Este viernes 20 de diciembre se conmemoran los 35 años de la invasión de Estados Unidos a Panamá. Hasta la fecha se ignora el número exacto de víctimas,...
- 29/01/2022 00:00
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En el País Vasco se viven horas terribles. La vida es un bien devaluado. Seres inocentes reciben de pronto la mortaja de manos del grupo terrorista ETA. En esa comunidad española los concejales del Partido Popular o del Partido Socialista tienen sus días contados. Son ya muchos los asesinados y sobre muchos pende la amenaza fatal.
Mujeres y hombres concejales permanecen con valor en sus cargos y se juegan constantemente la vida. Entre bombas y balas pasan sus días, y cada bomba tiene nombre propio. Unos se desesperan y se trasladan a otras tierras. Otros se aferran a la patria chica. Los que quedan piden protección oficial ante tantas amenazas concretas. El Gobierno resolvió otorgarla. Cada concejal tiene un guardaespaldas. ¡Solo uno! Al menos, si sobrevive contará la historia.
En Cuba, en la época de Batista, se vivía un escenario semejante al vasco. Cada día ofrecía una muerte violenta. Era una sociedad que daba miedo. No existía el diálogo. Existía el terror. Imperaba el lenguaje de la metralleta. Los dirigentes políticos y sindicales tenían bandas organizadas de guardaespaldas. El rencor anidaba en todas las esferas. Cada hermano tenía una cuenta por cobrar. La existencia de las escoltas nutridas y armadas hasta los dientes era notoria y necesaria. Tal era la inseguridad social y la agresividad criminal del Gobierno.
Al caer Batista, el rencor apretó los gatillos de la venganza y cada cual fue cobrando su cuenta. La revolución castrista atemperó la vendetta privada y levantó los paredones. Del rencor homicida se pasó a la acción oficial, pero de esa acción se pasó al frenesí incriminador, en algunos casos en perjuicio de las garantías procesales.
En Panamá, antes de la instauración de la dictadura militar, las escoltas estaban limitadas a un par de figuras. Eran escoltas escuálidas, protocolares, silenciosas, sin mayores aspavientos. Pero apenas se instauró el régimen castrense, proliferaron los automóviles negros, misteriosos y tenebrosos, cargados de vagos y con sirenas ululantes; haciendo compañía a cualquier mequetrefe militar o civiloide.
Todo fue adquiriendo el carácter de un cuartel. La entrada de la Corte Suprema de Justicia tenía sus retenes y en su entorno deambulaban decenas de guardaespaldas con rostros patibularios; igual ocurrió en la Procuraduría General. Había por allí más policías que fiscales, y más guardaespaldas que magistrados y jueces.
En Panamá después de la caída de la dictadura no se vivió lo que ocurrió en Cuba. Los torturadores, los perseguidores, los homicidas, los que abrían fosas comunes en los patios de los cuarteles se agacharon un poquito por poco tiempo y para ellos no hubo tempestad sangrienta.
Nadie recibió un disparo en la nuca, a nadie se le cercenó la cabeza y nadie cobró con sangre su desventura y su dolor. Nadie sugirió un paredón popular contra los estados mayores militares y civiloides. Lentamente los espíritus se fueron apaciguando y se dejó a la justicia –y de soslayo a Dios– el papel reparador. Sin embargo, la perniciosa costumbre de guardaespaldas con su parafernalia, con sus rimbombantes escenas subsistieron, también quedaron ilesos los retenes en la Corte Suprema, en la Procuraduría y en otras dependencias.
Yo siento un gran respeto por los hombres que se han refugiado en la soledad para encontrar en ella su compañía. En los momentos en que vaga mi memoria por escenarios imaginarios, percibo a Belisario Porras, anciano, conversando en las calles con su pueblo o con los niños de algunas escuelas que fundó, sin las escoltas propias del País Vasco.
Siento a la par que una sonrisa afable se dibuja en mi rostro al recordar el pasaje de Otilio Ulate, expresidente de Costa Rica, al ser arrollado por una bicicleta cuando caminaba solo por las calles de San José.
También pinto en el lienzo de cosas del pasado, aquel instante honroso y conocido que ubica a Harmodio Arias Madrid en la antigua curva de Campana, enteramente solo, esperando a un adversario que lo amenazó con darle muerte si concurría a ese sitio. En ese momento Harmodio Arias Madrid tenía por única compañía el coraje que fluía de su propio sentido del honor.
A Arnulfo Arias, cuando dejaba el poder, a veces lo acompañaba un perro traído de Alemania y no necesitaba escolta alguna porque siempre una adversa pandilla de sapos vigilaba policíacamente sus pasos. Roberto F. Chiari y Ernesto De La Guardia no podían ser concebidos con ocho guardaespaldas, cada uno, incursionando en sus mundos de simples ciudadanos. Ellos simbolizaban la sencillez republicana. Pero a Remón, siempre cargado de escoltas, el determinismo le hizo una mala jugada.
A Diógenes le bastó un tonel para vivir y un poco de sol para entender la pequeñez humana ante la grandeza del universo. El peligro de los muchos honores o de las muchas veneraciones es que a los beneficiarios se les hincha el ego, como decía el otro Diógenes, el nuestro.
En el País Vasco se viven horas terribles. En ese entorno y solo en él, la vida en soledad es un peligro. La compañía protectora es una necesidad. En el entorno democrático panameño, sin etarras criollos, las escoltas dispendiosas o cosméticas, ocho para cada cabeza expresidencial, son despropósitos innecesarios.
Esos deleites no tienen que asumirlos el erario del pueblo.
La versión original de este artículo fue publicada el 9 de marzo de 2002.