• 12/01/2023 00:00

Ruido, sueño y hedonismo

Estamos en la época del ruido, de la contaminación acústica. Ya casi no podemos escaparnos a ese escándalo auditivo, y lo más dramático es constatar que el ser humano se ha acostumbrado a ese mundo del sonido que aturrulla

La nuestra es la época del ruido, de la contaminación acústica. Es tan desquiciante esta tendencia que termina por obnubilar el pensamiento. Ya casi no podemos escaparnos a ese escándalo auditivo, y lo más dramático es constatar que el ser humano se ha acostumbrado a ese mundo del sonido que aturrulla.

Los medios de comunicación tampoco ayudan. En las emisoras de radio, por ejemplo, algunos locutores no encuentran nada mejor que decir: “Y en la comunidad tal nos escucha fulano a todo volumen”. Esta propensión al escándalo ha llegado a extremos inauditos, porque en las barriadas el vecino se empeña en imponer su mal gusto musical al resto del vecindario, como si todos estuvieran en la obligación de escuchar aquel concierto de pacotilla.

Se ha estudiado hasta el cansancio el efecto que el exceso de decibeles tiene en la conducta del ser humano y en la salud del bípedo peludo. Pero de poco sirve, porque el desquiciado personaje insiste en la contaminación de su propia vida.

Algo debe acontecerle al hombre moderno cuando le aterra el silencio. Es como si temiera la introversión, la mirada a su propio ser interior. El ruido parece ser un escape, un distractor que le aleja de las responsabilidades de su proyecto de vida, porque resulta odioso el reconocerse, el comprender el sendero que se viene transitando.

A la par del ruido está el sueño, esa tendencia a dormir en exceso, a caer en un sopor, porque la vida misma es un estorbo y se vino al mundo a disfrutar de la almohada y de la tropical hamaca. Con el ruido renunciamos a la introversión y con el sueño ponemos la existencia en pausa. En este último caso no se trata del reparador abrazo de Morfeo, tan necesario para la vida. Ya que no es lo mismo el uno que el otro. El dominante sueño moderno expresa cierto grado de patología social, la existencia de una sociedad que ha fallado en la socialización del individuo, forjando a un ser que no encuentra su proyecto de vida.

De todo lo dicho se colige una tercera propensión, el ansia excesiva de fiesta, porque con algo hay que llenar el vacío existencial. La fiesta, licores y drogas ponen en evidencia a la personalidad alienada, materialista, una que se expresa en el hedonismo, en la búsqueda del placer efímero y coyuntural, como en la contemporánea expresión del amor meramente carnal.

Ya se trate del ser que mora en la ciudad o en el campo, la tendencia es la misma, sólo varía la forma, porque el fondo permanece intacto. En la ciudad se camufla bajo la modernidad mal comprendida y en el campo se cubre, bajo el manto de las tradiciones, de un folclor que se ha vuelto enajenante. En este caso estamos ante dos expresiones de una misma realidad. El hombre light citadino y el hombre light provincial son los rostros de una problemática compleja que desvirtúa el sentido de la vida, haciéndola cada vez más deshumanizada, alienante y desprovista de la naturalidad que le debería distinguir y que le es consustancial.

El ruido, el sueño y el hedonismo son indicadores de males más profundos y estructurales. Hablan de la descomposición del sistema social y de cómo el ser colectivo vaga sin rumbo. Lamentablemente, el receptáculo de tal estado de cosas son los jóvenes, los que no encuentran líderes a quienes emular y se ven compelidos a buscarlos en las redes sociales, en los intérpretes de música morona, porque las instituciones sociales están en crisis y experimentan la misma modorra cultural. Sí, como en el caso de los centros educativos, demasiado ocupados en organizar bandas musicales y desfile de reinas. Y si usted se pregunta hacia dónde vamos, la respuesta es evidente, la ruta conduce al despeñadero social y al reinado de la mediocridad, como ya resulta evidente.

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