir las consecuencias astronómicas de sus teorías, cabe destacar que nuestro sabio poseyó una intuición incomparable que lo llevó a la enunciación de leyes tan tremendamente impactantes que no transmutan sólo el aparato completo de la física, sino que alteran la civilización misma, como ya advertimos.
Cuando sólo contaba 26 años, en 1905, formuló la Teoría Espacial de la Relatividad, donde se pronuncia contra los absolutos de la física clásica, y 10 años más tarde, la General. En la primera describe su archicélebre equivalencia E = mc2.
En la segunda expone su cosmología, el universo einsteniano, finito e ilimitado, a diferencia del concepto cosmológico tradicional, infinito. Para esto último —cuyas complejidades todavía se debaten— hace uso, como ya habíamos anotado, de la geometría no-euclidiana, al imaginarse un universo de curvas o geodésicas, donde la línea recta no es más que una ilusión, donde las paralelas se unen en el espacio finito pero ilimitado (ya comenzaban las paradojas), como una esfera, aunque esta es una metáfora bastante lejana.
En este universo einsteniano, un rayo de luz al describir su elipse, el cumplir su función de geodésica, vuelve al punto de partida al cabo de recorrer innumerables ‘parsecs' (unidades astronómicas de distancia); quizás, esta sea la razón por la cual han aparecido estrellas en el firmamento que antes no estaban, al incidir explosiones lumínicas de helio en un punto x. Y todo esto proviene, asegura Einstein, del hecho concreto de que la gravedad, que por tanto tiempo se conceptuó como una fuerza que atraía los cuerpos centrípetamente, es en realidad un campo; mejor aún, es la curvatura del espacio-tiempo o cuarta dimensión, causada por los cuerpos celestes, ya que la presencia de la materia ‘curva', ese espacio-tiempo, lo cual podría explicarse imaginándonos una tela de lona tensa, donde colocaríamos pesadas bolas de plomo —los cuerpos celestes— que obligan a curvarse, con su masa, esa tensa tela de extensión ilimitada, atrayendo a su centro, por el declive que se forma, a cualquier cuerpo errante que pase lo suficientemente cerca.
Pero después de formulada la teoría cosmológica einsteniana, el astrónomo Hubble descubrió algo muy extraño en el prisma de su espectrógrafo. Había un ‘corrimiento hacia el rojo', lo cual implicaba, en términos siderológicos, que las nebulosas se estaban alejando del observador. Esto sorprendió sobremanera a Hubble, pero verificó las placas y ya no hubo duda. La consecuencia de este descubrimiento era gravísima: que el universo se encuentra en expansión y las nebulosas, o extragalaxias, o universos-islas, como pueden llamarse, se alejan del epicentro a velocidades directamente proporcionales a la distancia. Las nebulosas más distantes, a millones de años luz, se alejan a velocidades mucho más altas que las más cercanas al epicentro. Este ‘corrimiento hacia el rojo' indiscutiblemente reflejado en las placas, pareció dar un golpe mortal al universo finito einsteniano, pero si se llega a interpretar correctamente las proyecciones del espacio-tiempo y su formidable geometría ‘circular' tetradimensional, todavía hay sitio en la Teoría General de la Relatividad para el universo en expansión, que ha obligado a derivar, silogísticamente, lo siguiente: si el universo se extiende, significa que la materia estuvo concentrada en un mismo epicentro al principio, como han anotado Lemaitre, Gamow, Tolman y Ryle. Sin embargo, la consecuencia final que se deriva de un modo axiomático del descubrimiento de Hubble, conlleva una fatalidad extrema, que filosóficamente parecía corresponder únicamente a la biología y no a la física, por su carácter de ciencia de lo inanimado. El espacio se está enfriando, la materia se disgrega en radiación y la energía se pierde; como epílogo de esta secuencia aniquilante, cuando se llegue a la llamada ‘entropía máxima' (entropía es la medida del azar o probabilidad) el tiempo se detendrá, todo el espacio estará a la misma temperatura, no habrá calor, luz ni mucho menos vida en el universo y devendrá el caos cósmico (Martín Ryle). De este modo se mantendría y cumpliría una vez más —la última—, la Segunda Ley de la Termodinámica, que determina la irreversibilidad de los procesos de la Naturaleza, único baluarte de la física clásica que no ha sido tomado por los avances actuales.
