Decimoctava entrega

Actualizado
  • 18/12/2009 01:00
Creado
  • 18/12/2009 01:00
El Nuncio Sebastián Laboa hospedó a Noriega en el dormitorio principal del primer piso de la Nunciatura. Era el mismo l...

El Nuncio Sebastián Laboa hospedó a Noriega en el dormitorio principal del primer piso de la Nunciatura. Era el mismo lugar donde sus adversarios se habían refugiado cada que, luego de desafiar su poder, tenían que correr por su vida. Incluso el ahora presidente Guillermo Endara había utilizado esa cama que ahora cubría una manta azul.

El cuarto contaba con lo necesario: un pequeño aire acondicionado, un televisor y un teléfono. El mundo se había desmoronado pero él seguía vivo. No tardó demasiado en quedarse profundamente dormido.

Laboa se comunicó con el Comando Sur, habló con Marc Cisneros.

- Noriega está en calidad de asilado temporal. Ahora hay que esperar las decisiones de Roma- informó el Nuncio.

Cisneros organizó de inmediato el cerco sobre la Nunciatura. No escatimó recursos. La posibilidad de una fuga de Noriega no entraba dentro de sus cálculos. En palabras de Laboa, el General dormía como un niño. Estaba más preocupado por la eventualidad de que algún grupo de los Batallones de la Dignidad intentara abrir un corredor en un intento final por rescatar a su líder.

Laboa tenía en sus manos una bomba de tiempo y le había tocado desactivarla. Se planteó el peor de los escenarios: ¿qué pasaría si una multitud desatada se lanzaba hacia allí para hacer justicia? ¿Podría evitar él un baño de sangre? Sabía que Noriega y sus hombres estaban armados. Según iban las cosas, vislumbraba el Nuncio, Noriega tenía tres posibilidades: entregarse, acabar con su propia vida o ser víctima de un linchamiento popular o un asesinato de los gringos. Tenía que generar las condiciones para que Noriega comprendiera la realidad de su suerte.

Cuando llegó la noche, Laboa subió con Gaitán al primer piso. Noriega se acaba de despertar. Les señaló la ventana. Gaitán corrió la cortina y pudieron ver como desde el edificio de al lado, a la misma altura, un soldado norteamericano les apuntaba directamente. La cerraron sin decir nada.

- Creo que podríamos intentar un asilo en un tercer país. Puede ser México, España o Cuba- propuso el hombre cuyo destino tenía al mundo en vilo.

Podemos- replicó Laboa -, pero no creo que los americanos lo permitan.

El Nuncio organizó una rueda de consultas con delegados diplomáticos de 16 países. Ninguna consideró la posibilidad de aceptarlo. Ni siquiera España, que meses atrás le había ofrecido un cómodo exilio en sus tierras si dejaba el poder. Sólo Cuba estaba dispuesta a recibirlo pero denunciaba que su sede diplomática estaba rodeada.

George Bush llamó a una conferencia de prensa en la que dejó vislumbrar una leve alegría porque se había dado con el paradero del prófugo. Recordó que Noriega debía responder ante la justicia de Estados Unidos por cargos relacionados con el tráfico de drogas.

Antes de la llegada de la medianoche, Dick Cheney aterrizó en Panamá para celebrar la Navidad con los soldados. La tropa que estaba cercando la Nunciatura no la pasaba nada mal. Los vecinos de Paitilla les llevaban pavo y bebidas frescas mientras les pedían que entraran a los tiros y mataran a Noriega de una vez.

El 25, Laboa cruzó la Avenida Balboa y se dirigió al Colegio San Agustín, en los predios donde hoy funciona el centro de compras Multicentro. Lo esperaba allí el Marc Cisneros. Laboa le comentó su plan. Si lograban que Noriega se entregara a la justicia de Estados Unidos, todos tendrían el problema resuelto. Incluso el General que salvaría su vida y, a la vez, se le garatizaría un juicio justo. Sólo tenían que generar las condiciones para que Noriega aceptara que solo tenía una opción.

Cisneros conocía bien a Laboa y confiaba en sus capacidades. Se habían reunido infinidad de veces en los últimos años y le gustaba especialmente escuchar sus historias, sobre todo las relacionadas con sus primeros años en Roma, cuando oficiaba de “abogado del diablo” – figura que Juan Pablo II abolió en 1983 –, buscándole los cayos a los candidatos que el Vaticano se proponía santificar.

Tras la reunión, Cisneros le comunicó las novedades a Thurman. El General se puso de mal humor. Le parecía una locura dejar el desenlace de la operación en manos de un cura español. El presidente Bush decidió seguir el camino diplomático. Un enfrentamiento con el Vaticano en plena navidad no era algo que necesitara. Además, los norteamericanos estaban de vacaciones, los combates habían terminado y, finalmente, conocían el paradero de Noriega.

Thurman llamó a Laboa para pedirle que, por lo menos, sacara a las monjas de la Nunciatura. Temía que Panamá se convirtiera, como había pasado en Irán, en una crisis de rehenes.

- ¿Y quién va a cocinar para toda esta gente?- se negó el Nuncio.

