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El ascenso del arrabal santanero
- 06/11/2022 00:00
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'Adentro y afuera, adentro es que tiran balas…
Tiran balas tiran balas
Adentro y afuera, adentro es que tiran balas…
Tiran balas tiran balas tiran balas…
Durante décadas, los panameños hemos escuchado este tamborito divertido y sabroso para el baile, sin percatarnos de que su letra recoge una intensa realidad política caracterizada por las rivalidades y enfrentamientos violentos entre dos grupos del Panamá decimonónico.
“Los de adentro” eran los blancos habitantes del barrio de San Felipe, en el interior del contorno de la ciudad amurallada construida por Diego Fernández de Córdoba en el año 1673, un sitio de calles bien trazadas, hermosas iglesias, plazas y elegantes residencias de mampostería.
“Los de afuera” eran los descendientes de quienes tuvieron que conformarse con vivir extramuros, un sitio improvisado, destinado a albergar los huertos y caballerías de la ciudad y que devino en el llamado Arrabal de Santa Ana, un área populosa, con casas de madera.
“Las balas” se refieren a las luchas que enfrentaron a ambos bandos, en momentos en que el poder político pasaba de un lado al otro y el arrabal se convertía en el motor de la historia panameña.
Eran tiempos de cambio. De las cenizas de las absurdas guerras religiosas europeas del siglo 16 surgían las nuevas ideas a favor de la libertad de John Locke (siglo XVII) y otros pensadores que atizaron la Revolución Francesa y Revolución Americana (finales del siglo XVIII).
De la España invadida por las tropas napoleónicas surgían las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812, La Pepa, que llamaba a un nuevo orden colonial, abriendo espacios a la libertad religiosa, de imprenta, a la igualdad jurídica, la inviolabilidad del domicilio, las garantías penales y procesales, el derecho a la educación.
Tal vez lo más trascendente de La Pepa era el reconocimiento de que la soberanía no radicaba en el monarca sino en la nación, es decir en los ciudadanos, quienes debían tener el derecho y responsabilidad de elegir a las autoridades principales.
Herido y sangrando, pero todavía vivo, quedaba el viejo sistema de tradiciones conservadoras dominada por la Corona y la Iglesia, que se enfrentaba ahora a una pujante fuerza de convicciones liberales que emanaba de las juntas de gobierno y cabildos locales que se extendieron en la mayor parte de los territorios hispanoamericanos.
En Panamá, como en otros pueblos del Imperio Español, la vieja clase alta conformada por militares, funcionarios, terratenientes, intentaba retener sus privilegios en contra de una clase emergente de comerciantes y políticos, abogados y hombres de negocios empoderados con las nuevas legislaciones e ideas.
En Nueva Granada, uno de los primeros grandes logros del movimiento a favor de la libertad fue la manumisión general de los esclavos iniciada en 1809 y consagrada en 1852, cuando Panamá ya pertenecía a este estado.
Después de tres siglos de esclavitud, el grupo más numeroso de la población panameña se constituía en gente libre, ansiosa de participación en la vida pública en rango de igualdad y dignidad.
Fue en ese ambiente que surgió del arrabal, de acuerdo con el historiador Jorge Conte Porras, una élite de mulatos letrados, adictos al café y al billar: Mateo Iturralde, Rafael Aizpuru, José María Llorente, José Urriola y Faustino Antonio Figueroa y Juan Mendoza, quienes “retaron a la vieja burguesía comercial de intramuros, al imperio estadounidense y a los señores de la tierra del Panamá profundo”.
En su libro Juan Mendoza, líder del arrabal, el exmagistrado Oscar Vargas Velarde revela que al momento de constituirse el Estado Federal (aprobado por el Congreso Neogranadino en 1852 y consolidado a partir de 1855), la población del Istmo se componía de unos 138 mil habitantes, ubicados principalmente en las ciudades de Panamá y Colón
En el mismo libro, Vargas Velarde cita a Salvador Camacho Roldán, quien al llegar a Panamá en calidad de gobernador (1852) observa la existencia de cuatro grupos étnicos distintos “que necesitan ser armonizados en un equilibro equitativo e inteligente”.
De acuerdo con esta cita, el primero de esos grupos es el de “la raza blanca criolla, propietaria del suelo, antes denominadora sin contrapeso, hoy reducida a la igualdad democrática”.
El segundo es el de la “raza africana recién emancipada, el más numeroso, mejor aclimatado, antes sin participación alguna en la vida pública, hoy tal vez más exigente a este respeto de lo que su educación actual debería permitirle pretender”.
El tercero es el de “la población extranjera sedentaria, que con el transcurso del tiempo será quizás el grupo más influyente y principal por la educación y la riqueza”.
