“No dejo de oír a la gente pidiendo auxilio, su hilo de voz perdiéndose en la oscuridad y la silueta de un hombre en el techo de su coche alumbrada por...
Las señales que Panamá debe ver para evitar una crisis de seguridad
- 23/01/2024 10:56
- 22/01/2024 21:58
Un perro callejero deambula con una cabeza humana en el hocico. La custodiaba celosamente para que no se la arrebataran. Pero, parece haberse hastiado y la abandonó en una vereda del sector de La Providencia, corregimiento de Belisario Porras, en San Miguelito.
Los sicarios no se conformaron con perpetrar el crimen. Dos videos se publicaron en redes sociales. En uno aparece la víctima amordazado en una habitación y atado de manos y pies. ¿Cómo te llamas? se escucha la voz de uno de sus captores: “Yeyín”, respondió entre dientes, con su apodo. Aunque su nombre era Luis Ariel Moreno Ramírez. Tenía 18 años.
En otro video aparece en un herbazal, el mismo cuerpo, pero sin cabeza. Del tronco, manaba sangre. “Era un berraco compa...”, dijo, sin aparente arrepentimiento, otro de los criminales. La cabeza de “Yeyín” fue colocada en una bolsa, abandonada frente al negocio del tío.
El testimonio suena muy fuerte, pero así de cruel y sangriento fue el hecho. “Yeyín” fue una de las 566 personas asesinadas en 2023, el más violento de la última década, año en que el 91% de las víctimas y los victimarios fueron hombres y más del 84% de los asesinatos se ejecutaron con un arma de fuego, según datos del Ministerio Público. De éstos, el 50% eran jóvenes entre 18 y 34 años.
El crimen de ‘Yeyín’ no sólo se trata de un hecho macabro, sino también de un mal síntoma de la sociedad. Un asesinato al estilo de los carteles mexicanos y colombianos encargados del tráfico de drogas.
El crimen organizado trabaja más rápido que los gobiernos burócratas, con presupuesto limitado e instituciones débiles, penetrables a las tentaciones de los traficantes que cuentan con mucho dinero, agilidad y saben planificar de forma coordinada, sin importar fronteras, hasta ‘coronar’ el envío.
Para poner en contexto la dimensión del problema y el poder que tienen las organizaciones del narcotráfico a nivel internacional debemos mencionar que el Cartel de Sinaloa de México, uno de los más operativos del país, al igual que el Cartel Jalisco Nueva Generación, tienen presencia en más de 100 países del mundo, según una investigación de la Agencia Antidrogas (DEA) publicada en el reporte ‘Protección del territorio nacional de Estados Unidos: lucha contra el flujo procedente de la frontera suroeste’, que revela el poder del cartel y su presencia en varios países.
“Ecuador había cerrado los ojos al crimen organizado y se confundió pensando que era solo un problema de cárceles”, describe el sociólogo Danilo Toro.
Se sabe, añade, que el crimen organizado ha plantado bandera cuando por lo menos ocurren siete síntomas.
El primero lo define Toro como “la toma del mando en las cárceles por parte de las pandillas, al punto que pueden provocar asesinatos o actividad ilegal fuera de ella”.
El segundo punto que resalta Toro “es la aparición de personajes del crimen organizado o del narco mundo en la política, sin corrección del Estado”, lo que les da rienda suelta para continuar sus operaciones desde el poder.
De igual forma, recordó que Ecuador fue el tercer país que más droga decomisó en 2022, pero no vieron que les venía una explosión interna.
“Hay que ponerse en los zapatos de Ecuador y de El Salvador, el pueblo exige resolver la criminalidad, no importa a costa de qué.
Por eso los pueblos buscan líderes de derecha más autoritarios, por la permisividad que hay en la izquierda, esto es un problema de geopolítica”, indicó Camargo.
Un tercer punto consiste en la proliferación de armas entre grupos y pandillas a pesar de las incautaciones. Otro factor recurrente es la impunidad.
Es decir, cuando la justicia da señales de ser un mecanismo ineficaz y corroído. Toro recuerda también el poder fáctico del crimen organizado.
“Se delimitan instituciones, ámbitos o espacios territoriales en lo que la ley no puede funcionar como debiera”, describe entre otras. ¿Cuáles de estas señales están presentes en Panamá?
La similitud con Panamá
Más del 50% de los delitos de las cárceles están relacionados con drogas y otros conexos como el pandillerismo y el tráfico, asociados de una forma u otra con la posición geográfica del país, explicó en una última entrevista que diera el fallecido Andrés Gutiérrez Bonilla a La Estrella de Panamá, uno de los cinco directores del Sistema Penitenciario que ha tenido esta administración de gobierno (2019- 2024).
“Debemos considerar que Panamá se encuentra en el centro del continente americano, un continente violento, posiblemente el más violento del mundo”, dijo.
Al hablar de violencia en Latinoamérica hay que referirse al narcotráfico y la llamada “guerra contra las drogas”, que en los últimos 50 años se ha convertido en uno de los dos o tres temas definitorios de las sociedades y su relación con el resto del mundo, agregó Gutiérrez Bonilla.
