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- 01/02/2025 00:00
- 31/01/2025 18:11
Albeniz Joel Herrera Espinosa
El otro día, Raúl, la primera persona que conocí cuando me mudé acá en mis años de estudiante universitario y que rápidamente se convirtió en un eslabón imprescindible en mi vida, me preguntó si yo sabía a mi edad “¿qué soy?”.
Nunca me había siquiera imaginado esta pregunta. Uno no tiene tiempo para estas pendejadas, pensé. Nosotros los pobres siempre tenemos una que otra deuda que nos mantiene con la cabeza almidonada en otras cosas.
Me quedé en silencio un momento. Él respetó con la delicadeza de un dedal esa pausa.
Tomé el último sorbo de café, que ya para ese momento se confundía con la melcocha que deja la salvia del azúcar. Bajé la taza y miré a nuestro alrededor con un sigiloso miedo de ser descubierto ante la gran pendejada que seguro estaba por decir.
Era una tarde fría y hermosa de agosto en Bogotá. Estábamos en nuestra cafetería de especialidad favorita. La misma que nos había visto crecer como adultos y amigos. Respiré, compilé los disparates en mis sienes y le dije:
Creo que a esta edad nosotros ya por lo menos fuimos, somos y seremos ese primer trago de café en la mañana, o quizá la cosquilla necia que pica en las entrañas justo antes de entrar a actuar.
Somos la cabeza recostada en la ventana del avión. Hemos sido una tarde de diciembre en el trópico o de repente somos la risa ahogada cuando estamos con los amigos. También creo que somos ese trago de ron cola que terminó siendo, por error u omisión, más ron que cola. El abrazo de tu madre. El sabio consejo de tu padre.
Hemos sido el olor a carro nuevo, o tal vez la primera compra con esa tarjeta de crédito que el banco muy irresponsablemente te aprobó.
Somos ese “sí quiero ser tu novio”, la fila para un trámite del gobierno, la visa gringa rechazada que te punza las vísceras de la rabia al saber que ni de a vaina vas a conocer a Mickey Mouse.
Somos el perfume a gasolina de noventa y uno, a tierra mojada cuando llueve, al arroz con guandú de tu tía favorita, ese pedacito de bon con queso amarillo el Viernes Santo.
Fuimos la resaca que martilla sin parar al día siguiente. El sonido de las canicas acariciando el mosaico cuando caen. Somos el noticiero estelar, el intermedio en la obra de teatro que no te está gustando y por fin te deja respirar.
Somos un otoño en España, El Jardín de las Delicias de El Bosco, el entierro de tu abuelo, la lágrima en el bautizo de tu primer ahijado, Chinacubana de Willie Colón.
Para esta noche habremos sido todo eso que bailamos y bebimos en la boda de un amigo. Somos lo que callamos, lo que decimos, lo que en secreto lloramos. Un desayuno de fonda en Las Tablas, un buen asado en Buenos Aires.
Somos una despedida, un encuentro, un vuelo perdido, dormir en Boquete, besar a tu novia, marchar por tus derechos, comprar sin ver el precio, hablar en otro idioma, el viaje a Japón que te prometiste desde niño.
Fuimos el ácido entumecedor de la ciruela traquedora en verano bailando por tu boca, la graduación de tu hermana menor, el segundo bebé de tu amiga, tu primer amor en la primaria.
Somos la entrada, la salida, el estacionamiento vacío, unas papas fritas con kétchup, un buen vino chileno, un amor que volvió solo para romperte en pedazos, un amigo que partió sin despedirse, la primera cena en tu casa nueva, la calma luego de la turbulencia, Salvador Allende, Bolívar y García Márquez.
Raúl me miró y sonrió. Él me veía como el hermano que nunca tuvo. No escatimaba en frases cursis para recordarme lo muy orgulloso que estaba de mí. Me conocía más que yo a mí mismo.
Fue reparador, pensé. Una especie de juego catártico que llegó sin querer. Como el ínfimo paso de un año a otro. Me sentí lleno.
Le devolví la sonrisa. Alcé la mano para pedir otro café. Bastaron no más de dos señas para que la mesera descifrara el fácil acertijo. Negro y una de azúcar.
La taza llegó casi volando. La mesera antes de retirarse me preguntó “¿ya le podemos traer el pastel?”. Le dije que sí.
Como estocada final me preguntó: “¿de qué edad desea las velas, señor?”. Le sonreí y me preparé con una fuerza que nunca sentí por dentro para responder una pregunta tan sencilla como esa: “No interesa ya. Los números que quieras. Estoy aquí desde hace mucho. Lo más difícil fue haber nacido”.
Ella sonrió y se volteó.
Fue el mejor cumpleaños de mi vida.