Este viernes 20 de diciembre se conmemoran los 35 años de la invasión de Estados Unidos a Panamá. Hasta la fecha se ignora el número exacto de víctimas,...
- 27/10/2024 00:00
- 26/10/2024 17:37
Han pasado varios lustros desde que el periodista y escritor colombiano Gabriel García Márquez pronunció su célebre discurso “El Mejor Oficio del Mundo” ante la Asamblea de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP).
El discurso es quizás uno de los textos más bellos que haya leído sobre el ejercicio del periodismo, porque García Márquez no sólo afirmó que el periodismo escrito es un género literario —el Nobel de Svetlana Alékxievich vendría a confirmarlo—, sino que se detiene a contarnos cómo se ejercía el oficio cuando “no estaban de moda las escuelas de periodismo” para, a partir de allí, ejercer una crítica sobre cómo la “academización” del oficio había terminado por mutilar la creatividad y la necesaria práctica entre los nuevos aspirantes a periodistas.
Más allá de la crítica vertida al ejercicio del periodismo por el ya fallecido autor, lo que quiero rescatar aquí es el título del discurso: el periodismo es, sin duda, el mejor oficio del mundo. Porque ha sido el periodismo el que, desde hace 34 años, ha hecho posible el encuentro y la charla con los otros; el asombro, la maravilla... Pero también la tristeza, el horror, la rabia y el desencanto. Y de esto se trata este texto: de la maravilla y el horror.
Hace algunas semanas viajé a la costa abajo de Colón. Para ir a los pueblos y comunidades costeras de esta región del país hay que desviarse un poco antes de llegar a Escobal y tomar el camino sinuoso que une a las comunidades de Piña, Palmas Bellas, Salud y Miguel de La Borda. Entre el verdor de la montaña y el mar, la ruta es un abrirse a esa naturaleza que Juan José Bautista llamó “humus existencial”. Es poderosa esta descripción, si se le piensa: así como el humus es el resultado de la descomposición de elementos orgánicos presentes en la tierra, la naturaleza es para el ser humano ese espacio vital que lo “abona”, que le procura la vida. No hay vida humana sino vive la naturaleza toda. Como bien dice Bautista: “La vida de la naturaleza constituye el fundo del espíritu humano (...) sin humus existencial, carece de la completitud del espíritu”.
El lugar de enunciación de Bautista es desde la crítica a la modernidad capitalista, en tanto defensora de una idea de progreso que se funda sobre la explotación de la naturaleza. Ya lo dijo Bacon desde el siglo XVII: la humanidad debía dominar las fuerzas de la naturaleza por medio de la ciencia.
La cuestión es que en todo esto iba pensando mientras viajaba en auto rumbo a Miguel de La Borda, y luego en lancha hacia Caimito, una comunidad ubicada en la desembocadura del río homónimo, con vista hacia el mar Caribe; un lugar que, en los últimos años, no ha hecho sino padecer las consecuencias de esa idea que diera Bacon hace ya varios siglos.
Panamá tiene varios años mostrándose al mundo como “modelo de éxito”, valiéndose de un discurso que coloca en primer lugar el producto interno bruto (PIB). El PIB, sin embargo, es apenas la banderilla de un problema aún más profundo, si se quiere, existencial. Existe otro factor aún más decidor, en el sentido de que permite entender esa fijación casi orgásmica con un elemento que —lo dicen los que saben— apenas sirve para medir lo que producen los distintos sectores económicos de un país, pero no cómo se distribuye la riqueza producida por esos sectores. Ese factor es el mercado, tal como lo entiende Franz Hinkelammert: un mercado concebido como un dios por el neoliberalismo; un dios capaz de conseguir el equilibrio económico, la competencia perfecta, lo que a su vez se traduce —necesariamente, según esta visión— en riqueza para todos.
El problema, dice Hinkelammert, es que esta “ideología del mercado total permite desentenderse de todas las funciones concretas de la economía”, pero sobre todo “desentenderse de cualquier compromiso con la vida humana concreta”. Dicho de otra forma, la creencia en el dios mercado implica la adopción de un marco ético que, visto en perspectiva —desde 1990 a esta parte— no nos ha llevado a ese mejor mundo posible que prometió el neoliberalismo.
Aquello del “mejor mundo posible” es, ciertamente, una frase para alimentar las utopías. Los neoliberales empezaron, allá por los años setenta, a untar la pomadita mágica del libre mercado = riqueza para todos = felicidad. Hay que ser muy dogmático para, a estas alturas del partido, insistir en esa fórmula. En la década del noventa y luego de la invasión del 20 de diciembre de 1989, los fetichistas del mercado locales acomodaron los naipes para construir su teocracia, implementando políticas acordes con esta creencia.
