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- 19/12/2022 00:00
Grito de angustia
Puerto Príncipe, la capital de la república de Haití, ha sido el escenario, durante la semana del 18 al 24 del pasado septiembre, de múltiples y violentos actos de protesta, incluidos saqueos y quemas de algunas posesiones inmobiliarias de gente adinerada protagonizados por el pueblo; un ilustrativo corolario de los años de frustración y humillación que sufre, ansioso por tener unas mejores condiciones de vida: derecho a la educación, a un empleo digno, y de gozar de unas infraestructuras pudiendo garantizar una vivienda decente y un sistema de salud aceptable. Como de costumbre, en respuesta a estas acciones, surgen numerosas propuestas interesadas de ciertos sectores que quieren sacar rédito de esta caótica situación, proponiendo fórmulas milagrosas, sobre todo de índole cosmética, para solucionar los males.
Haití se adentra cada día más en un pozo de mediocridad y de vergüenza, donde diferentes actores utilizan las astucias más insólitas y los medios más deshonestos para seguir esquilmando al pueblo. Los dirigentes haitianos carecen de toda legitimidad y, empero, cuentan con la complicidad de la Administración norteamericana, de Canadá y de Francia. No evidencian la más mínima preocupación ni por la suerte de la población ni por desenmarañar el sangrante panorama nacional, puesto que no tienen otros visos que perpetuarse en el poder y seguir gozando de los privilegios inherentes a los cargos que detentan, para así dilapidar aún más las arcas públicas; una burguesía depredadora, verdaderos buitres que no muestran ninguna empatía y ni un ápice de misericordia hacia sus congéneres, ávidos estos de un futuro prometedor. Lo que es peor, el país se encuentra en manos de unas pandillas criminales que organizan extorsiones, secuestros, agresiones sexuales y crímenes de distinta naturaleza; hechos que entrañan una atmósfera de miedo indescriptible. Y lo nauseabundo es la más que pretendida promiscuidad existente entre el poder y este cártel. En este contexto tan lúgubre que ofrece el país, resulta habitual escuchar a algunos evocar la “eficiencia” de la dictadura de los Duvalier, alegando que, pese a su crueldad, procuró al país una era de orden y de paz. En cierto modo es comprensible esta opinión, dado el progresivo deterioro del país, pero no la comparto. ¿Es ético y estético este razonamiento? ¿No es una clara y solemne ofensa a la ingente cantidad de víctimas y a los familiares de los que sufrieron distintos abusos o crímenes durante este período de “paz engañosa”, construida sobre el asesinato de más de 30.000 personas? Independientemente de las singularidades que los caracterizan, la dictadura duvalierista fue una banda, un pulpo con sus tentáculos ahogando al país, mientras que Haití está hoy en día bajo la férula de unas bandas mafiosas que siembran el terror y se reparten el territorio, engendrando cada una de estas etapas inenarrables tristezas y sufrimientos escalofriantes.
No he elegido el título al azar, es el fiel reflejo de mi estado de ánimo. Esporádicamente, a mi malestar psíquico, al nudo en la garganta, a mi “corazón apretado” como se dice en el idioma nativo de mi país, Haití, se añaden unos síntomas físicos que son conocidos bajo la denominación de ansiedad. Los que se dedican a la salud mental, es decir a la psiquiatría y a la psicología, o algunos que han padecido esta desagradable sensación que presiona nuestro tórax, una estaca en el pecho que se acompaña en general de disnea y de taquicardia, sabrán de lo que estoy hablando. La etiología o causa fundamental de mi angustia está íntimamente ligada a la degradación galopante de mi país que camina hacia su desintegración física y la desaparición del pueblo como tal. Esta situación me corroe y no llego a dominarla, pese a mis esfuerzos por escapar.
Me temo que algunos pueden adjetivar de ridícula mi inquietud y reprocharme incluso de falta de resiliencia por experimentar tanta pena y sufrimiento por este rincón de tierra que, según ellos, ya no merece la pena, estando cada día más devaluado y enfangado, pero no me importa; son mis sentimientos hacia el país donde nací y por el cual, pese a su estado de envilecimiento, me siento todavía atraído y no tengo ni el más mínimo pudor o rubor a exteriorizarlo. Son mis raíces y renegar de ellas no me aporta ningún beneficio o tranquilidad, como tampoco alivia mi desasosiego tratar de olvidarlas. Porque estas vivencias están firmemente incrustadas dentro de mí, imágenes de mi infancia y parte de mi adolescencia en la cálida geografía caribeña y en la hospitalidad familiar, difíciles de borrar y que representan “la esencia que da sabor a mi existir”, extrayendo esta poética frase de una canción del famoso y talentoso cantante panameño Rubén Blades. Estoy muy perdido y no ceso de razonar sobre los motivos que han llevado a Haití a esta sima de descomposición material, cultural y moral. ¿En qué se ha convertido mi patria? Estoy decepcionado, desorientado y dividido entre el amor que profeso por ella y el rechazo o inquina que siento por los gobernantes y por la élite económica, responsables en primer lugar de la ruina del país. Somos todos culpables de este desenlace, de esta deriva. Nuestras tradiciones, nuestra educación, nuestra cultura, se han convertido en una vulgar morralla y me duele enormemente. ¡Que cada uno asuma su responsabilidad! Nuestra inercia, nuestra pasividad, nuestra comodidad son algunos de los factores que han contribuido a parir este desastre.
Haití se encuentra desde hace varios años sumergido en una profunda crisis institucional sin precedentes, agravada en julio del año pasado por el magnicidio de Jovenel Moïse. Muchos de sus hijos dispersos a través del mundo, abrumados por las noticias tan desalentadoras, cansados de esta situación que no deja vislumbrar la posibilidad de un cambio, hastiados de tantos vaivenes y desesperados ante un asunto que les causa un intenso malestar interno, han tomado la drástica y dolorosa decisión de darle la espalda, puesto que no encuentran alternativas que lleven a la solución de esta complicada problemática.
Mi aflicción es más que patente y no puedo dejar de imaginarme el desgaste emocional, el agotamiento físico y psíquico de “la gente con las manos callosas, de la de a pie, de los o las nadies”, expresiones prestadas de la afrocolombiana Francia Márquez, vicepresidenta del gobierno recién instalado en Colombia y que retratan adecuadamente a aquellos que conforman la mayoría del pueblo haitiano, sufridor de disímiles penurias y de dolores infinitos; aquellos que luchan incesante e infatigablemente contra una explotación a ultranza para ganar el pan cotidiano, y que, a pesar de las sempiternas dificultades de su vida derivadas de los desmanes y deshonras de sus corruptos gobernantes, son capaces de esbozar una sonrisa en medio de tantas plagas. El enemigo es fuerte y dispone de muchos resortes. Unámonos y luchemos para hacer realidad el lema de nuestra bicolor bandera: Libertad, Igualdad, Fraternidad.