Este viernes 20 de diciembre se conmemoran los 35 años de la invasión de Estados Unidos a Panamá. Hasta la fecha se ignora el número exacto de víctimas,...
- 02/02/2023 00:00
- 02/02/2023 00:00
Cuando apenas era una joven estudiante de diseño de interiores, Maha Ganni, con 20 años deedad, tuvo que huír de su natal Kuwait, debido a que el gobierno de Sadam Husein invadió el país, en agosto de 1990.
Completamente sola en el mundo, Maha tuvo que enfrentar situaciones difíciles como ser rechazada solo por el hecho de tener un pasaporte iraquí. Hija de inmigrantes de la minoría cristiana caldea, nació y creció en Kuwait.
Hoy, como trabajadora humanitaria experta en reasentamiento de la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR), ayuda desde Panamá a otras personas que están pasando por lo que ella vivió.
A pesar de todo lo vivido en su condición de refugiada, Maha se siente orgullosa de ser iraquí, ama la vida y es muy feliz, porque le pagan por hacer lo que le apasiona, que es ayudar a otros... “es el trabajo más bonito del mundo”, expresa, al tiempo que sonríe.
No obstante, su rostro cambia y refleja tristeza cuando recuerda su experiencia y lamenta que haya tanta discriminación en el tema de los refugiados. “Lo único que ellos quieren es ser escuchados y que los traten como seres humanos”, afirma.
Es por eso que la reconforta el hecho de que ella, en su papel de trabajadora humanitaria, se convierte en la voz de quienes no tienen voz.
Maha ha trabajado apoyando a refugiados en España, Ecuador, Líbano, Jordania, Africa, India, Yemen y ahora está en Panamá, desde hace dos años, realizado la misma labor que para ella, es “una bendición”.
Más de 103 millones de personas han tenido que dejar sus hogares y huir dentro o fuera de sus países como desplazados internos o refugiados, según las últimas cifras actualizadas de la ACNUR, que suponen un ascenso de más del 15 % en el 2022.
En Panamá existen unas 13 mil personas refugiadas, y solicitantes de asilo, que en su mayoría son de Latinoamérica, principalmente de Venezuela, Colombia, Nicaragua, El Salvador y Cuba.
Una de cada 77 personas en el mundo sufre estos desplazamientos forzados, el doble que hace una década, según el informe de mitad de año (2022) de la agencia de la ONU, con cifras recogidas hasta finales de junio.
Según el informe, Siria es el país de origen de un mayor número de refugiados y desplazados, con unos 7 millones, seguido de Venezuela (6,5 millones) y Ucrania (5,5 millones), aunque en este último caso las cifras han seguido creciendo en los últimos meses y el número real asciende a 7,7 millones.
Mi familia es de origen iraquí, habíamos emigrado a Kuwait porque mi padre encontró trabajo como ingeniero en la industria petrolera. Todos mis hermanos y yo nacimos y vivimos en Kuwait hasta que en 1990 el gobierno de Sadam Husein invadió el país. En esa época yo estaba estudiando en la universidad de Chipre, pero había vuelto por vacaciones de verano y no podíamos salir del país. Mi padre pidió una autorización especial para mí, en mi calidad de estudiante al gobierno de Irak, para que pudiera salir a reunirme con mi hermana gemela en Jordania, donde ella estudiaba.
Durante la guerra en 1991, perdimos el contacto totalmente, no había ni WhatsApp ni Facebook, ni redes sociales como hoy en día, para hablar con ellos. En el momento, mis padres y mi hermano se quedaron en Kuwait, y mi padre mandó a mi hermana pequeña con mis abuelos en el norte de Irak, porque tenía miedo de que le pasara algo en medio de la zona de guerra, en Kuwait, donde vivíamos. Mis padres se habían enterado de que había una ONG que hacía reasentamiento a Estados Unidos, desde España, y mi hermana consiguió una visa para viajar a Madrid. Cuando llegué a Jordania, pedí el mismo visado y me lo rechazaron.
