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- 24/10/2021 00:00
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Eran tiempos difíciles. Dolores Quesada, madre de Justo Arosemena, prohombre del bicentenario, le escribió a su hijo en 1856 sobre la salida repentina de su padre hacia Cartagena. De sus amigos, los pusieron “en oscuros calabozos y vinieron con tropas a allanar nuestra casa para buscarlos... figúrate lo que sufriríamos con semejante tropelía”. Era irónico que un año después de la culminación del ferrocarril, cuando inauguró la bonanza, semejante pesar cayera sobre una familia que tanto apostó a tal empresa. Tiempos recios similares cuando Maquiavelo escribió a su amigo Guicciardini, en medio de un supuesto Renacimiento de las artes y las ciencias, frustrado por las interminables guerras y conflictos de esa época: “Es verdad... me opongo a los ciudadanos que quieren... el Paraíso. En cambio, yo quiero mandarlos al diablo”.
Son tiempos difíciles. Hoy somos testigos de avances insólitos que prometen un futuro de ensueño, pero en medio de conflictos tercos. Panamá está entre la caja de Pandora y el “Juego del calamar”. Por un lado, olvidamos que cuando Pandora destapó por curiosidad el cofre donde los dioses guardaron los males que le evitaron a la creación, también escapó la esperanza para darnos fuerzas. Sin embargo, es difícil mantener esa esperanza en las promesas de la tecnología en medio de una angustia colectiva que festina teorías de conspiración como Qanon y los antivacunas, que no distan del morbo que quisieron generar los Pandora Papers. Es una angustia que define nuestras relaciones sociales. No es de extrañar verla reflejada en las producciones cinematográficas, entre las cuales destaca el éxito global de “El juego del calamar” en Netflix.
Esta serie no fue un éxito inmediato. Estuvo diez años tratando de atraer el interés de algún productor. Alguna característica en este nuevo mundo tocó un nervio en nuestra angustia colectiva y reveló su pertinencia. En Homo Deus, Yuval Harari predijo que, en el futuro, la búsqueda del significado personal recobraría su urgencia. Ante la automatización, el trabajo como medida de peso social perdería su importancia. Y tras el desencantamiento del mundo, tal como predijo el célebre sociólogo Max Weber hace cien años, la religión no es una opción viable.
Harari sugiere que los juegos de estatus, entre los que destacan los de video, serán lo que más prometen dar ese significado. En una entrevista reciente, Gabriel Leydon, el CEO de Machine Zone, eminencia gris de los videojuegos, bromeaba que sus amigos en Silicon Valley le decían que él tenía el trabajo más importante del mundo. Axie Infinity, un juego de peleas en blockchain, en tres años alcanzó una valoración que le tomó poco menos de cien años a la economía panameña, y ahora constituye el ingreso principal de miles de jugadores. Quizá por eso, en el “Juego del calamar”, el protagonista (si no desean arruinar la serie, ¡no lean más!) regresa después de ganar. En ese juego encontraría respuestas que lo eludieron cuando era un perdedor.
Clase y estatus no son lo mismo. Para Weber, estatus “es el componente típico de la vida que se determina por una estimación social, positiva o negativa...”. Clase es un grupo de personas cuya “situación compartida es base posible y frecuente de acción”. En un mundo donde el trabajo pierde su rol articulador, la clase pierde importancia. Ahora los juegos de estatus constituyen el motor de la agencia humana. No son solo videojuegos. El ejercicio de la política es el juego de estatus de mayor relieve. Lo que antes era un ejercicio para persuadir a los demás, ahora adquiere un tono polarizante y tribal, como escribió el teórico del fascismo moderno Carl Schmidt. Por eso, todos los temas a debatir hoy son vistos a través de ese prisma, de nosotros y nosotras, los buenos, y los demás, los otros, los malos.
La política como un juego de estatus encaja naturalmente en redes sociales. Twitter y el resto de las redes sociales son maneras para que quien tiene “menos” estatus social relativo, sienta que le “habla verdad al poder” a personas con más acceso o dinero. Es una válvula de escape que ofrece la ilusión de cambio, sin serlo. Al final de cuentas, un juego.
Esto tiene consecuencias para nuestra salud mental. Una persona “centrada” es una persona cómoda con sus decisiones y las circunstancias de su entorno. Sin embargo, un estudio de Cigna en 2020, antes de la pandemia, identificó que casi dos tercios de los adultos se sienten solos. Peor aún, casi un 80% de la generación Z se siente aislada. La pandemia empeoró estos trastornos. Poco hemos discutido cómo esta problemática erosiona la democracia: Para que las preferencias políticas del ciudadano sean verdaderamente promedio, debemos también asumir que el promedio también es modal y mediano (es decir, que es de las mayorías, en una especie de equilibrio entre posiciones extremas). En tiempos de angustia y soledad, ese centro no existe.
La empatía cura la soledad y el autoritarismo
Hannah Arendt señaló que el fascismo es una “soledad organizada”. Soledad no es lo mismo que estar solo, estar solo a veces es necesario para recuperarnos del bullicio cotidiano. Más bien, la soledad es la alienación de la que escribió el joven Marx. “La soledad es la más radical y desesperada experiencia del ser humano”, escribió Arendt, que destruye la capacidad de pensar y distinguir entre lo real y lo ficticio. Al destruir los espacios para la empatía, la ciudadanía cae fácil en la política fascista que organiza esa soledad en rabia, ya sea en gobiernos autoritarios o en democracia, con el populismo.
Para salir de ese juego macabro, don Justo propuso una solución. En su vida personal, sintió la angustia de un matrimonio difícil, a veces solitario. Eso lo hizo reflexionar sobre lograr una especie de empatía y conexión... “condicional, porque la naturaleza humana no permite otra clase...” porque “si me desprendo de mí mismo y me transfiero..., es exigiendo [eso mismo]”. En política, creyó en la función niveladora de las instituciones. La Constitución no debe ser una ley, sino derechos “declarados… a todo el que sea apto para ejercerlos provechosamente”. Ese provecho debe darse en “fair play” para “dejarlo manifestar el valor relativo de las fuerzas”.
El juego de la democracia implica instituciones donde personas midan el valor relativo de sus fuerzas de manera provechosa. Diseñar instituciones donde el juego por el poder no sea de suma cero, como ocurre en el “Juego del calamar”. Que sea la institución política que humille al victorioso y lo obligue al fair play. El famoso Federalista No. 10 esgrimió argumentos similares: La solución es crear contrapesos legítimos al poder. No podemos dejarnos llevar por la manía de jugadores egoístas.
Más que encontrar significado en una lucha por el estatus, debemos encontrar significado en el proceso de empatía ciudadana más allá de las mediaciones imperfectas de tecnología. Es buscar en el fondo del cofre de Pandora y tomar la esperanza a dos manos. Como le escribió Justo a un amigo: “No te resta sino seguir con tu destino y sufrir con paciencia la carga que te ha cabido en el arreglo del mundo”. Mejor hombre e idea para el bicentenario y para nuestro futuro, no existe.
El autor es profesor universitario