El regreso de Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos abre un panorama de incertidumbre y expectativas dentro de ese país y en el mundo. Dispuesto a reducir la migración irregular que llega desde el sur del río Bravo, el magnate neoyorquino plantea una agresiva política de deportaciones masivas y endurecimiento del control sobre las fronteras. El gobierno panameño ha asumido una postura similar en materia migratoria, aunque sin los tintes xenofóbicos utilizados por el próximo inquilino de la Casa Blanca. El programa de expatriación de migrantes que ingresan por el Darién, financiado con fondos estadounidenses, es una de las estrategias sobre la cual se desconoce su continuidad con la llegada de Trump. Si bien Panamá no tiene por qué depender de países extranjeros para gestionar su política migratoria, el desafío es tal que obliga a establecer vínculos de cooperación con toda la región. Pero estas relaciones no pueden suponer, que los panameños asuman posturas contrarias a los derechos humanos, ni criminalizar a quienes deben huir de su patria por crisis económicas, guerra o regímenes autoritarios. Sin calcos de otros países y con garantías de derechos, Panamá debe hacer respetar sus fronteras ante la migración irregular.

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