Pudimos vernos durante ocho horas antes de que se fuera a Madrid. Esto pasó justo antes de navidades; no tuve una respuesta hasta enero, cuando Estados Unidos bombardeó Bagdad por primera vez y perdí el contacto con mi familia.
En marzo, después de que Kuwait fuera liberado, recibí una llamada de mi hermano, que me contó dónde estaba mi familia. En abril, mi hermana pequeña vino a Jordania conmigo, intentamos entrar a Chipre, donde estaba estudiando, pero nos deportaron a Jordania. Como mi hermano tenía que salir de Kuwait, fue a Rumania, donde nos reunimos con él. Mis padres se habían quedado en Kuwait. Al final, pude conseguir un visado para España, y fui a pedir reasentamiento como mi hermana, que ya tenía su solicitud aprobada. Mi madre salió de Kuwait y se reunió con nosotras en España. No nos habíamos visto durante un año. Mi padre salió de Kuwait y se reunió con mi hermano y mi hermana menor en Rumania. Mi madre y yo fuimos rechazas en el programa de reasentamiento por los Estados Unidos, y al mismo tiempo mi padre fue aceptado por Canadá como migrante junto con mi hermano y mi hermana menor.
Una vez en Montreal, mi padre pudo llevar a mi madre, pero yo ya era mayor de 21 años y no pudo llevarme, así que pedí asilo en España, donde me lo concedieron en 1994 y empecé a trabajar como traductora e intérprete ayudando a los refugiados que llegaban a Madrid. Ese mismo año la embajada canadiense se enteró de lo que había pasado y me ofreció un visado de inmigración. Nos reunimos en Canadá por primera vez desde que había empezado la guerra, casi cuatro años antes.
La incertidumbre de no saber que iba a pasar conmigo, por ejemplo, cuando fui deportada de Chipre. En España, llegué a tener tres trabajos a la vez, enseñaba inglés, hacía lo que fuera necesario para sobrevivir. Tuve que hacer filas kilométricas desde las cinco de la mañana para conseguir cita para renovar un documento, completamente sola. Adaptarme a una cultura nueva no fue fácil. Aunque fuera católica, notaba que había un choque cultural, que no era aceptada inmediatamente. La gente tenía una percepción negativa de los iraquíes, incluso hoy en día mucha gente solo sabe de mi país que hubo un bombardeo y que Sadam fue una mala persona. No quiero decir que todas las personas tuvieran prejuicios, también me encontré con gente maravillosa.
Es mi vida y mi pasión. Para mí significa hacer de lo que nos pasó a mi familia y a mí, algo constructivo para dar una oportunidad a otras personas. Construir desde lo positivo que viví y lo que he logrado hasta hoy. Es el trabajo más bonito del mundo, una bendición, ¿qué más quiero, si me pagan por ayudar a los demás?
Hay mucha persecución, intolerancia, guerras y conflictos. Algo que no ha cambiado desde mi propia experiencia, es que los padres siempre van a tratar de poner a salvo a sus hijos, alejándolos del peligro, para que puedan tener una mejor vida. Es exactamente lo que mi padre hizo, cuando nos sacó del país en guerra.
En aquella época, no había redes sociales como hoy para dar más versiones e información sobre la situación real en el terreno, en directo. Las noticias eran siempre las mismas, en un par de canales y con una misma narrativa. Hoy en día se puede hacer mucho más análisis.
Antes de llegar a España, me sentí rechazada por muchas embajadas en las que pedí protección internacional. Sentía que me juzgaban por el pasaporte, por el hecho de ser iraquí, y no una chica de 20 años que estudiaba diseño de interiores en Chipre, como era antes de la guerra.
Lo más importante para las personas refugiadas es ser escuchadas y sentirse que tienen dignidad, que son seres humanos.