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- 30/12/2020 00:00
Seducción y desencanto: 2020, cuando el presidencialismo fracasó en América
El 2020 fue el año en que el hiperpresidencialismo, como lo he llamado, falló en América, al enfrentar los gravísimos y existenciales desafíos que nos asaltaron. No solo en América Latina, sino también en EE. UU., cuyo diseño constitucional presidencial sirvió de modelo a nuestra región.
El fracaso se puso de manifiesto no solo frente al desafío de la pandemia causada por la COVID-19, sino a la respuesta frente a ella y sus consecuencias en el plano económico y las nuevas grietas que creó en el Estado de derecho.
El presidencialismo como forma de gobierno se caracteriza por un presidente, jefe de Estado y de Gobierno, que es quien impulsa la “orientación política determinante” en el sistema de gobierno y en el Estado, según el jurista italiano Biscaretti di Ruffia, (Derecho Constitucional Comparado).
Me temo que, en nuestro continente, desde EE. UU. hasta Chile, nos hemos deslizado hacia un sistema presidencial con poderes exorbitantes y, lo más grave, ineficaz y sin controles efectivos. Las instituciones, sobre todo las de control del poder presidencial, se han mostrado crasamente incapaces de contener los abusos del poder presidencial y de su incapacidad para mitigar los efectos de la pandemia, de contener los efectos económicos perniciosos de esta y de recurrir a medidas al margen del Estado de derecho.
He sostenido que abordo la historia como una lucha constante por superar la necesidad económica y la violencia arbitraria como condiciones para una vida con bienestar; es decir, una vida que las personas tienen motivo para valorar. Ello por supuesto sin determinismo alguno. La libertad, espacio libre de violencia arbitraria, ha sido producto de una larga evolución hoy entendida como un gobierno limitado, no arbitrario.
Además, hoy esperamos que los Gobiernos desempeñen sus funciones de manera eficaz.
A pesar de estas grandes fallas del presidencialismo, en toda la región este se ha fortalecido, incluso en los sistemas democráticos y en las constituciones desde la brasileña de 1988 hasta los cambios constitucionales más recientes, como revela un estudio actual (Javier Corrales, “Fixing Democracy”). Queda por ver lo que vendrá en Chile con su constituyente paralela, pero el fracaso del presidencialismo con poderes exorbitantes hace prever un cambio sustancial.
Cabe preguntarse por qué un sistema con tantas falencias sigue arraigado en la región. No se trata solo de estructuras constitucionales, aunque estas son fundamentales, sino de dos factores que creo arrojan luces sobre aquel interrogante. Ellos son la capacidad de atracción popular de líderes carismáticos y, en segundo lugar, el populismo.
El primero, el poder del carisma ha sido explorado brillantemente por el historiador David Bell (“Men on Horseback”, 2020), que explica la fuerza arrolladora del poder carismático en las revoluciones democráticas del siglo XVIII - XIX: Washington, Bolívar, Napoleón, Louverture. Ellos fueron, como Julio César, líderes militares y guerreros, se presentaron como redentores y algunos fundaron o reinventaron naciones. Esa atracción del carisma de un líder sobre los pueblos, que persiste hoy, ha sido un factor que explica la fuerza constitucional del presidencialismo, lo que el jurista alemán Georg Jellinek llamaba “el poder normativo de lo fáctico” (Teoría general del Estado, 1903), o sea, cómo los hechos sociopolíticos tienden a buscar consagración en el derecho público. En Panamá, Porras, Arnulfo y Torrijos vienen a la mente.
El segundo factor que arraiga el sistema presidencialista es el populismo, encarnado en hombres-pueblo en nuestro continente, que enfatiza oposición entre el pueblo-uno y élites que se dicen contrarias al interés de las mayorías. Sin embargo, como resalta un excelente estudio del politólogo francés Pierre Rosanvallon (El siglo del populismo, 2020), este tiene ribetes más interesantes y positivos: reemplaza el análisis marxista de las clases propietarias y su lucha con otras y destaca que los conflictos sociales se trasladan a otros campos: las relaciones entre hombres y mujeres, las desigualdades territoriales, los problemas de identidad y de discriminación. En algunos países latinoamericanos, como Venezuela, el populismo llevó a un país próspero y desigual a uno paupérrimo y más desigual. En Panamá, el populismo, civilista y militar, jugó un papel fundamental en la construcción de un Estado de bienestar y en la superación del problema de la presencia colonial norteamericana. Sin populismo no habría un canal panameño.
Las nuevas realidades desveladas con tanta crueldad en 2020, que inició en varios países con la seducción populista de un país en pleno progreso económico y de redención de los olvidados de la globalización y la automación, como en EE. UU., fueron sacudidas hasta sus cimientos por la incapacidad del presidencialismo para hacerle frente a la pandemia con eficacia y respeto al Estado de derecho, sobre todo sin conculcar arbitraria y desproporcionadamente las libertades públicas, como los derechos de libre tránsito, de reunión y de libertad económica, y los sistemas electorales.
Hoy, en EE. UU., hay voces de diferentes partidos políticos que proponen, a raíz de lo vivido en los últimos años populistas, un cambio radical al presidencialismo, como sugieren los juristas Bob Bauer y Jack Goldsmith que sirvieron de abogados de los presidentes Obama y Bush (New York Times, 18 de diciembre): frenos a la potestad de usar la justicia para perseguir a opositores, consagración de leyes contra la corrupción presidencial, potestad de otorgar indultos a aliados y familiares y medidas severas contra la interferencia local o internacional contra la integridad del sufragio.
En los países latinoamericanos, incluido el nuestro, el presidencialismo exacerbado tiene pocos controles, con tres consecuencias notorias: la conculcación de libertades públicas en detrimento del Estado de derecho, la corrupción impune y la cultura del clientelismo. La pandemia de 2020 ha desvelado con crueldad y crudeza estos dos rasgos del sistema.
Las viejas fuerzas de la atracción de los líderes carismáticos y del populismo, de izquierda y de derecha, y su proyección constitucional en el hiperpresidencialismo deben dar paso a un sistema de Gobierno eficaz y con mayores controles, un presidencialismo atenuado y controlado.