La uña menos

Actualizado
  • 25/05/2024 00:00
Creado
  • 24/05/2024 19:27

De un pueblo de casas de pencas que daba la impresión de estar en el fondo de una botella, sale aflorando la insólita historia que motiva a alistar la maleta y salir corriendo hacia allá.

Según la oralidad, los primeros pobladores llegaron después de la guerra de los mil días, en busca de terrenos sin dueños. Eran una decena de hombres y mujeres. Tras dividirse las tierras a ojo, empezaron a trabajar la tierra sin descanso.

Este singular poblado, desde mediados del siglo XIX, se llamó La Uña y cuenta con un parque, una capilla, una escuelita, una tienda y una historia. Una historia que atrae a una corriente importante de visitantes, quienes se quedan días, semanas o incluso meses.

Quizá se pregunte qué busca un visitante que llega con la ropa pegada al cuerpo del sudor en un campo remoto como ese. Bueno, precisamente eso: buscan una uña. ¿Qué tipo de uña y para qué? Para intentar dar alguna respuesta, retrocedamos a los años 50.

Entre los fundadores del pueblo se encontraba La Chanita, una mujer de cuerpo delgado como soga de atar reses, y piel quemada del sol. Se decía que nadie la igualaba en trabajo con el machete.

A lo lejos, era difícil ver a La Chanita cuando limpiaba aquellos campos de arroz, maíz y plátano. Pero a la hora de la cosecha, todos quedaban con los ojos como platos: mientras los demás cosechaban plátanos del tamaño de los dedos, los de ella eran del largo de un brazo.

Puede decirse que aquí nació la leyenda. Gracias a aquella mujer, cientos o miles de buscadores de fortuna emprendieron viajes en busca de riqueza. Y no es que este pueblo esté asentado en una mina de oro. Las capas subterráneas han sido estudiadas y no contienen material valioso. Resulta que en un día de trabajo en solitario, porque a La Chanita nunca le gustó trabajar en grupo, perdió la uña de un dedo de la mano derecha. Imaginen lo fuerte y doloroso que debió ser ese tropiezo con esa piedra.

La señora se quedó en su rancho unos días hasta que el dolor pasó y luego regresó a sus labores de agricultura. Trabajó de sol a sol, pero ya nada fue como antes. Los plátanos que cosechaba eran del tamaño de un dedo. Fue entonces cuando los demás, siempre atentos a lo que sucedía a su alrededor, comenzaron a atar cabos.

A los meses, cuando la sangre formó nuevamente ese techo duro en el dedo, los campos se tornaron de un verde oscuro y los frutos comenzaron a crecer como antes. En este punto, todos coincidían en que quien encontrara la uña de La Chanita tendría resuelto su futuro laboral.

Como aguja en un pajar, comenzaron a buscar en los lugares de trabajo de La Chanita. Mientras los lugareños escudriñaban el suelo, la leyenda de aquel amuleto se expandía de pueblo en pueblo, con añadidos.”

“Si la encuentro, le pediré un caballo”, decían unos.

“Si la encuentro, le pediré un carro”, decían otros.

“Si la encuentro, la venderé por un millón”, pensaban los más avariciosos.

“Si la encuentro, se la devolveré a su dueña”, pensaba la más anciana del campo.

Año tras año, miles de visitantes llenaban las calles de La Uña. Los buscadores inexpertos, andando por aquellos terrenos desnivelados, tropezaban con piedras y se arrancaban uñas en cantidades, estas quedaban bailando dentro de sus zapatos.

Los moradores se beneficiaban con ese ir y venir de viajeros que compraban productos para alimentarse durante su estancia en los parques, la casa comunal o en el campo de juego.

La Chanita no pudo presenciar esa marea de gente, se acostó una noche y el corazón dejó de trabajar en medio del sueño. Los lugareños decidieron encargar una escultura del tamaño de una persona a la señora que trabajaba el barro. La colocaron en la entrada junto a un letrero que decía:

“Bienvenidos a La Uña, un pueblo que los recibe con los brazos abiertos”.

El ranchito donde vivía La Chanita, al no dejar herederos, se convirtió en un centro de visitantes donde se exhiben sus utensilios de madera, ollas de barro, su cama de cuero de vaca, sus faldones cosidos por ella misma, sus sombreros y sus machetes.

Casi 70 años han pasado.

Con mis propios dedos palpé meticulosamente esas tierras y lo único que toqué fue un colmillo. Recordé que la comadre Chanita tenía un perro llamado “Jociquilargo” y lo guardé. Con las riquezas de dos meses de trabajo llené dos sacos de henequén y me marché sin decir a dónde.

El autor

El autor Carlos Atencio es licenciado en periodismo, graduado en el capítulo de honor ‘Sigma lambda’ 2010 en la Universidad de Panamá. Máster en periodismo digital, Universidad de Panamá. Reportero, editor y jefe de cierre de “La Estrella de Panamá”, desde 2009 hasta enero de 2016. En el diario “El Siglo”, jefe de información encargado y director, desde 2016 a la fecha. Primer lugar Premio Europeaid a la Innovación, en la categoría divulgación científica, prensa escrita con el reportaje ‘Malaria: a punto de ser un mal del pasado’ (2010). Premio del Fórum de Periodistas, categoría mejor trabajo deportivo, con el reportaje ‘Las batallas del tigre’ (2012). Premio del Fórum de Periodistas, categoría mejor trabajo económico, con el reportaje ‘La crisis del agro’ (2014).

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