Ese momento mágico de la transformación permanente del tiempo, que nos da la última campanada que nos trae el Año Nuevo, junto con la ración de las doce uvas, es a la vez la promesa del cambio que rehace y crea nuevamente nuestras vidas en perpetuo devenir, cada medianoche del 31 de diciembre. Es, además, la paradoja perfecta del cambio que permanece por su mutabilidad, con su perspectiva indefinida, su modificación constante y su tremendo poder de ser siempre cambiante. Todo ser humano, con su voluntad innata de vivir, adquiere la responsabilidad de cumplir las tareas que la vida nos asigna continuamente para hallarle sentido a nuestra existencia, siendo esta la promesa de cambios que nos hacemos cada año nuevo.
La existencia propia, nuestro modo particular de hacernos más humanos, con su afán de llenar ese vacío existencial que suele sentirse más con el sufrimiento que con la alegría, nos da la facultad de reformarnos constantemente como buenos hijos e hijas de Proteo, ese dios marino, omnisciente y maleable de la mitología griega. En efecto, es esa tarea vital de cumplimiento, inspirada por ideas y practicas filosóficas grecolatinas, parte de nuestra herencia occidental, lo que a diario nos transforma fatal y lentamente, mostrando el poder de esa acumulación de acciones cambiantes. Así, el tiempo ha domado los muchas enigmas de nuestro destino porque ninguna cosa pasa en vano sin dejar huella de su paso, al menos como recuerdos.
El rumbo de nuestra vida no se da tregua ni reposo; a cada instante nos destruye y nos rehace con la persistencia de la vida y la continuidad de nuestras modificaciones. Seneca (4 a.C.-65 a. D.), uno de los máximos representantes del estoicismo con un marco excelsamente ético, expresó esa instabilidad de los cambios y la fugacidad de las cosas así: “Yo mismo, en el momento de decir que todo cambia, ya he cambiado” (ver su obra De la brevedad de la vida).
Esta transformación continua, producto de nuestra inteligencia y voluntad amparada en la oscuridad de nuestro inconsciente, es parte importante de nuestra sabiduría, pero orientada a determinando fin consciente en el desenvolvimiento de nuestra propia personalidad. No olvidemos, sin embargo, que nuestro asiduo celo de perfección es el hilo conductor que nos lleva a esa estructura íntima que es nuestra alma, hechura de nuestros actos. Nuestras acciones vivas, reflejo de nuestra personalidad, son ejecutadas sobre cosas externas e internas que implican un intercambio constante entre un ser vivo y lo que lo rodea, con características propias y peculiares.
A primera vista, nada más obvio y elemental porque cada acto humano supone un fin específico, pero no es así porque el objeto de nuestros actos, por modestos que sean, tienen aspectos cada vez más profundos y espirituales que nos dan nuestra realidad racional y, de igual modo, nuestra naturaleza humana. Se puede pensar, no sin cierta razón, que esa energía racional nos conduce, por iniciativa propia, a cambiar constantemente nuestra personalidad y por ende el rumbo de nuestra vida, limitando así la participación de otros factores.
Si bien es cierto que tenemos libre albedrío, con la subyacente responsabilidad de nuestros actos, tampoco podemos descartar diferencias en intelectualidad e inteligencia humana, amén de las muchas otras condiciones y talentos que nos afectan y moldean como humanos. Así, la grandeza del alma es, sin duda, una forma de talento innato, aunque distinta a la de personas dotadas con un don particular, pero bien vale ponerla en nuestra lista de pedidos para el Año Nuevo.