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- 07/09/2024 00:00
Terremotos y paisaje urbano
Las ciudades virreinales de inicios del s. XVIII experimentaban una lenta transformación urbana encabezada por obras de alcantarillado, acueductos, fuentes y piletas públicas de lavado. En algunas capitales, como la Ciudad de los Reyes (Lima), este proceso se aceleró por efecto de la naturaleza. El terremoto 30%treinta por ciento de las viviendas de la urbe y dañó -con diversa intensidad- la casi totalidad de templos, conventos y edificios públicos.
La necesidad de reconstruir y la celeridad con que debía hacerse, marcaron la pauta arquitectónica de la capital que, hacia 1750, lucía un nuevo rostro con gran parte de sus edificaciones nuevas ajustadas a la tendencia del neoclasicismo. El coyuntural despeje de áreas -ahora baldías debido al terremoto- permitió el tendido de nuevas acequias, la limpieza de canales y el mantenimiento o la colocación de tuberías de cerámica, que aunque poco robustas mostraban la intención de brindar el líquido vital a todos los habitantes en ambas riberas del río Rímac. La ocasión fue aprovechada para reconcentrar a los gremios según su actividad -llevándose los comerciantes los solares cercanos a las principales arterias de la ciudad- así como reinstalar el Corral de Comedias y parte de las tabernas en la zona periférica para mejor control del Cabildo en su función de recaudador de rentas y mantenimiento de la paz social. Es también el momento en que la ciudad se viste de balcones de madera que se proyectan sobre flamantes veredas peatonales, novedad del nuevo siglo. Estas circunstancias insuflaron en los pobladores de Lima la impresión de que la capital renacía más bella y mejor organizada. Estos cambios también repercutieron en las iglesias. El caso más emblemático asociado con Panamá es, quizás, el de la iglesia de La Merced que, en 1608, había iniciado una primera fase de remodelación a cargo de los alarifes Alonso de Arenas y Andrés de Espinosa con el financiamiento de la Cofradía de San Lorenzo (San Cristóbal, 1998). Aquí es preciso mencionar que el puente que unía Lima virreinal y las poblaciones al otro lado del Rímac se había caído un año antes y que el alarife Alfonso de Ortega “es el primero en sugerir que ésta [la roca] se transporte desde Panamá por fiabilidad, abundancia y costos” (Raffo, 2024). El puente de piedra de Lima, obra del alarife Juan del Corral, con cinco pilares y seis arcos de longitud quedaría terminado en 1610 empleándose en él roca panameña, es decir, aconteció su conclusión cuando la reforma de La Merced apenas iniciaba. Más tarde, los trabajos quedaron truncos porque “no se pudo completar, en 1621, la remodelación de la planta, pues Andrés de Espinosa se marchó a Arequipa; y Alonso de Arenas, a Huánuco” en la sierra peruana (San Cristóbal, 1998), lo que evidencia, de una lado, la necesidad de alarifes y albañiles en otras localidades y, de otro, que la falta de recursos detenían las obras.
Pero es la segunda fase, la que se inicia después del terremoto de 1687, la que vincula la reconstrucción de este magnífico templo del catolicismo limeño con Panamá. El puente de piedra de Lima resistió el terremoto y ello convenció a los mercedarios acerca de lo que debían utilizar y, sin más trámite, iniciaron los contactos con sus hermanos en el istmo para la compra y transporte del material.
El enlace fue el P. José Cevallos, predicador mercedario en Veragua, de quien el obispo Lucas Fernández de Piedrahíta destacaría sus dotes de oratorias en 1679. El obispo panameño Francisco Javier de Luna Victoria, que más tarde ocuparía cargos eclesiásticos en Cuzco y Trujillo del virreinato peruano, recordaría estas coordinaciones para poner en valor la piedra panameña y su uso en los templos de Santa Rosa, Santa Ana y San Lorenzo del obispado de Trujillo en la costa norte peruana (1759).
En Lima, la responsabilidad del templo de La Merced después del terremoto recayó en “fray Cristóbal Caballero, de amplia experiencia como alarife y buen gusto como ensamblador de retablos. Su prestigio le hacía insustituible; y tan alto rayaba que sucedió a fray Diego Maroto como Maestro Mayor de Fábricas Reales de la Ciudad de los Reyes” (San Cristóbal, 1998). Otra anécdota de su prestigio fue el dictamen del 16 de julio de 1698 sobre las reparaciones que debían hacerse en las murallas de Lima y el tipo de piedra que debería usarse. Este conjunto de circunstancias permitió la construcción de la más fina y elegante iglesia del barroco limeño, que lleva una interesante historia de cooperación y comercio intravirreinal.