Ese 26 de diciembre, el Comando Sur realizó una conferencia de prensa en la casa de Noriega para mostrar las cosas que habían encontrado allí: elementos de santería, recipientes con sangre, hierbas para rituales Vudú, un cuadro de Hitler y 50 kilos de cocaína. Cuando Noriega se enteró de las noticias se sobresaltó. No podía creer que dijeran una mentira tan burda como esa –revelaciones periodísticas posteriores revelarían que los paquetes no contenían drogas -. También pudo ver, no sin tristeza, el final de su amigo Luis Del Cid. Lo trasladaron a Miami esposado y con un traje naranja de presidiario común. Laboa lo interrumpió para acercarle una citación de la Justicia panameña que comenzaba a investigarlo por sus delitos. Noriega la firmó.

En la calle, un equipo especial de operaciones psicológicas del Comando Sur montó una decena de potentes cajas de sonido que, apuntando a la Nunciatura, empezaron a escupir canciones de rock duro a todo volumen. Los periodistas que transmitían en vivo desde allí informaron que el objetivo del operativo era desestabilizar la tranquilidad de Noriega. En realidad lo que pretendían evitar era que comandos de las Fuerzas de Defensa interceptaran las comunicaciones en la Nunciatura. Sólo ellos debían gozar de ese privilegio. Desde los edificios cercanos eran capaces de captar hasta la respiración de Noriega.

Laboa perdió el sueño y la calma y llamó bramando a Cisneros ordenándole que sacaran todo aquel montaje de allí. Además no molestaban a Noriega. El vocero oficial del Vaticano, el español Joaquín Navarro Vals, emitió un comunicado criticando la presión militar sobre la casa de Dios. Sentenció que Estados Unidos era una fuerza de ocupación y no podían interferir en cuestiones diplomáticas. Noriega seguiría asilado.

Aunque la respuesta consiguió que se apagara la música y regresara el silencio, Laboa intuyó que en Roma no entendían bien la situación. Le pidió al Presidente Endara que le escribiera al Papa. Endara firmó que la justicia panameña no estaba en condiciones de llevar adelante un proceso contra Noriega, ni de velar por su seguridad. Su entrega era necesaria para que pudiera ser juzgado en Estados Unidos y para que sus seguidores se convencieran de que la guerra había terminado.

Thurman volvió a comunicarse con Laboa. Parecía obsesionado con el posible escenario de una toma de rehenes. El religioso aceptó firmarle una carta autorizando el ingreso de tropas en el caso de que se diera un secuestro. Era una manera indirecta de presionar a Noriega. Cuandoel General se enteró, increpó al Nuncio que mantuvo la calma.

- Usted y yo sabemos que aquí nadie va a secuestrar a nadie, así que no hay de que preocuparse-, le ofreció como toda respuesta.

Enrique Jelenszky era un joven abogado, amigo de Laboa, que había llegado a la Nunciatura para colaborar en lo que fuera necesario. Iba a realizar las compras, redactaba cartas para el Nuncio, ante cualquier eventualidad estaba siempre listo. Como todos los ayudantes que estaban allí sentía un odio visceral hacia Noriega. Al principio ni lo miraba. Sin embargo, a medida que la convivencia se iba prolongando, la intimidad se construyó sola y se animó a tener unas charlas con él. Además, su cuarto también estaba en el primer piso, en una habitación cercana a la de Noriega. El resto de los huéspedes estaban en la planta baja. Por expreso pedido de Laboa, hombres y mujeres dormían en salones separados.

La noche del 26, en plena madrugada, Jelenszky se despertó sobresaltado. El edificio parecía temblar y se escuchaban ruidos de tanques en un lote vecino. Salió al pasillo y vio a Noriega, acurrucado contra una puerta, señalando afuera mientras el sonido ensordecedor de los helicópteros que llegaban desde la bahía les impedía escucharse.

- Hey, fíjate ahí, los gringos están saltando por el cerco y van a entrar-, le dijo.

Jelinsky averiguó: era un Bulldozer que aplanaba la tierra para permitir el descenso de los helicópteros. Noriega volvió a su cuarto. A partir de esa noche comenzó a dormir con la puerta abierta.

Al otro día, Jelenszky, salió de su cuarto y lo encontró más tranquilo, frente al televisor. Se acercó. El aparato mostraba imágenes de unos niños patinando sobre hielo en el Rockefeller Center.

- ¿Se le están haciendo largos los días?- preguntó Jelenszky no sin malicia. Noriega puso cara de más o menos y señaló la mesita de luz donde tenía un libro de Isabel Allende y una biblia.

- Y pensar que la Nunciatura fue tan generosa con tantos civilistas… por lo menos podrían haber donado un betamax-, bromeó Noriega. A Jelenszky lo sorprendió el chiste, pero le dijo que preguntaba en serio.

- ¿Sabes qué?- le contestó Noriega. - He aprendido que nada es imprescindible… la vida sigue, sólo somos moléculas-, dijo con tranquilidad.

Jelenszky escuchó la frase y se esforzó por memorizarla. Después fue a su cuarto, tomó un cuaderno y la apuntó. La tinta es la sangre de la historia.

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