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- 10/07/2022 00:00
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La crisis de la humanidad augura batallas no tan lejanas por los alimentos. Hoy, casi 60 millones de personas están malnutridas según la Organización de las Naciones Unidas (ONU), esto es 13,8 millones de personas más que en 2020. Sin embargo, la respuesta de la agroindustria es más tecnología, más monocultivos, más organismos genéticamente modificados y más agroquímicos para aumentar el rendimiento.
Pero hay otro camino, uno alternativo: la agroecología. Fue definida en 2007 por el Foro Nyéleni como el derecho de las personas a comida saludable y culturalmente apropiada, producida a través de métodos ecológicos y sustentables, además del derecho a definir sus propios sistemas de alimentación. La agroecología pone a los productores, consumidores y vendedores en el corazón del proceso, en vez de centralizar las demandas del mercado y las corporaciones (Gliesman, et al 2019). La agroecología, más que un concepto, es una forma de vida, una forma de hacer política y una forma de hacer economía.
Los fundamentos de la agroecología, como recogen Altieri y Toledo (2010), se sostienen en la biodiversidad, la resiliencia, la eficiencia energética, la justicia social, el mercado local, la diversificación agrícola, la interacción biológica, sinergia de ecosistemas, regeneración de la fertilidad del suelo, policultivos, semillas nativas, razas locales de ganado, retención de agua, control natural de plagas y sustitución de insumos externos. Todo lo anterior entretejido para sostener un complejo, diverso y resiliente sistema de alimentación agroecológico.
La contraparte, la agroindustria, que realmente tomó los sistemas ancestrales y tradicionales que ya eran agroecológicos, para introducirles paquetes tecnológicos dando un giro de 180 grados al espíritu de la agricultura, va en la vía contraria. La agroindustria maximiza ganancias invirtiendo cada vez más en combustibles fósiles, utilizando más agroquímicos, sembrando más monocultivos y enfocándose cada vez más en aumentar la exportación y minimizar los costos. Entender la agroecología como antecedente de la agroindustria y no como una alternativa creada posterior a ella, es crucial para poder abordarla sin los mismos prejuicios con los que la descalifican los representantes del imperio agroindustrial. Así se descarta del discurso la falsa percepción que invalida todos los alimentos que no entran en las estadísticas oficiales del intercambio comercial internacional.
Con esto en mente, sumamos los datos que da Altieri sobre los más de 65 millones de campesinos en la región, de los cuales entre 40 y 55 millones son indígenas y que en su conjunto cultivan el 51% del maíz, 77% de los granos y el 61% de las papas que se consumen en la región a través de la agricultura familiar. En Latinoamérica conviven sistemas agroindustriales y agroecológicos; y pasar hacia la agroecología puede ser difícil y en algunos casos parecer hasta imposible por la profundidad de las medidas adoptadas, reconoce Altieri, quien concluye que a pesar de eso, “estamos a tiempo de revertir la agroindustria en la región”.
Casos como el de México, en donde los campesinos retomaron hectáreas y han demostrado con estudios que los policultivos tienen mayor rendimiento, que producen el doble de material para regenerar el suelo y que aumentaron su eficiencia energética, se están colando cada vez más en las narrativas académicas. Otro ejemplo es el de Guatemala, donde la milpa –una combinación de maíz con frijol, calabaza y otras especies– es la base de la dieta de las familias. Además, el uso diverso de paisajes minimiza los riesgos, promueve una dieta diversa y maximiza la producción, la heterogeneidad, la flexibilidad y la estabilidad de los sistemas (Altieri y Toledo 2010).
Aparte de la heterogeneidad, la agroecología también es pieza fundamental en el camino hacia la seguridad alimentaria. La visión de la que hablan Rosset y Martínez ve a la agroecología como “una herramienta de activación para la transformación de realidades rurales a través de acción colectiva”, algo que a su vez califican como una “pieza clave” para la construcción de la soberanía alimentaria. Altieri y Toledo van más allá: para ellos la agroecología no solo pavimenta el camino para construir la soberanía alimentaria, sino que también cimenta la soberanía energética y la soberanía tecnológica, lo que en su conjunto garantiza la resiliencia del sistema.
Según la FAO, la soberanía alimentaria es el derecho a proteger y regular la producción nacional agropecuaria y a proteger el mercado doméstico del dumping de excedentes agrícolas y de las importaciones a bajos precios de otros países. Es un camino que aspira a unir directamente al productor con el consumidor en una relación estable, sostenible, cercana y libre de intermediarios especuladores (Gliessman et al, 2019).
En Latinoamérica hay movimientos agroecológicos que están rompiendo paradigmas y que luchan por reconfigurar el territorio campesino e indígena frente al acaparamiento de tierras, apoyar las ocupaciones de tierra de los desplazados a través de una verdadera reforma agraria y popular, y de cambiar las políticas públicas para conquistar esa soberanía alimentaria (Martínez y Rosset, 2010). La soberanía alimentaria es una aspiración que comparten el norte y el sur, de acuerdo con Gliessman, y que condensa el deseo de justicia, autonomía y una relación balanceada entre los seres humanos y la naturaleza.
Paralelamente, Altieri y Toledo plantean que la extensión de la agroecología en América Latina vino acompañada de una tendencia innovadora, cognitiva, tecnológica y sociopolítica que vio el resurgimiento de gobiernos progresistas y movimientos sociales e indígenas en constante interacción y conflicto, pero que han nivelado un poco más las relaciones de poder que antes monopolizaban corporaciones como Monsanto.
Al desafiar la hegemonía de la agroindustria, la agroecología no escapa de tensiones y contradicciones en su recorrido. Con limitaciones en su capacidad innovadora porque su financiamiento casi siempre se circunscribe a inversión propia, programas internacionales, oenegés y aporte estatal, a diferencia de las multinacionales que invierten cada vez más fondos en tecnología, semillas transgénicas, agroquímicos, etc. También hay fuertes intereses económicos, estatales y corporativos que frenan, ignoran, o de plano invalidan las otras formas agroecológicas. Esto –explica Gliesman et al– crea tensiones entre la convergencia de los movimientos, cuyo discurso muchas veces es capturado por oficiales públicos y privados comprometidos con que nada cambie.
Mas allá de la sostenibilidad
Estas disyuntivas entre movimientos agroecológicos y de soberanía alimentaria, según Gliessman, deben ser sorteadas creativa y constructivamente en aras de transitar el camino hacia nuevas formas para obtener alimentos. El nivel aspiracional que describe Gliessman se vislumbra como un nuevo sistema global de alimentos basado en la participación, la democracia, la justicia; que vaya más allá de la sostenibilidad y regenere los ecosistemas. No se trata solo de una transición o un cambio, sino de una transformación profunda de valores, procesos, y el espíritu de todo el modelo actual.
Es innegable la relación entre la agroecología y la soberanía alimentaria, la primera es prerrequisito para la segunda. Salir de la lógica que prima la seguridad alimentaria –que es el acceso a alimentos aunque sean importados– para construir la soberanía alimentaria sigue siendo un reto para toda la región, máxime en el contexto de la creciente desigualdad, la pobreza y la desnutrición que azotan nuestras ciudades y pueblos.
La autora es periodista y estudiante de maestría en ecología política y alternativas al desarrollo.
Pensamiento Social (Pesoc) está conformado por un grupo de profesionales de las ciencias sociales que, a través de sus aportes, buscan impulsar y satisfacer necesidades en el conocimiento de estas disciplinas.
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