Ciclistas, atletas, patinadores y paseantes de la capital colombiana tienen una cita infaltable desde hace 50 años: la ciclovía de los domingos y festivos,...
- 09/10/2016 02:00
Mis libros
En estos días de lluvia me ha tocado mudar mi humilde biblioteca. Para mí, siempre será un acto de suprema intimidad reencontrarme con los libros que he adquirido a lo largo de mi vida y con sus autores, que sorteando ventoleras y olvidos, se han propuesto acompañarme por estos caminos del mundo, imperturbables, estoicos, amparados en un sepulcral silencio que solo se altera cuando sienten que alguna mano curiosa los toma por su lomo y unos ojos irreverentes violan la paz sacramental de sus páginas. Diría que ellos han sido los cómplices de mi memoria, amigos fieles que han sabido envejecer conmigo, complacidos ahora de vernos todos adornados con las arrugas del tiempo.
Tratando de ubicarlos donde pienso que están más cómodos, quizá buscándoles un reposo placentero, un sitio donde los versos de Porfirio Salazar fuesen vecinos fraternales de los poemas del bardo mayor, José Franco, y de las sublimes inspiraciones de Guillermina Carrizo, donde queden cercas las investigaciones sociológicas de Omar Jaén Suárez, con los apuntamientos históricos de don Héctor Conte Bermúdez, donde las letras de la profesora Dalia Peña se reúnan con las del periodista Gil Blas Tejeira y su El retablo de los duendes , me encontré con la extraordinaria obra de Abel Lombardo Vega titulada Crónica de la conquista del Istmo. El Instituto Nacional de Cultura la editó en 1979, en un formato pequeño y rústico, tal vez pensando en la asombrosa humildad que hizo grande a su autor.
Siendo aún adolescente, tuve la oportunidad de conocer a don Abel, pues su domicilio en Penonomé, su tierra natal, colindaba con la casa solariega de mis abuelos maternos. Guardo el recuerdo de verlo andar con la lentitud de los que cargan años y la sencillez del sabio, sensible al canto del bin-bin que bajaba de la montaña acompañando al frío viento del norte y ajeno al gritón corretear de los niños en los viejos patios familiares, en esos veranos siempre breves e intensos. La sola figura proyectaba en nosotros un superior respeto y una especie de reverencial temor. Solitario, hundido en su inagotable brillantez, es probable que mientras yo lo miraba a lo lejos, él estuviera rememorando las andanzas de los personajes de El doctor Zhivago , del Premio Nobel Boris Pasternak, o de La hija del capitán , del novelista Alexander Pushkin, obras que don Abel tradujo del idioma ruso, lengua que dominaba con marcada solvencia.
Fue un genio, un hombre virtuoso, un ser de elevado talento. Abel Lombardo Vega estudió en la Escuela de Varones de Penonomé y con los jesuitas en la ciudad de Colón, luego en Kingston, Jamaica. Vivió en las grandes urbes de entonces: Londres, París y en el Distrito Federal de México, y más tarde se radicó por once años en los Estados Unidos, donde cursó estudios de Lenguas y Literatura en la Universidad de Columbia. Además del ruso, leía, hablaba y escribía ingles, francés, portugués, alemán, sueco, algunas lenguas eslavas y esquimales y penetró profundamente en los dialectos y jeroglíficos de nuestras poblaciones originarias. Dedicó su vida al estudio en serio, a la investigación de la historia y la literatura (por ahí, en algún lugar, he de encontrar sus Ensayos sobre literatura japonesa contemporánea u otros sobre Pasternak y el Doctor Zhivago ) y en ese afán ilimitado tradujo al español y al inglés importantes textos y escribió obras históricas de enorme valor, reconocidas todas en el gran universo intelectual. Crónica de la conquista del Istmo , que hoy tengo en mis manos, es, sin dudas, una de esas.
Sin embargo, don Abel es un genio olvidado. En su tierra penonomeña, donde al caer la noche don Abel pudo, al igual que los nativos, ‘percibir el eco nostálgico de sus ocarinas, tambores y urupaimas en el redoble de la última marcha funeral ', no hemos sabido valorar debidamente su titánica y prolífera obra. Otros países, seguro estoy, ya quisieran contar como suyo a este ilustre y aquilatado ciudadano. Es una deuda pendiente, insoslayable, que estamos obligados a pagar pronto. Por mi parte, he decidido que Crónica tome un puesto estelar en mi biblioteca, el lugar que se merece, junto al Balboa del educador aguadulceño Octavio Méndez Pereira. Ojalá una madrugada, de esas de angustias y desvelos, tan frecuentes en mi vida, oiga a estos dos excepcionales coclesanos conversar de Fulvia, la hermosa doncella hija del cacique Careta, cuyo corazón aún palpita enloquecido por Balboa, allá en las lejanas oquedades del indomable Darién.
En esta memorable caravana bibliográfica, me topé también con los libros de otro olvidado penonomeño, el abogado Diógenes Aníbal Arosemena Grimaldo. Sus obras sobre la cuestión canalera, encierran el pensamiento de una generación que se preocupó a diario por la recuperación de la soberanía en todo el territorio, cuyo enfoque es hoy un referente en esa lucha histórica librada desde los albores de la República y que aún no ha terminado. De mi querido profesor de la Escuela de Diplomacia, de la cual era su director cuando llegué a la Universidad de Panamá, mantengo casi la mayoría de sus textos. Entre más de una veintena de estudios, su Historia documental del Canal de Panamá es, tal vez, el más consultado. Sus libros los ubicaré junto de aquella interesante obra de nuestro coterráneo Harmodio Arias Madrid, El Canal de Panamá , cuyo texto en inglés fue traducido por el Pollo Arosemena, y de las patrióticas reflexiones de mi entrañable tío Carlos Iván, quien, además, escribió una obra jurídico-política, El proceso Guizado , y un texto importante en materia penal, La teoría jurídica del homicidio , entre otras muchas dedicadas a la defensa de la soberanía istmeña. Quisiera que sea mi biblioteca el escenario perfecto de un coloquio sereno e interminable entre estos ilustres penonomeños, que no existan en sus obras valladares infranqueables, lejanías u olvidos. Que vuelvan bajo la fronda de su juventud perdida, a tener la dicha de compartir inquietudes, inviernos, banderas, quimeras, lunas llenas, en el siempre tibio seno maternal del terruño que los vio nacer y en las aguas benditas del amado Zaratí.
¡Cuántos años por venir y vivir observo en esos libros cerrados, cuántas lecciones aprendidas y por aprender, cuántos sueños ya soñados y por soñar se condensan en sus texturas y en sus olores! ¡Oh mis libros! ¡Cómo no amarlos! Cuando muera que dejen mis cenizas entre las páginas de mis libros, que me dejen andando entre sus verbos, entre sus párrafos, bajo las solapas humildes de sus textos. Ahí he estado desde niño, en el pensamiento que se hizo historia, en la palabra que se hizo tinta, en la idea que se hizo fuego, prisionero de las sílabas, esclavo de su encantador mutismo, en los libros que leí y en aquellos que jamás nadie ha leído, condenado por siempre y para siempre a cobijarme en las frondas placenteras de sus letras.
ABOGADO