Luego de hora y media de viaje en lancha por la costa abajo, el patio anterior de la casa de Abelizario Rodríguez se abre limpio y verde. Tres perros salen al encuentro; también un gato. Hay gallinas en el patio, una garza en el bosquecillo de mangle contiguo y un silencio solo interrumpido por el murmullo del oleaje cercano.
Rodríguez cuenta que ha vivido allí desde siempre; que su vida ha consistido en trabajar la tierra, pescar, vender mercancías y criar a los hijos. Una vida sencilla y dura, porque los habitantes de Caimito saben bien que, estando tan lejos de todo y sin acceso fácil a servicios de salud, cualquier parto, cualquier enfermedad, compromete sus vidas.
Tal vez por esto mismo es que, cuando a esas tierras llegaron ingenieros geotécnicos, geólogos, perforadores, metalúrgicos, ingenieros ambientales, topógrafos... Gente “experta” con títulos universitarios que los acreditaban como científicos y conocedores de los secretos de la tierra —aunque nunca hubieran vivido de ella, ni habitado con ella —, los habitantes de Caimito sintieron esperanza. Debía ser cierto lo que todas esas personas decían: que la minería sostenible era posible y que la mina que allí se planeaba mejoraría sus vidas.
Enrique Dussel (1934-2023), en sus 14 Tesis de Ética, dijo que buena parte de la problemática actual se debe a la “fetichización” de la moral del sistema, refiriéndose a la moral del capitalismo neoliberal que promueve el individualismo, el egoísmo y cercena los derechos fundamentales, en la búsqueda del mal llamado progreso y libertad.
Para Dussel, actuar moralmente significa “producir, reproducir y aumentar responsablemente la vida concreta de cada singular humano, de cada comunidad a la que pertenezca, que inevitablemente es una vida cultural e histórica, desde una com-prensión de la felicidad que se comparte pulsional y solidariamente, teniendo como referencia última a toda la humanidad, a toda la vida en el Planeta”.
Este actuar moral está, lógicamente, imbuido en un marco ético que Dussel llamó ética de la liberación, y que propone romper con la visión eurocéntrica del mundo y su noción unívoca de la razón, desdeñando a su paso otras nociones morales y otra racionalidad de los llamados excluidos, los condenados al no-ser por la modernidad capitalista.
Pero, además de la necesidad de cuestionar la moral vigente (el dios mercado de Hinkelammert) y la razón eurocéntrica (como unívoca), vale la pena también re-pensar sobre cómo esa razón unívoca ha derivado en el cientificismo, definido como la “reflexión filosófica que considera que la racionalidad pertenece únicamente al ámbito de los saberes científico-técnicos”, dejando de lado la reflexión ética y bioética que pondría en duda ese discurso del progreso que se le vendió a los pobladores de Caimito y a las comunidades vecinas a la mina.
David Le Breton (1953) tiene un libro que me parece delicioso y se llama así: Caminar, elogio de los caminos y de la lentitud. Tal como lo sugiere el título, Le Breton repasa, a lo largo de 22 capítulos, todas las posibilidades que brinda el acto del caminar desde lo sensorial, lo emocional y lo social. No se trata, dice el sociólogo y antropólogo, de la caminata siempre apresurada e indiferente del que va de un punto “a” a un punto “b”, sino de aquella que se hace de forma consciente, poniendo atención al entorno, dejándose envolver por el asombro de la naturaleza o, en todo caso, por las maravillosas cotidianidades de la ciudad.
Santiago Beruete dice algo similar sobre el acto de caminar en ese libro bellísimo que se publicó en 2016, titulado Jardinosofía. Una historia filosófica de los jardines: “Al placer de la meditación ambulante se suma el goce sensorial de entrar en contacto con la naturaleza y el puro y simple deleite de mover el cuerpo”.
El ser humano es naturaleza. Es un cuerpo que piensa y una mente con cuerpo. Si queremos ponernos metafísicos, es también un alma que siente. Me arriesgaría a decir que es una obviedad —sobre todo pensando en el alma— que, sin embargo, llevamos varios siglos negando, quizás desde que Descartes nos partiera la humanidad en res extensa y res cogitans.
La reflexión sobre la relación íntima entre nuestros cuerpos y la naturaleza es necesaria y urgente, me parece, porque la llamada crisis civilizatoria que hoy vivimos está estrechamente relacionada con esta concepción del ser humano como algo distinto de la naturaleza; como alguien colocado en el planeta para dominar y extraer todo lo posible de la Madre Tierra... Aunque en el camino estemos acabando incluso con el oxígeno que repleta nuestros pulmones.