Pero en este punto negro entra en acción de nuevo la cuarta dimensión einsteniana. En algún punto —se teoriza— el universo se reconstruye, a partir del vértice de entropía máxima. Todo volverá a su punto de partida. Y así comienza y termina y vuelve a comenzar la filosofía de la ciencia, inconmensurable, que ha engendrado Albert Einstein.
El último trabajo del sabio, La Teoría del Campo Unificado, donde se relativizan los fenómenos gravitatorios y electromagnéticos, que de verificarse y terminarse, ya que Einstein lo dejó ligeramente inconcluso a su muerte —de ello se ocupa su discípulo Jean Charron y en su momento Stephen Hawkings (ver su libro Historia del Tiempo )— sería la más grande hazaña de la inteligencia humana, como ha sido aclamada unánimemente.
La síntesis de la Teoría del Campo unificado logra reunir las fuerzas eléctricas, nucleares y de gravitación, sentando las bases de las más importantes teorías físicas actuales: gik;s = 0, ri=0 Rik= 0, Rik, 1+Rk 1, i +Rli,k=0.
Son 24 páginas mecanografiadas, pero el acceso a su intrincada simbología matemática está restringido a un puñado de hombres con suficiente alcance intelectual para ello. Significan estas 24 páginas la síntesis del trabajo analítico de 33 años en la vida de un genio. La Teoría del Campo Unificado, desde el punto de vista epistemológico, debe ser correcta. Pero no es suficiente. Incorporar los fenómenos electromagnéticos del microcosmos (mundo atómico) regido por las ecuaciones quánticas de Max Planck, a la Teoría General de la Relatividad, que gobierna el macrocosmos (mundo de los astros) fue una lucha titánica de Einstein, que casi logra al final de su vida. Es decir, que afirmaba la existencia de una relación matemática entre la caída de un cuerpo, v.g., y la cinesis de un electrón. Einstein, buscaba nada menos que la Fórmula del Universo, donde todos los aspectos cosmológicos se unificaran relativizándose. Esta interdependencia parece verificarse en parte con los últimos hallazgos de la biología quántica (Pascual Jordan) donde los llamados ‘saltos' son los que, v.g., parecen intervenir en los mecanismos genéticos de la microbiología, alterando fundamentalmente, sin embargo, los fenómenos biológicos macroscópicos.
De este modo fue ocurriendo, en el panorama de la ciencia, la revolución iniciada por la Teoría de los Quanta (plural de ‘quantum', cantidad, en latín, segunda declinación) cuya fórmula central es tan significativa para la física actual como la einsteniana de equivalencia entre masa y energía (E=mc2), aunque no gozan de la misma popularidad y que se escribe E=hv, donde E es el quantum de energía, h es la constante de Planck y v (léase nu, decimotercera letra del alfabeto griego que es también el de la física) es la frecuencia. Luego continuaron los trabajos del sorprendente y aristocrático príncipe francés, Luis de Broglie, quien determinó en su tesis doctoral que no solamente existía la dualidad ondapartícula en la naturaleza de la luz, sino que la materia misma presentaba esta dualidad, como verificaron Davisson y Germer ulteriormente, al comprobar en el laboratorio las características de onda del electrón, echando por tierra la imagen que se tenía del átomo, al representarlo como un planeta y su satélite en órbita, para referirnos al átomo más simple, el de hidrógeno. Entonces se llegó a la conclusión de que el átomo es irrepresentable, asimbólico, por razón de esta dualidad onda-partícula, es decir, que tanto la luz como el átomo se comportan a veces como si fueran partículas o corpúsculos, a veces como si fueran ondas; no ha podido establecerse el porqué de esta dualidad ni cuándo ocurrirá una u otra forma de comportamiento.