Esta llamada guerra contra el narcotráfico se ha centrado, al menos en Panamá, en la captura de cientos de toneladas de droga para evitar que lleguen a su destino: Europa y Estados Unidos.
Pero como nos dice el mayor retirado de las Fuerzas de Defensa, Felipe Camargo, se ha descuidado la guerra interna. Aquella que se centra en la prevención, en la inteligencia para ganar terreno a los delincuentes y en la contra inteligencia para identificar las manzanas podridas dentro de los uniformados y otras instituciones clave que colaboran con el crimen organizado.
“Coger droga en Panamá de qué nos sirve, no tenemos la capacidad de restablecer la seguridad en el país internamente”, reflexiona el mayor retirado.
Hace dos décadas se tenía un concepto más austero de estos grupos. Dedicadas a robos, hurtos, algunas al sicariato, aunque siempre han mantenido una función como articuladores del narcotráfico.
Lo relevante, es que ahora dominan dos bandas criminales que han cambiado de ser subordinadas a subcontratadas de los carteles mexicanos y colombianos. Tienen sus conexiones con los carteles extranjeros y se asocian con otras pandillas locales para ejecutar tareas específicas, aunque mantienen su identidad como grupos separados.
De esta forma prestan distintos servicios como: cobrar un porcentaje por cada kilo de droga que mueven, por ‘derecho’ a desembarcar los bultos en su territorio, por almacenar y después esconder la mercancía en contenedores para exportarla.
Lo anterior es un ejemplo de cómo, a pesar de los programas gubernamentales quinquenales para combatir a las pandillas, éstos no han detenido su profesionalización y poder, ya sea dentro de las cárceles o fuera de ellas.
En Panamá se ha ensayado la idea de pacificar los barrios a través de programas de resocialización y pagos mensuales o “becas” para sus participantes, pero sin una fiscalización científica sobre su efectividad o impacto.
“Recientemente se aprobó una política criminológica, que entre otras medidas, contempla el nombramiento de especialistas en la materia en varias instituciones, pero sin tener en cuenta el campo real y la capacitación”, manifestó a ‘La Decana’ un profesional vinculado a la especialidad que solicitó omitir su identidad.
Por su experiencia de trabajo en las calles y en los guetos de la ciudad, el criminólogo Marco Aurelio Álvarez conoce de primera mano el entorno en el que nacen y sobreviven los delincuentes de los barrios marginados de la ciudad de Panamá.
La mayoría proviene de familias que viven del delito por generaciones. Al salir de los penales no solo reinciden sino que terminan especializados en el delito.
Lejos de cumplir sus objetivos, el sistema penitenciario propicia la corrupción, la violencia y la delincuencia en las calles y en los propios establecimientos carcelarios.
Además, en las cárceles no hay criminólogos, como tampoco lo ha sido ningún director del sistema penitenciario, solo las han dirigido abogados o policías. Los programas educativos, vocacionales y de conmutación de penas de los reclusos no funcionan con eficiencia y, no precisamente por la motivación de los afectados.
Álvarez considera que de cada 10 delincuentes que cumplen sentencias, seis resultan reincidentes. Los cuatro restantes pagan con su vida el crimen cometido (ejecuciones por venganza).
Por otra parte, la reincidencia criminal se traduce en inseguridad ciudadana e incremento de la actividad delictiva.
Álvarez sugiere la necesidad de investigar y abordar los factores que pueden estar contribuyendo a la participación desproporcionada de hombres en la comisión de homicidios.
En 2023, España reveló que uno de los principales proveedores de la droga en ese país era un panameño afincado en Dubai que las autoridades catalogan como uno de los seis ‘señores de la droga’ que, controlaban y dirigían las actividades criminales de las distintas células, bajo la convicción de estar en un santuario donde se sentían intocables.
Medios internacionales identificaron al panameño como el responsable de la introducción de la droga en el Puerto de Manzanillo (Panamá) y que igualmente mantenía contactos con el resto de barones en el emirato. A pesar de que esta persona, según las autoridades europeas, era la conexión para suplir de la sustancia ilegal a los europeos y que un porcentaje importante de la droga contenerizada que se trafica desde Panamá tenía como destino Arabia Saudita, este hombre parecía estar fuera del radar de las autoridades panameñas.
La inteligencia policial en el Istmo parecía centrarse en las pandillas o estructuras locales como aparatos logísticos para recibir la mercancía de Colombia y su posterior exportación.
El anterior relato es una muestra del rol que juegan los puertos en el trasiego de drogas, una de las vulnerabilidades nombradas por el presidente de Ecuador Daniel Noboa, quien en campaña política enumeró los síntomas del crimen organizado que experimentaba su país, y antes de que la crisis de seguridad alcanzara su máximo pico.
En la región Latinoamericana, los gobiernos que buscan pacificar las calles de la violencia ocasionada por el crimen organizado han intentado implementar diferentes fórmulas como mano dura; cárceles de máxima seguridad; planes de prevención y oportunidades de educación y trabajo para la juventud entre 15 y 29 años, que en Panamá por ejemplo, es la más común en los centros penitenciarios.
