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- 24/09/2022 00:00
Primavera gatopardiana
Cuando comenzaba la carrera de periodismo en 1994 en la Universidad de Panamá se me ocurrió organizar una feria del libro. Por entonces yo leía todo lo que caía en mis manos, y me costaba aceptar que en la Facultad de Comunicación las actividades literarias fueran casi inexistentes. “Nunca se ha hecho una feria. Aquí nadie lee. No creo que funcione”, me torció el gesto un viejo profesor desde su silla giratoria chirriante cuando fui a plantearle la idea.
De modo que si quería llevarla adelante tendría que hacerlo sin mucha “ayuda oficial”.
Con un grupo de compañeros tan entusiasta como yo, nos pusimos manos a la obra. Escribimos cartas a librerías y editoriales. Encontramos mesas prestadas. Pintamos carteles a mano, y repartimos volantes.
Después de todo tipo de malabares, la feria terminó muy bien, aunque en su segundo día hubo que levantar todo de prisa debido a enfrentamientos entre estudiantes y antimotines frecuentes en la vía frente a la Facultad.
En medio de la organización, me tocó invitar al Centro Latinoamericano de Periodismo (Celap), entidad de reciente creación para alentar la mejor formación de los periodistas. Alina Guerrero (qepd) y Claudia Mckay, entonces administradora, me recibieron con entusiasmo y me mostraron los libros que llevarían a la feria. Me quedé prendado de dos: Los periodistas literarios o el arte del reportaje personal, una antología de Norman Simms, e Idea y vida del reportaje, de Eduardo Ulibarri.
En esos dos textos y luego de muchos que leí en la biblioteca Simón Bolívar de la Universidad aprendí que no era siempre necesario divorciar mis dos pasiones de entonces: el periodismo y la literatura. Que en realidad bien utilizadas, una se nutría de la otra para crear textos con su propia cadencia, particularmente poderosos.
Un tiempo después, cuando me contrataron como redactor novato en Crítica Libre, principal diario de crónica roja en Panamá, mis ínfulas periodísticas-literarias se vieron rápidamente derrotadas por esa estructura asesina de redacción que los periodistas conocemos como “pirámide invertida”. Aunque el director del periódico, Eduardo Soto, alentaba el reportaje, casi siempre la exigencia venía por el lado de la noticia dura y pura.
Cuando meses después concursé y gané a los 22 años una posición de redactor en el diario La Prensa, el principal en formato estándar, creí que allí si me podría dedicar al periodismo narrativo. Y aun cuando ciertamente me fue posible escribir muchas piezas en ese estilo, nuevamente la dictadura del “qué, cómo, cuándo, dónde y por qué” se me vino encima. Entonces fue cuando escuché de la Revista Gatopardo.
Supe de ella por primera vez por cuenta del periodista Gustavo Gorriti, director asociado del diario. Tenía sobre su escritorio Gatopardo Número Cero, un prototipo adelantado a anunciantes y colaboradores a lo largo de América Latina. Gustavo, él mismo un maestro del periodismo literario, comentó con su aire de espía que preparaba una crónica para publicarla allí.
Desde entonces la revista se convirtió para mí en una especie de acompañante comprensiva. Fue como una confirmación de que ese otro periodismo era posible, no ya solo a mano de los grandes maestros (Wolve; Talese; García Marquez, Mailer) si no por uno mismo, con nuestras propias realidades, que a la luz del género cobraban una nueva luminosidad.
Cada mes que emergía un número caminaba sobre la Avenida 12 de Octubre a comprarlo en el supermercado. Lo primero que llamó mi atención, aparte de las crónicas extraordinarias y la constelación de autores, fue que su sección Área Express contenía datos sobre Panamá. Es decir, nuestro pequeño país estaba en el mapa de un gran proyecto editorial. Me sentí cercano, digamos.
Cada edición venía cargada de nuevas referencias a autores, publicaciones, libros o situaciones que a su vez me motivaba a investigar y buscar por mi cuenta. Fue como asomarse a Latinoamérica y a muchas de sus realidades. Eran frecuentes las conversaciones sobre las crónicas con mis colegas Herasto Reyes, Rafael Pérez, Gerardo Berroa, Juan Luis Batista, Hermes Sucre y Julio Briceño.
Mientras yo vivía mi humilde y pequeño idilio gatopardiano, en Bogotá un grupo osado de periodistas y editores se las ingeniaba para sorprendernos a los lectores con un número mejor que el anterior.
Precisamente, sobre este fascinante e irrepetible proyecto editorial se acaba de publicar en la capital colombiana el libro Los últimos días de Gatopardo, escrito por Miguel Silva, fundador y gran impulsor de la revista.
Silva, abogado y periodista, nos da acceso a la trastienda comercial y editorial que implicó concebir y sacar adelante un producto editorial ambicioso para América Latina, a semejanza de históricos anglosajones como New Yorker o Vanity Fair.
El fundador relata los orígenes de su idea, cómo fue convenciendo a un grupo cada vez mayor de gente de que era posible publicar una revista de ese calado, que construyera una nueva mirada sobre América Latina escrita por latinoamericanos. Nos cuenta con candidez la dificultad de interesar inversionistas o anunciantes, o el placer loco de armar la próxima edición.
Las disputas entre grupos editoriales que provocaron la salida de Silva y el equipo fundador seis años después, y que finalmente transformarían la revista en un producto menor también están minuciosamente detalladas.
Mientras leía el libro, me impresionó recuperar sensaciones que creía olvidadas sobre algunas crónicas que me impactaron mucho en su momento de lectura: Sábato y sus santos lugares; la vida de Saint Exupery; las Madres de la Plaza de Mayo; el Perú de Montesinos y Fujimori; las crónicas de Jon Lee Anderson y Ricardo Santamaría sobre Cuba y Venezuela, entre tantas otras.
Ciertamente, leer Los últimos días de Gatopardo fue un pasaje de vuelta a esa primavera gatopardiana y multicolor que creó la revista en el periodismo latinoamericano.
Mi revolución interna con Gatopardo fue tal que hasta me propuse escribir una crónica para enviar de alguna manera. Mi idea era trabajar un texto sobre Roberto “Manos de Piedras” Durán, nuestro cuatro veces campeón mundial de boxeo. Alguna gente cercana a Durán me recibió con cierta hostilidad, no así Alfonso Castillo, el periodista que había acuñado el apodo “Manos de Piedra”.
A su casa llegué una tarde. Charlamos por varias horas hasta que se sintió agotado de unos males que le aquejaban. Nos despedimos con la idea de volver a vernos, pero murió poco después y mi proyecto derivó, seguramente además por la exigencia de la reportería.
Hoy que vuelvo a pensar en aquel tiempo, me queda claro que algo de todo aquello se quedó conmigo gracias a la escuela que representó Gatopardo, algo que conservo aún hoy: mi amor por la lectura, las crónicas, las buenas revistas, el periodismo literario y los textos bien construidos.
El no haberme alejado definitivamente de eso se lo debo sin duda al universo de referencias y descubrimientos que pude crear y crecer gracias proyectos como la Revista Gatopardo. Y se lo debo también a Miguel Silva, con quien por puras coincidencias de la vida trabajaría años después y entablaría una amistad que continúa hasta hoy. Gracias Miguel por soñar, y por hacernos soñar a tantos.