El cuarto es “el elemento oficial representante de la autoridad colombiana; es decir, la guarnición, los inmigrantes colombianos del interior y los empleados nombrados por el gobierno central”.
Camacho, nuevamente citado por Vargas Velarde, explica que las principales ciudades del istmo “carecen de agua potable, con excepción de la de la lluvia, recogida en unas pocas cisternas; carecen de cloacas y desagües. No hay una sola escuela pública ni establecimiento alguno de educación, solo existe un pequeño hospital sostenido por las contribuciones voluntarias de los extranjeros. Las ciudades igual carecen totalmente de árboles de sombra, de jardines y paseos, de alumbrado público durante la noche. El antiguo adosado de las calles está casi destruido, lleno de hoyos y fangales en invierno y no hay policía organizada”.
Fue en ese ambiente que tomaron fuerza los enfrentamientos armados entre los de afuera y los de adentro.
Vargas Velarde relata el levantamiento organizado en septiembre de 1860, en Farfán, por Buenaventura Correoso, Mateo Iturralde, José Isabel Maitín, Juan Mendoza, Quintín Miranda. También, el de 1865, cuando Correoso y Mendoza, armaron un ejército de voluntarios que partió de Cartagena para derrocar a Gil Colunje.
Para entonces los grupos del arrabal se habían ido abriendo espacio en la estructura administrativa del estado panameño, aprovechando las oportunidades creadas por el estado federal. Así lo manifiesta el funcionario consultar británico Charles T. Bidwell, residente en el Panamá de 1865, quien se queja, con sus prejuicios racistas (Ver a Vargas Velarde), de que “las oficinas públicas están casi todas atendidas por hombres de color o negros, quienes por lo general son del Partido Liberal, porque las razas mixtas (española, india y negra) están políticamente ascendiendo”.
Sería en 1868 cuando, finalmente, Buenaventura Correoso se convierte en el primer representante del arrabal en presidir el Poder Ejecutivo en 1868, no obstante su gobierno estuvo copado de rebeliones y disrupciones, principalmente en Los Santos y El Hatillo.
El ascenso de Correoso se da tras la muerte del presidente Vicente Olarte Galindo, en el periodo posterior a la reforma de la Constitución de Río Negro (1863). Este fue sucedido de forma interina el político conservador Juan José Díaz, quien fue sustituido por Correoso tras la celebración de un cabildo abierto.
El gobierno de Correoso, maestro de formación y vocación, fue conocido por sus grandes aportes a la vida civilizada del istmo. Bajo su liderazgo, se adoptó un nuevo Código administrativo, redactado por Justo Arosemena. También, con el apoyo del ingeniero Manuel José Hurtado, conocido como “padre de la educación panameña”, se hicieron extraordinarios esfuerzos por el desarrollo de la educación pública: se aprueba la Ley Orgánica de Instrucción Púbica, se crea la Dirección Nacional de Educación Pública; se establece la primera biblioteca; las primeras escuelas vocacionales en el interior del país; se fundan centros de estudio en San Felipe y Santa Ana; escuelas normales de señoritas; se otorgan las primeras becas del estado para hacer estudios universitarios.
Correoso fomentó la caficultura en las tierras chiricanas; dictó normas de saneamiento sobre el uso de las aguas servidas, la muerte de los animales y la vacunación.
De acuerdo con Vargas Velarde, bajo la administración de Correoso, y de su estrecho colaborador Juan Mendoza, Panamá y Colón se convirtieron en ciudades populosas, comerciales y cosmopolitas, revestidas de su importancia geográfica, con la excavación del canal, en el apogeo de su animación comercial y de su desarrollo demográfico”.
El experimento federal neogranadino, que comenzó con Panamá en 1855 se consolidó con la Constitución de Río Negro (1863), que estableció una confederación de nueve estados soberanos que disfrutaron de amplia autonomía fiscal y de sus sistemas legales.
Durante la vigencia de este sistema, se hicieron grandes avances en democracia, economía y en educación en todo el estado colombiano, pero los constantes enfrentamientos e inestabilidad provocaron una contrarreacción.
El sistema federal fue finiquitado con la Constitución de 1886 colombiana que instauró en Bogotá una presidencia casi imperial, centralista y autoritaria.
Panamá, como el resto de los territorios del estado colombiano, perdió su capacidad de autogestión, pero, de acuerdo con Vargas Velarde, “treinta años de ejercicio político y ciudadano fueron más que revoluciones, cuartelazos, alzamientos o motines; fueron el terreno fértil en donde se consolidaron los sentimientos de la nación y se fortalecieron los vínculos indestructibles de la nacionalidad istmeña”.