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- 08/08/2021 00:00
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En los últimos 40 años, si no más, se comenta que Colón es una bomba de tiempo. Pasan las administraciones políticas, y los proyectos, desde Colón 2000 y otros que surgieron antes y después, sin haber atacado el problema central de Colón; o, mejor dicho, lo han atacado, pero en contra de las víctimas, los colonenses. Después de la guerra (1939-1945), Colón inició una fase de deterioro a raíz de su dependencia extrema con la presencia de la Zona del Canal y las bases militares estadounidenses.
Ni siquiera la creación de la Zona Libre en 1948, tal vez pensada de buena fe como un sucedáneo de la contracción prevista para la postguerra (recordemos que Panamá fue beneficiada por el auge económico durante la Segunda Guerra Mundial con la presencia de tropas estadounidenses), contribuyó a equilibrar los vacíos que se generaron después de la guerra.
La crítica más fuerte en contra de la Zona Libre fue que esta sirvió para atraer una fuerza de trabajo desde la ciudad de Panamá, afectando las esperanzas de los residentes. Poca mano de obra colonense fue incorporada a la Zona Libre, especialmente en los puestos intermedios, pues los comerciantes, muchos de ellos con residencia en la ciudad de Panamá, llevaron a sus empleados de planta hacia la Zona Libre, obligándolos a viajar diariamente de un lugar al otro.
Así fue durante el periodo de los años 50 cuando la presión económica obligó a los colonenses a manifestarse en contra de la situación, una de las cuales fue la famosa marcha del hambre, en 1959, que no logró si no un reconocimiento mediático de la situación, pero más nada. Varios de sus dirigentes fueron presos por varios meses.
De igual manera, en los años 70, durante el gobierno militar, la ciudad ya mostraba el deterioro que se acentuó en las décadas siguientes, sin que los dueños de los inmuebles se mostraran interesados en mejorarlas, porque de fondo prevaleció una constante: el racismo y las expresiones de discriminación socioculturales. Lo que fue una clientela de elite desapareció y los edificios fueron ocupados por los pobres, igual que en el Casco Viejo de Panamá.
Era preferible que los edificios se deterioraran para que se fueran los ocupantes, antes que gastar dinero en reparación. Aparte de los problemas de cobro de alquileres, estaba la decisión de no invertir por temor a no recuperar la inversión.
La población, mayoritariamente afrodescendiente, muchos afroantillanos, pero también costeños de costa arriba y costa abajo, así como coclesanos, ya no cumplía los valores estéticos y socioculturales que seguramente funcionaban en el imaginario de los planificadores del futuro de la ciudad. Se decretó en la práctica el desalojo hacia las zonas suburbanas, a lo largo del eje de la carretera Panamá-Colón. Pero este proceso apenas concebido no tuvo ningún ordenamiento serio. Dependió de los capitales de los operadores de construcción de viviendas en los años siguientes.
Después de los militares, la década de 1990 inició el proceso de desalojo organizado de Colón, confirmado alrededor del proyecto Colón 2000, un programa de traslado hacia las áreas revertidas, pero sin un plan claramente diseñado, pero sí pensado como de restauración de la ciudad en los términos de una clase de operadores de bienes raíces que decretaron la desaparición del viejo Colón.
Pero no contaban con la resistencia de la comunidad colonense que percibió, quizás algo tarde, que el trasfondo de estos programas de ofertas residenciales era el desalojo de una comunidad cuya imagen resulta incómoda a los futuros operadores de una ciudad renovada, pero destinada a nuevos residentes de alto vuelo, convertida toda ella en Zona Libre. O la Zona Libre es una excusa para la expulsión precisamente para tener espacio libre y ejecutar el programa de bienes raíces sin problemas.
En las décadas de 1980 a 2010 la población sufrió un deterioro económico tan fuerte, que tenía índices de desarrollo humano muy parecidos a los de Haití. Y el desaire de los gobiernos en términos de un proyecto de desarrollo urbano inclusivo ha sido una constante.
De aquí que no sorprende que la población se haya manifestado cada vez que percibe que las decisiones gubernamentales no han contado con la consulta previa a la comunidad, de una manera planificada, que cambie el ritmo de una economía desigual no pensada para la gente local, sino para la acumulación de los bienes de un segmento pudiente de la sociedad.
Segmento pudiente cuyo imaginario histórico sigue siendo un país europeizado y blanco, una contradicción en sí misma cuando la realidad de los estamentos económicos que se están apoderando de Colón, tampoco reflejan ese imaginario.
No hay disculpa para ninguno de los partidos que se han sucedido desde 1990 al presente, pues todos responden a la misma vocación inmobiliaria de los que los financian. Esa es la tragedia, pues han traicionado, no digamos las esperanzas, sino las expectativas temporales de una clientela partidaria que, tal vez por eso, es ignorada y hasta despreciada pues, a los ojos de sus magnos dirigentes, su paga son las migajas que percolan desde sus bolsillos, pero con fondos de la misma sociedad. Se entiende así la demora en la reconstrucción de las calles, destruidas todas al mismo tiempo, sabiendo que el proceso de reconstrucción conllevaría más tiempo. Fue una planificación perversa tendiente a desgastar al residente destinado a tener que desplazarse fuera de la ciudad.
Acabar con la ciudad vieja parece ser la consigna, como los romanos contra Cartago. Lo nuevo es que el alcalde de la ciudad ha condenado, subjetivamente, varias decenas de edificios definidos como históricos...y destruido uno a mansalva. Recordemos que la arquitectura de la ciudad, su único casco, es resultado de un diseño adaptado a las condiciones del trópico.
Pero los operadores urbanísticos y de bienes raíces de este momento especulan con el control de la tierra y grandes operaciones en la construcción de edificios, cuyos diseños ya deben estar preestablecidos, solo esperando el derribo de los viejos edificios... El problema del alcalde es que no es ni arquitecto ni historiador y no ha presentado una justificación adecuada; mientras, el Ministerio de Cultura parece no tener presencia en este escenario de un proyecto perverso de expulsión de su vieja población. Entonces, ¿por qué se manifiestan?
El autor es antropólogo e historiador. Académico e investigador social
Pensamiento Social (Pesoc) está conformado por un grupo de profesionales de las ciencias sociales que, a través de sus aportes, buscan impulsar y satisfacer necesidades en el conocimiento de estas disciplinas.
Su propósito es presentar a la población temas de análisis sobre los principales problemas que la aquejan, y contribuir con las estrategias de programas de solución.