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- 19/06/2017 02:00
Militarismo como política internacional
La inteligencia, consciencia y dignidad del humano deberían regir las relaciones entre individuos y países, bajo el palio de sus derechos y deberes, con el bien común, la solidaridad, la convivencia y la justicia como principios imprescindibles globalmente, para un mejor orden moral y social. La comunidad mundial está sujeta a estos mismos preceptos y debería regularse por una confianza recíproca, a pesar de la variedad de condiciones existentes en los distintos países, donde ninguno tiene el derecho a oprimir a otro por la fuerza, mucho menos los más poderosos a los más débiles.
La violencia y el odio solo destruyen y encienden pasiones malsanas, producen ruina y escombros; peor aún, provocan un perpetuo temor a la guerra y al enemigo común. No menos cierto es que tanto individuos como países se rigen a la vez por idiosincrasias, muchas veces banales, que los predisponen a un espíritu guerrero, contrario a las ventajas y beneficios que brinda una naturaleza pacífica, con su tranquilidad, orden y concordia, que llamamos ‘poder blando'.
Pero de esa predisposición guerrera surge la idea del ‘poder duro' o militarismo, como supuesto instrumento disuasivo en las relaciones internacionales, fuente de seguridad y justificación de ‘guerras y asesinatos preventivos', no solo de acciones defensivas.
La seguridad y la paz, dicen estos militaristas, se asegura con la guerra, aforismo romano de vieja data (‘si quieres paz, prepárate para la guerra') que recuerda la admonición bíblica que le hizo Jesucristo a sus discípulos ‘No vine a traer la paz, sino la espada' (Mateo 10:34), ambas declaraciones aparentemente contradictorias e incompatibles con la verdad.
Así, el militarismo implica un derecho divino y presupone una sociedad conflictiva, conformada por adversarios peligrosos que se deben someter con violencia para asegurar la propia invulnerabilidad, lo que también supone que todos creen que Dios y la razón están siempre de su lado.
Atacar un adversario débil es más fácil militarmente que montar una defensa costosa de disuasión, pero ninguna de las dos disminuye la espiral de miedo e inseguridad que alimentan el militarismo, porque no varían el fin que se busca: someter al otro por la fuerza.
La carrera armamentista resultante, invariablemente, busca una superioridad militar total (por ejemplo, de EU sobre China/Rusia y viceversa) que solo beneficia al enorme complejo militar-industrial que la rige, en defensa de presuntos intereses nacionales que nada tienen que ver con los principios ético-morales mencionados al inicio.
Además, intereses geoestratégicos, tan diversos como los países, llevan a múltiples acciones militares unilaterales, como en Medio Oriente, disfrazados de fundamentalismos políticos y religiosos.
¿Qué significa esto para la paz del mundo?
Del miedo al cambio, donde todo pasa y nada queda, surge la necesidad de someterlo y controlarlo para no desaparecer. Igual pasa con el militarismo, pues del miedo al enemigo se llega a la violencia del poder duro.
Solo Panamá, Costa Rica y una veintena de microestados no tienen fuerzas armadas, se defienden sin espadas y viven en paz con sus vecinos, digno ejemplo a seguir.
EXDIPLOMÁTICO