La Ciudad de Saber conmemoró su vigésimo quinto aniversario de fundación con una siembra de banderas en el área de Clayton.
- 17/01/2023 00:00
- 17/01/2023 00:00
“¡Dios mío... En mi vida me habían encañonado!”, espetó la mujer, una de las 12 víctimas del robo ocurrido en el salón de reuniones de la iglesia San Pablo Apóstol de La Locería, en Betania, Panamá.
“Nunca había vivido una experiencia como la de anoche. No sé cómo el asaltante no me arrancó el dedo para quitarme la sortija. Me quitó dos cañas y me arrancó dos collares. ¡Fue algo impresionante!”, se desahogó.
Dos testigos presenciales: la madre de un sacerdote que presta servicios voluntarios en la parroquia y una feligresa que recogió un audio donde registró el momento y que se difundió por las redes sociales.
El 9 de enero de 2023, con la Biblia entre las manos, el sacerdote José Quezada y 11 feligreses escudriñaban en los evangelios sobre el bautismo de Jesús. La reunión religiosa fue interrumpida intempestivamente por tres jóvenes culisos y delgados. Dos de ellos se tapaban la boca con las mascarillas quirúrgicas, que se popularizaron con la covid-19.
“¡Esto es un asalto!”, gritaron. El miedo y los nervios crearon una atmósfera negativa. Eran las 7:30 de la noche. Definitivamente no eran los reyes magos que llevaban presentes al simbólico nacimiento del niño Jesús, que aún permanecía expuesto en la iglesia, después de la festividad de la Epifanía. Lo que sí cargaban eran armas de fuego y cuchillos.
Todo ocurrió muy rápido y justo por un despiste. La encargada de las llaves de la iglesia olvidó cerrar el portón de los estacionamientos. Los asaltantes aprovecharon el descuido e ingresaron caminando como “Pedro por su casa” al salón de reuniones.
Cuando hablaron los asaltantes, el hombre y 10 mujeres, más el sacerdote, estaban concentrados en el espíritu de la lectura y la oración. En cuestión de segundos el ambiente se enrareció y reinó la confusión. Lo que parecía una broma de “mal gusto”, se convirtió en una pesadilla, que tardó entre 5 y 8 minutos, cuando uno a uno fueron despojados de sus pertenencias.
Los tres delincuentes no creían en nadie e iban dispuestos a todo, aprovechando el silencio de los muertos en las criptas y sin remordimiento por la presencia de las imágenes de los santos en la iglesia. Tampoco hicieron caso al sacerdote que se llenó de valor y con una voz contundente exigió que no se llevaran nada. “A lo mejor somos más pobres que ustedes”.
En medio del asalto, la madre del sacerdote imploraba a san Miguel Arcángel, que es el ángel vencedor del mal, para que nadie saliera lastimado. Los rezos parecen haber sido escuchados: no hubo heridos ni muertos. Y, en su caso, los delincuentes despreciaron su celular que mostraba rajaduras en la pantalla, pero que es donde mantiene las aplicaciones de sus cuentas bancarias. “No se lleven mi celular, está viejito”, suplicó. Quedó tirado en el piso con algunas carteras vacías.
Las oraciones también parecen haber hecho invisible el collar de oro, con la medallita de la virgen María, que colgaba en su cuello. Ese día en particular, no llevó la cartera al templo. Y tampoco se puso los anillos de matrimonio. ¿Premonición o simple casualidad? Lo único que sabe la mujer es que “Dios permite todo por algo”.
Otra de las víctimas logró quitarse los anillos de matrimonio y esconderlos en el seno, aunque corrió el riesgo de ser descubierta, porque uno de los asaltantes le preguntó: “¿Qué escondes?”, mientras la amenazaba con una navaja “bien afilada”. “Nada”, contestó con mucho control de las emociones y extrema naturalidad. No pudo librarse, sin embargo, de que le quitarán el celular y $60 en efectivo.
Otra de las mujeres que estaban en la reunión entregó su cartera, pero pidió que no le llevaran la cédula. ¡Extraño!, los delincuentes cedieron: sacaron el celular y dejaron el documento de identidad y la cartera tirados en el piso. Otra de las víctimas sí logró esconder el wallet en la cadera, pero no pudo salvar su celular.
“¡Fue impactante!”, contó una de las víctimas. “Nos tenían a su merced”, dijo la mujer que sintió que ese sería su último día cuando uno de los malhechores la encañonó. “¡Dios mío, hasta aquí...!”, pensó en ese momento. Unas palabras que dejó grabadas en el audio que se difundió a través de las redes sociales.
“¿Eso es oro?, ¿es oro?”, le preguntaron los delincuentes sobre los collares que cargaba. ¡Sí!, respondió ella, muy nerviosa. Se veía que eran principiantes e inexpertos, porque no identificaban el oro.
A otra de las víctimas, la doctora Obdulia, le llevaron el bolso donde estaba la llave de su casa y del carro. Allí también tenía sus tarjetas de crédito. Le robaron un celular con tan solo un mes de uso. Le apuntaron con una pistola en el estómago. Pero eso no la intimidó. Cuando los delincuentes salieron caminando de los predios de los estacionamientos de la parroquia, la doctora se levantó de la silla y los siguió, pero se le perdieron en la oscuridad de la noche en un transporte selectivo. Con ellos se llevaron las llaves del portón del estacionamiento, de las entradas de la iglesia, de las criptas y de la sacristía. La policía llegó media hora más tarde del asalto. Las víctimas solo saben agradecer y honrar a Dios por poder contar esta historia.
El robo resultó sencillo para los delincuentes. Las víctimas son personas pacíficas, que entregaron todo lo que tenían. Entre ellos se decían: “déjale la cartera”, “no forcejees”, “deja que se lo lleven todo”. Porque compartían un único pensamiento: ¡lo más importante es la vida, porque lo material se recupera! El susto pasó, pero siete días después del hecho no existen sospechosos y no hay ni rastro de los delincuentes que perpetraron el insólito asalto en la iglesia de San Pablo.