Esto llevó a Werner Heisenberg a enunciar su Principio de Incertidumbre, en el cual se establece que no se puede determinar, simultáneamente, la posición y el ‘momento' (velocidad) de un electrón y, finalmente, a la transformación de las ondas de materia en ‘ondas de probabilidad' (Born y Heisenberg) y a las ecuaciones de Schrödinger, que son para la nueva física lo que las leyes cinéticas de Newton son para la clásica, y que dan un cariz netamente estadístico al comportamiento del microcosmos, no interesando ya la actividad de una partícula u onda aisladamente, sino de un ‘grupo'.
Al llegar a este límite, como apunta Heisenberg, la Física, paradójicamente, se acerca más a los triángulos de Platón que al materialismo de Leucipo y Demócrito. Mientras más se investigan y fotografían con microscopios electrónicos nuevas subpartículas como las xi, sigma y lambda, para mencionar unas pocas, más contradicciones aparecen, a partir del descubrimiento de la antimateria (Dirac) y sus complicaciones actuales. Cada partícula tiene su antónimo y éste es el que constituye la antimateria. El electrón tiene su positrón, el protón, su antiprotón y así sucesivamente. Y al final, podemos discurrir, el vacío propiamente dicho no existe. La materia siempre sostiene la materia y aquel falso axioma de que un cuerpo no puede ocupar el lugar de otro cuerpo, resulta otra ilusión, sensorial y racional. El ‘espacio' está en realidad lleno de formas infinitesimales, ondas o partículas cada vez más pequeñas, donde los ‘angstroms' como unidades mínimas de medida, semejan varas kilométricas para medir hormigas, valga la metáfora. Es la madeja, el gran complejo materia-espaciotiempo.
Tal realidad es tan abrumante que casi llega a convencernos Heisenberg, con sus triángulos platónicos idealísticos y nos obliga a inclinarnos a un Solipsismo, donde el universo existe únicamente a partir de nuestros sentidos y no por él mismo. Y esto tampoco deja de ser cierto. ¿Quién llamaría universo al universo, piedra a la piedra, flor a la flor, si el hombre desapareciera de la faz del planeta? Porque indiscutiblemente, existen no solamente la cuarta dimensión einsteniana, el alucinante espacio-tiempo, sino una quinta dimensión: la mente humana, la dimensión de las dimensiones, donde caben todas, hasta ella misma. Porque esa quinta dimensión es el pozo sin fondo buscado por el loco aquel, es la caja de Pandora, la piedra filosofal del universo, la eviternidad de la vida y la muerte de la muerte. Einstein es, fue, será, sin cronología posible, una de las máximas expresiones de la mente humana, quinta dimensión de la Naturaleza. Y cuando todo acabe en el cosmos, durante el clímax entrópico, cuando la probabilidad de la probabilidad se agote, habrá todavía esperanza. Regresará el universo a su punto de partida, a su génesis, a su gran átomo original gamowiano*, en el ‘círculo' espacio-temporal.
Entonces habrá quien recuerde al viejito del suéter carcomido paseándose por las orillas florecidas de un río sin nombre, en la primavera de New Jersey, mirando sus propias cenizas disolverse en las aguas translúcidas, donde flotan las hojas inmarcesibles del pasado, y donde, más abajo, en las profundidades de ese río anónimo pero interminable, los ‘camisas pardas' nazis vuelven a perseguirlo infructuosamente entre las algas de un tiempo que se creyó perdido y que entonces se repetirá como en la máquina de transmutación de materia de un cuento que nunca escribió Julio Verne, o como en la cámara de metempsicosis de algún brujo medieval, de cuyo nombre nadie podría acordarse, porque nunca y siempre existió.
AUTOR
‘Mostraba un desprecio olímpico por lo cotidiano, porque vivía en un mundo de complicadas abstracciones que no le hubiera permitido lo contrario, salvo su amor por el violín...'
ROBERTO LUZCANDO
Poeta, narrador y ensayista
Licenciado en Filosofía y Letras, y profesor de Lengua Española y Literatura (UP).
Es dos veces ganador del Premio Ricardo Miró, en la sección de ensayo (1958 y 1960) y condecorado con la Orden Vasco Núñez de Balboa, por sus aportes literarios.