• 03/03/2022 00:00

Galyna y Sergei: mis colegas de Ucrania

Más de una veintena de periodistas de diversos países del planeta se había congregado en el patio frontal del Instituto Internacional Golda Meir, ubicado en Haifa, Israel.

Más de una veintena de periodistas de diversos países del planeta se había congregado en el patio frontal del Instituto Internacional Golda Meir, ubicado en Haifa, Israel. Ello ocurrió en el mes de enero de 2002, hace más de 20 años. Era el primer día del diplomado “Estrategias de medios para el cambio social”, patrocinado por el Centro de Cooperación Internacional —Mashav en lengua hebrea— del Ministerio de Relaciones Exteriores. Se trataba de una actividad intensa que nos ocuparía casi un mes en la Tierra Sagrada.

Los comunicadores, ya desayunados y en algo repuestos por los extenuantes viajes, dedicábamos los minutos previos a la actividad académica para la clásica autopresentación informal. Seminaristas de Camerún, Vietnam, Nigeria, Kenia, República Popular de China, Colombia, Ucrania, Rusia, Etiopía, Turquía, India y Panamá (espero no haber dejado por fuera a otra nación) intercambiábamos información personal sobre nuestros principales antecedentes. La comunicación era fluida en inglés, el idioma oficial del seminario.

De repente vimos a una pareja, hombre y mujer, que se mantenía al margen del grupo que socializaba de manera muy animada. Fui yo, como buen panameño, quien se acercó a ambos para preguntarles: ¿Por qué no se suman al grupo? ¿Acaso nos odian por ser feos y oler mal? ¡Las carcajadas de los dos sujetos se escucharon de inmediato por todo el entorno!

Se trataba de Galyna Betsko y Sergei Korkushko, periodistas y productores de televisión de Ucrania. “Los ucranianos no somos tan lanzados como los panameños”, comentó Galyna mientras ella y Sergei caminaban hacia los demás. Me correspondió ser un improvisado oficial de protocolo para presentarlos al grupo.

Galyna y Sergei son dos personas amables y muy educadas. Por la propia historia de su país, ellos hablan ucraniano y ruso, además del inglés. Si no me equivoco, siempre han residido en Kiev, la capital ucraniana. Aunque no evitaban el tema, sentí que ellos no se sentían muy cómodos para referirse a la época cuando Ucrania formaba parte de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS).

Sin embargo, Galyna y Sergei no rechazaban su conexión con la cultura rusa. Es como si los panameños deseáramos disipar —en vano— nuestros vínculos con Colombia y, más atrás, España.

Durante todo el seminario, los amigos ucranianos aportaron mucha riqueza al curso. No eran de mucho hablar, pero sus intervenciones siempre resultaron bien ponderadas.

Por más humilde que fuera su personalidad, Galyna y Sergei no podían esconder su profundo conocimiento sobre los diversos tópicos que afectan a la Humanidad. La sólida escolaridad de ambos era imposible de ocultar. Me fascinaba conversar con mis dos colegas. Me ilustré mucho sobre Ucrania y creo que ellos también aprendieron lo suficiente sobre Panamá.

Por más que haya diferencia en cuanto a tamaño geográfico y cantidad de habitantes, ucranianos y panameños —y todos los demás participantes del seminario sin importar el origen— compartimos los mismos ideales de vivir con plena libertad, defender los valores democráticos y disfrutar de un aceptable nivel de vida, entre otras variables.

Gracias a las comunicaciones actuales (e-mail y redes sociales, principalmente), Galyna y Sergei nos saludamos de tiempo en tiempo. Es cierto que ha transcurrido cuatro lustros desde que nos conocimos, pero ello no ha sido óbice para mantener el cálido contacto. Recuerdo que, en una ocasión, mis amigos de Ucrania propusieron que nos organizáramos para que todo el grupo se reuniera nuevamente; el punto de encuentro sería la misma ciudad de Haifa.

No obstante, uno propone y solo Dios dispone. La idea de Galyna y Sergei no se ha materializado por diversas circunstancias (sobre todo financieras y logísticas). Los seminaristas de 2002 pertenecemos a diferentes niveles socioeconómicos; y eso hay que respetarlo.

La invasión cruenta y malévola que el infeliz de Vladímir Putin, autócrata y déspota ruso, asesta contra Ucrania es un episodio que no debe ocurrir en pleno siglo 21 y tercer milenio. No tengo que explicar aquí la situación que sufre el pueblo ucraniano porque los eventos cambian de hora en hora. Lo cierto es que se trata de una lucha entre un tigre suelto contra un gato amarrado; el poderío militar de Rusia sobre Ucrania es abrumador.

A través de Facebook, les dije a ambos que el ataque ruso contra la nación ucraniana no soporta ninguna excusa. Les deseé lo mejor en materia de seguridad y salud; y que ellos siempre están en mis oraciones. En verdad, en estos momentos tengo unas ganas enormes por viajar a Ucrania y enlistarme en sus fuerzas paramilitares; sin embargo, reconozco que mi edad y mi ignorancia en materia castrense serían más perjuicio que ventaja.

Advertencia: estoy más que seguro de que el pueblo de Rusia —militares y civiles— está en contra de esta conflagración. Pero debemos reconocer que más de 146 millones de ciudadanos rusos están sometidos por la sangrienta dictadura que Putin dirige con mano de hierro, de manera indiscutible, desde 1999. Y si a esto le sumamos que la principal silla de la Casa Blanca está ocupada hoy por un blandengue e indeciso, entonces resulta todo un coctel favorable para las pretensiones hegemónicas del sátrapa que, durante más dos decenios, se ha adueñado del Kremlin.

A mis amigos y colegas Galyna y Sergei, y a todo el pueblo ucraniano, les deseo la mejor de las suertes. Creo que el resto del mundo decente y noble empieza a reaccionar. Si el interés de Putin es “finlandizar” —fenómeno geopolítico que ocurrió durante la Guerra Fría— a Ucrania y posteriormente reverdecer al imperio de la URSS, ya llegó el momento para atajar al carnicero megalómano.

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