• 03/12/2020 00:00

¿Dónde se encuentra la sabiduría?

Querefonte, contradiciendo los argumentos de su amigo y maestro, se trasladó hasta el templo de Apolo, en el lugar que Zeus, rey de los dioses, había dictaminado que era el centro del mundo y frente al oráculo de Delfos preguntó: “¿Hay algún hombre más sabio que el ateniense Sócrates?” - la respuesta de la pitonisa llegó con una energía que lo sorprendió: “No”.

Querefonte, contradiciendo los argumentos de su amigo y maestro, se trasladó hasta el templo de Apolo, en el lugar que Zeus, rey de los dioses, había dictaminado que era el centro del mundo y frente al oráculo de Delfos preguntó: “¿Hay algún hombre más sabio que el ateniense Sócrates?” - la respuesta de la pitonisa llegó con una energía que lo sorprendió: “No”.

Para Sócrates, la afirmación del oráculo no tenía ningún sentido, aunque dedicó su vida en la búsqueda del conocimiento, solo llegó a tener una certeza; que no poseía ningún saber absoluto, pues, se consideraba un filósofo, es decir, alguien que quiere saber, y no un sabio, alguien que ya sabe.

Como buen ateniense, tenía claro que los dioses no podían equivocarse, ni tampoco mentían, pero a menudo las palabras transmitidas a través de oráculos no podían interpretarse literalmente; razón que lo obligaba a descubrir el sentido oculto de tales designios.

Fue entonces que, se propuso interrogar a los ciudadanos más eruditos de Atenas, con el fin de confrontarlos dialécticamente con sus propias opiniones. En ocasiones se le veía utilizando la ironía, dado que adoptaba una postura de ignorancia e interrogaba a quienes afirmaban poseer conocimientos irrebatibles, encadenando una serie de preguntas y refutaciones que terminaban demostrando la invalidez de las afirmaciones de sus interlocutores.

Cuando se encontraba con sus discípulos, el escenario era otro. Aplicaba una técnica llamada “mayéutica” -hacer parir las ideas-, que le permitía guiarlos a través de una serie de preguntas cuyas respuestas conducían a alguna conclusión o conocimiento verdadero.

El resultado de esta filosofía es resumido por Marco Chicot, así: “la ironía socrática servía para demostrar la ignorancia de quienes pretendían ser sabios, y la mayéutica para que quienes se consideraban ignorantes alcanzaran el conocimiento mediante conclusiones propias”.

Han transcurrido dos milenios y medio desde que aquella sacerdotisa del oráculo de Delfos sentenciara que Sócrates era el más sabio entre todos; la pregunta de nuestro tiempo sigue siendo la misma: ¿dónde se encuentra la sabiduría?, o dicho de otro modo, ¿dónde radica la diferencia entre el mundo de las opiniones engañosas y el hablar mentiroso, de aquello que representa la verdad y el conocimiento de las cosas?

Para Harold Bloom, “nuestra civilización sigue escindida entre un conocimiento y una estética helenas y una moralidad y una religión hebreas. Podríamos decir que la mano de la civilización occidental, y de hecho gran parte de la oriental, tienen cinco dedos heterogéneos: Moisés, Sócrates, Jesús, Shakespeare y Freud”.

Puede que, para el mundo práctico, la sabiduría no sea otra cosa que la posibilidad de actuar con lucidez, templanza y acierto, es decir, con el simple reconocimiento de nuestras propias limitaciones, tal como lo hizo Sócrates, al descubrir que, lo único que sabía, era que nada sabía.

Pero la realidad nos acerca a un mundo diferente; acaparado por demagogos, sofistas y charlatanes, quienes monopolizan e interactúan coordinadamente dentro del ecosistema de las creencias, ideas y valores que predominan en una sociedad, lo que determina su evolución política y económica.

Nuestra anorexia cultural, hace que se impongan los atavismos, prejuicios y descalificaciones de quienes, por su condición coyuntural y de las relaciones de poder dentro de la sociedad, sean considerados los nuevos gurú de la sabiduría.

Para estos oradores profesionales y expertos “opinologos”, cuya sola misión es seducir y convencer a las masas, cualquier planteamiento que procure el encuentro con el verdadero conocimiento, se constituye en un elemento del pasado, y de escaso valor práctico para la explicación y solución de los problemas existenciales.

Es más, si alguien desafía el monopolio de la demagogia institucionalizada, queda aislado del debate y la confrontación de las ideas. Son pocos los que elevan la voz para exigir la precisión de los hechos, la definición de los conceptos y la necesidad de distinguir entre una opinión y la verdadera ciencia. A estos, valientes discípulos de Sócrates, se les acusa de andar “filosofando” sin ninguna utilidad práctica, y como consecuencia, son sentenciados a beber la cicuta de la ignorancia que impone la absorbente cotidianidad del siglo XXI.

Si, “solo sé, que no sé nada”, entonces, ¿dónde se encuentra la sabiduría?

La respuesta está en nuestra capacidad de pensar. La posmodernidad, que trae consigo la llamada sociedad del conocimiento, se caracteriza, no porque en ella se disponga de un gran flujo de información o se sepa mucho. Lo definitorio consiste que en ella siempre es necesario saber más. Ahora bien, la capacidad de llegar a saber más no se puede remitir a los propios datos o a sus combinaciones y recombinaciones más o menos automáticas. Dice Ramón Reig que: “la capacidad de saber más apela en directo al sujeto del conocimiento, es decir, a la persona humana. Lo que nos permiten los ordenadores e ingenios telemáticos es descargarnos de la tarea rutinaria de buscar, almacenar organizar y hasta procesar la información. Quedamos así en franquía para ponernos a realizar esa misteriosa operación de lo que solo nosotros, los seres humanos, somos capaces: PENSAR”.

Expresidente del Colegio Nacional de Abogados.
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