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- 21/09/2023 00:00
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Para los amantes de la sátira, las cintas noir y los monstruos clásicos al estilo Mary Shelley, la nueva cinta de Pablo Larraín (Spencer, Jackie), El conde, llega a Netflix como una propuesta fresca e inesperada que busca embotellar la biografía y hazañas del expresidente de Chile Augusto Pinochet (1915-2006), de forma que raye en lo fantasioso y nos brinde una experiencia jocosa, punzante e irreverente desde la historia chilena y los clásicos de vampiros y monstruos de la noche.
Larraín, quien incluye un dejo de fantasía en cada una de sus cintas, deja su creatividad libre en esta cinta, la cual muestra a Pinochet como un vampiro que desea morir tras ser acusado de ladrón por sus hazañas como presidente de Chile entre 1973 y 1990. Tras 250 años de rondar la tierra con múltiples alias y reinvenciones, Pinochet se encuentra viejo, cansado, ofendido por la “ingratitud” de sus aliados y el pueblo chileno, lamentándose de ser una “víctima más de los empresarios” y vagando por su hogar en una granja a las afueras de la ciudad.
La cinta crea una mezcla de idiomas, saltando de inglés para la narración (de lo que se revela el porqué más adelante) y el resto de personajes hablando en español –a veces de forma tan rápida que los subtítulos son de gran ayuda–, así como mezcla apariciones históricas como a María Antonieta y diferentes revoluciones sociales. Esto coloca a Pinochet en cada uno de los acontecimientos históricos que dieron forma a Europa y corrieron como venas hasta Centroamérica y Sudamérica, hasta que el vampiro encuentra un país que no opone resistencia a sus ansias de sangre y poder: Chile.
Es gracioso ver El conde y sentir que las risas son genuinas, pero basadas en diálogos que insultan constantemente la inteligencia, moral y principios de Pinochet, su esposa doña Lucía y sus hijos ya llegados a la mediana edad. La agilidad de la pluma de Larraín junto con el guionista Guillermo Calderón hacen de cada escena una experiencia de intriga, suspenso, humor y drama telenovelesco al mejor estilo latinoamericano.
En los ojos de Larraín, Pinochet nunca muere, así como las malas ideas que se basan en la codicia y el miedo a perder el control, lo que lleva a nuevas generaciones infectadas desde su nacimiento con pensamientos pasados que buscaban la destrucción de las sociedades, incluso mucho tiempo después de que se haya pensado que fueron disipadas.
A sus 87 años, Jaime Vadell (El Club, Aurora) interpreta a Pinochet de forma magistral, creando momentos de lucidez en el anciano militar, seguido por un estado intermitente entre la realidad y sus deseos de ser consumido por el horizonte y dar punto final a su existencia. Sus movimientos son mayormente pausados, excepto cuando vuela como ave ligera con el viento, dejando más en claro su inmortalidad y su imagen sobre sí mismo. Sus palabras son punzantes, pero su humor se mantiene intacto y con observaciones sarcásticas para sus hijos, su esposa y su leal mayordomo, Fyodoro (Alfredo Castro).
Mientras sus hijos llegan al lugar del semiexilio de Pinochet, se ponen en perspectiva sus deseos de dinero, pero también de la ambición que poseen por despojar a sus padres de todo ligamiento hacia ellos. En una contraposición que Larraín y Calderón ajustan con el pasar de los 110 minutos de cinta –que a veces se sienten como 6 horas de documental–, vemos la llegada de una monja/contadora llamada Carmen (Paula Luchsinger), quien es la gota que colma el vaso para llevar a Pinochet y su familia al extremo.
Intentos de exorcismos, batidos de corazones, colmillos y deseo, colman la historia de Larraín, quien también nos empuja a ver a través de su lente las opiniones frente a la dictadura de Pinochet, líder del golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 que derrocó el gobierno de Salvador Allende. Una dictadura siguió, con tumultuosos resultados y más de 3.000 personas muertas y desaparecidas en el país sudamericano, pero a Pinochet lo que realmente le molesta es ser llamado ladrón, cuando solo “utilizaba mi poder para enriquecerme, como cualquier otro”.
El cineasta chileno se ha hecho notar como un autor político, dejando en claro que busca mostrar una vena descubierta de lo que azota a Chile hasta la actualidad, siendo que Pinochet nunca enfrentó la justicia en su país hasta su fallecimiento en 2006, lo que deja al país en una posición de limbo constante, semejante a un semiexilio de un vampiro que huye de sus acciones pasadas y solo vive para encontrar nuevas víctimas como alimento.
Un gran acierto en El conde es haber sido filmada enteramente en blanco y negro, con solo una pizca de color en el momento menos pensado (y que no revelaremos) y con una cámara especial para este proyecto (una Arri Alexa Monochrome), lo que agrega un toque personal y cómodo al trabajo del cinematógrafo Edward Lachman y su mirada general de la experiencia de la cinta.
Quizá no haya sido casualidad que su llegada a Netflix y cines internacionales haya sido el 15 de septiembre, en la semana del 50 aniversario del golpe de Estado de Pinochet, sino un recordatorio abrumador de la realidad vivida y una realidad paralela donde el mal no puede ser destruido absolutamente, sino que se transforma y se transporta a donde necesita para encontrar nuevos huecos que utilizar.
Definitivamente, El conde no es una cinta de una sola mirada, sino que exige atención, mirar más allá de los detalles simplistas y aceptar la desnudez con la que Larraín pinta a Pinochet y sus aliados. Carmen obra con el 'dios' en la boca cada vez que se acerca a la familia militar, buscando la forma de verse confiable, pero destilando desde su mirada terror e incomodidad, hasta verse frente al diablo mismo, abrumada ante la maldad y desconectada del mundo real.
Para cuando llegamos al final, todo puede parecer confuso y un poco lleno de locura irracional, pero también cargado de reflexiones sobre la vida, lo que significa la codicia, la pasión y los vampiros generacionales a los que nuestras regiones se enfrentan con cada nuevo mandato; aquellos que juran con votos públicos no olvidarse de los caminos pasados, sino reafirmarlos, pero con una nueva etiqueta más amable y distorsionada, hasta que todos seamos un simple batido de corazón.