Sin embargo, en los últimos años los gobiernos de la región y organizaciones de derechos humanos han seguido con mucha atención la experiencia de El Salvador, liderada por el presidente Nayib Bukele quien declaró la guerra a las sanguinarias Maras que por décadas amenazaron a barrios enteros.
Desde que Bukele tomó el poder, los índices de homicidios pasaron de 3.5 al día (enero y septiembre de 2020) a 0.4 (enero y septiembre de 2023), según datos obtenidos del portal Infosegura, proyecto regional del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (Pnud).
Estos resultados, no obstante, surgen entre otras medidas luego de la aprobación del Congreso de un estado de excepción, hasta ahora permanente, que ha sido cuestionado por organizaciones defensoras de derechos humanos.
Bajo este escenario, El Salvador ha detenido a más de 71 mil personas en 19 meses señaladas de pertenecer a pandillas o colaborar con ellas.
Del otro lado de la moneda, el régimen de excepción extendido ha sido criticado por organizaciones de derechos humanos al cuestionar la sostenibilidad de la medida y la suspensión de los derechos constitucionales de los salvadoreños, que prohíbe el derecho de asociación y la inviolabilidad de domicilio, entre otras. “Bukele se ha apartado de la teoría de la violación de los derechos humanos.
Ese presidente tiene muchas cosas malas, pero en el tema de criminalidad resolvió a su pueblo. Abrió un nuevo método de pacificar las bandas criminales, y es un experimento hasta ahora”, opina el mayor retirado de las Fuerzas De Defensa Felipe Camargo.
Entre otras herramientas, Noboa convocó un estado de excepción, igual que lo hizo Bukele, y también militarizó las calles con el ejército. En Panamá, el ministro de Gobierno, Roger Tejada anunció la construcción de una cárcel de máxima seguridad al estilo de El Salvador, con la intención de retomar el control de las cárceles.
A pesar del polémico efecto Bukele, países como Honduras, Perú y ahora Ecuador han considerado el modelo como parte de su estrategia para combatir el crimen organizado. Aunque cada país tiene su propia realidad, algunas herramientas se analizan para combatir a los grupos delincuenciales.
“Ese estado de excepción es lo que aún motiva a no cantar victoria en el caso de El Salvador”, dice Aida Sellez, exdirectora del Instituto de Criminología de la Universidad de Panamá. Los tentáculos de las pandillas siguen vivos, advierte, “la organización y planificación puede renacer aún desde las cárceles”, como ocurrió en Ecuador. Lo que Sellez trata de decir es que hay que apostar a la prevención como antídoto a la represión.
“Pero en esa materia somos subdesarrollados, somos bomberos y apagamos la criminalidad porque no se rescata al sujeto que ha caminado por una carrera criminal”, zanja Sellez.
La óptica de los defensores de derechos humanos riñe hasta cierto punto con la fórmula Bukele.
“El planteamiento de reprimir el delito con abuso de autoridad y dar a las cárceles un mero lugar como depósito humano va en contravía a la necesaria resocialización y no ataca las verdaderas causas de la criminalidad lo que causa que los delincuentes en las cárceles serán reemplazados por otros en las calles y barrios”, asegura el abogado Pedro Sittón.
Agrega Sittón que los “estados de excepción temporales tienden a hacerse permanentes y con ellos los abusos de poder hasta que Bukele pierda su popularidad. Si bien ha tenido un supuesto éxito en el combate de la criminalidad, no se puede decir lo mismo en temas de educación, salud, economía y otros”.
A tres meses de haber asumido el poder el crimen organizado sorprendió al estrenado presidente de Ecuador, Daniel Noboa, con irrupciones en universidades e incursiones armadas en programas de televisión. Esto prácticamente en forma simultánea con la toma de rehenes en las cárceles tras el anuncio de Noboa de implementar el estado de excepción para controlar la violencia en las calles.
Los guardias comenzaron a ser asesinados para causar terror y caos en Guayaquil. La violencia no cesa. Hace unos días, el fiscal César Suárez a cargo de la investigación del asalto al canal de televisión, murió al ser acribillado en el interior de su carro. Un atentado que se desató unos días después de que Noboa decretara un “conflicto armado interno” contra el crimen organizado, militarizando las calles.
El Salvador ha resultado el modelo ‘más eficiente’ hasta ahora contra el dominio de las pandillas y la violencia en las calles. Para ello, el presidente Bukele, el ‘rock star’ del combate a las pandillas, debió intervenir el poder judicial, pero sin duda su atrevimiento allana el camino para el resto de los mandatarios de la región.
A pesar de que en 2016, Ecuador era considerado como uno de los países más seguros, hechos posteriores dibujaron la gravedad de la inédita crisis en ese país: el control de las cárceles en manos de las pandillas, la intensificación de las operaciones del narcotráfico especialmente en los puertos. Entre otros síntomas, en Ecuador el crimen organizado penetró el tejido social disputando el territorio con el Estado. ¿Qué semejanzas tiene este escenario con la realidad de Panamá? ¿Tendremos que llegar al extremo de Ecuador para implementar políticas más drásticas? ¿Decidir entre el estado de excepción o la supervivencia del Estado?