• 30/05/2024 23:00

PolitiqueArte. El pensador

Durante muchísimo tiempo fue de esas imágenes que aparecían en todos sitios, a veces hasta inconscientemente la encontrábamos en medio de nuestros pensamientos. Nacida en una época distante, donde los valores que hoy parecen cada vez más difuminados. “El pensador” reflejaba la búsqueda interior de sentido, la interminable batalla del hombre contra sus situaciones. Esa es la razón de su intemporalidad, su construcción de bronce evita su oxidación y su mensaje perdura en el tiempo. ¿Pero qué ha pasado con esta escultura en las últimas décadas?, ¿a dónde se ha ido la mística que la rodeaba? Será que ya no nos enfrentamos a nuestra propia realidad, derivando los debates a un sistema binario y aburrido; será que ya no nos cuestionamos lo suficiente, será que ya no tenemos tiempo o, simplemente y llanamente, la obra ya no interesa por su peso y valor. Porque pensar, reflexionar, comparar y debatir sobre el estado de nuestra vida, nuestras ideas y fantasías es peligroso para los que se lucran de los automatismos y la ignorancia. Y no me refiero a la falta o escasez de conocimientos y procesos mentales, sino que hablo, cuando utilizo la palabra “ignorancia”, de la capacidad que tiene el ser humano para vivir inadvertido de lo que le rodea.

“El poeta” como tituló la escultura Rodin, que en un inicio quería que fuera una interpretación de Dante Alighieri pensando en la construcción de su magnum opus, representa a un hombre delgado, afligido y concentrado en una tarea, el pensar. La escultura, aunque se le pueden llegar a dar mil y un análisis diferentes, el declive del imperio francés, la debacle militar en las guerras franco-prusianas, el sentimiento de monotonía durante belle époque o mil historias más; lo cierto es que esta escultura nos demuestra, a nosotros, los ciudadanos del siglo XXI, un rasgo ahora perdido entre la red y la viralidad, el poder frenar y meditar sobre lo que nos rodea. Porque nos decantamos por lo fácil, por la automatización de nuestra propia esencia, por el letargo generalizado, por seguir cargando las cadenas de la obediencia, antes que enfrentarnos a nuestra propia conciencia.

Rodin dejó en esta pieza fundida un mensaje que resonaba bien con el sentimiento de superación, con las ganas de pelear en contra de las injusticias, con esa llama tan característica que nos llevaba a alzarnos en contra de los obstáculos y las barreras, dándole alas a la fuerza de voluntad y al esmero. Pero algo ocurrió, sucedió de pronto, una sacudida que desgarró esa necesidad imperante de pensar sobre nuestra situación, nos alejamos del calor y de la incertidumbre de formarnos a nosotros mismos, de debatir cada acción con el contrincante de nuestra cabeza, para dar paso a masas antropomórficas que pululan sin un pensamiento detrás de los ojos. Hemos usado el bronce del Pensador para colgarle medallas a los necios adictos a la conformidad, prisioneros de la resignación. He ahí el inicio del fin de Occidente.

Pero el Pensador permanece sentado, reflexionando, meditando, pensando sobre la impávida habilidad de cavilar. Porque al que piensa, al que dentro de su propia caldera, como lo hizo Descartes, reflexiona sobre su quintaesencia pierde el miedo a hablar sobre las ocurrencias más injustas, las situaciones más desoladoras; aquel que comienza a concentrarse de verdad sobre sus acciones, meditando cada paso que da, comienza a descubrir acciones, actos irreflexivos, que soslayan su propia libertad.

Pero para ello, para sentarse sobre una piedra y pensar, hacen falta herramientas etéreas únicas para cada pensador. Armas que solo se encuentran en la forja del que piensa. Son esas espadas, esos escudos y esas ballestas las que derrotan a los ejércitos de dopamina. La reflexión libera, la reflexión crece, pero la reflexión tiene un coste, a veces muy alto. Porque piensa, el que reflexiona sobre su mundo, descubre atropellos inmorales que se desatan a su alrededor, convirtiendo su realidad, en un momento, en una pesadilla descontrolada. Ahora, deberíamos reflexionar si vale la pena vivir en el grisáceo entumecimiento de la comodidad o en la paranoica esquizofrenia de las ideas.

El autor es escritor

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