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- 05/07/2022 00:00
Cortes supremas y legitimidad democrática
En días recientes han resonado mucho algunas decisiones de la Corte Suprema Federal de los EEUU, particularmente una (Dobbs contra Jackson Clinic) que elimina el derecho constitucional que tenían las mujeres de acceder a una terminación prematura del embarazo (aborto) desde 1973 (Roe contra Wade) y otra que restringe el control de armas. De allí que se sostenga, en ese país y en otros, que aquella institución ha entrado en una crisis de legitimidad al haber eliminado un derecho constitucional mediante una sentencia, independientemente del tema subyacente.
A aquella conclusión llegan muchos, como el profesor de Bioética Peter Singer, de la Universidad de Princeton, quien concluye que las Cortes Supremas “por estar integradas por magistrados no elegidos por voto popular no deben tener en sus manos los elementos esenciales del proceso democrático” sino los parlamentos y ejecutivos, o sea los órganos políticos del Estado elegidos por el pueblo (“Democracy and Abortion in America”, Project Syndicate, 28 de junio de 2022).
¿Qué hace entonces legítimas las sentencias de una Corte Suprema? Y en todo caso ¿qué es la legitimidad en una democracia?
Mi idea central es que una sentencia de una corte suprema es legítima en una democracia si cumple con varios aspectos, los dos primeros enmarcados en la legalidad y el tercero en la legitimidad sociopolítica.
1. Si en la tramitación del proceso se cumple con el derecho fundamental al debido proceso (legalidad formal). He dedicado varios libros a este tema (El Debido Proceso, Ed. Temis, Colombia y Debido Proceso y Democracia, Ed. Porrúa, México). Aquí enfatizo sólo la imparcialidad de la Corte y su independencia, que protege la primera, pero el debido proceso entraña mucho más;
2. Si la sentencia se ajusta al derecho material (legalidad material); es decir, si aplica el derecho apegándose, mediante un razonamiento motivado racionalmente, al orden jurídico vigente;
3. Por último, ya en el plano de la sociedad, la sentencia es legítima no solamente si se ajusta a derecho sino si sus consecuencias son buenas para la sociedad (legitimidad sociopolítica).
Los nazis codificaron las leyes raciales y los jueces del régimen las aplicaron, se ajustaban a la legalidad, pero carecían de legitimidad (Cfr. Ingo Mueller, Hitler's Justice, Harvard, 1991) o bien los tribunales de la Inquisición española que aplicaron normas raciales-religiosas, con apego a leyes pero sin legitimidad (Henry Kamen, The Spanish Inquisition, Yale, 2014).
El sociólogo y jurista Max Weber apuntaba en su obra Economía y Sociedad, publicada en 1922 que “la forma de legitimidad hoy más corriente es la creencia en la legalidad: la obediencia a preceptos jurídicos positivos estatuidos según el procedimiento usual y formalmente correcto” y agregaba que “es regla general que la adhesión a un orden esté determinada, además por situaciones de intereses de toda especie, por una mezcla de vinculación a la tradición y de idea de legitimidad” (Volumen I, FCE, México 1969, págs. 30 y 31).
La legitimidad de las autoridades en una democracia viene dada por el resultado de elecciones populares libres y competitivas. La transferencia del poder se haría “sin derramamiento de sangre” como sostenía el pensador Karl Popper. De allí que las personas estimarían a los elegidos como que merecen obediencia, adhesión a su ejercicio del poder en un orden democrático. Ha dicho el jurista Norberto Bobbio que “lo contrario de un poder legítimo es un poder de hecho” (“Legalidad”, en Diccionario de Política, Siglo XXI, México, página 890).
Los magistrados de las cortes supremas como regla general no son elegidos y, por lo tanto, no gozan del criterio de legitimidad democrática proveniente de elecciones populares.
Tal legitimidad radica en su adhesión al orden jurídico en sus sentencias, en ser imparciales e independientes del poder político y de otras fuerzas sociales, religiosas y económicas. Nuestra Constitución prohíbe a los servidores judiciales participar en política, obviamente para asegurar su imparcialidad en las controversias que deciden. Normas similares existen en otros países, bien sea en la Constitución (España) o en leyes (Costa Rica).
El jurista italiano Mauro Cappelletti sostenía que las cortes supremas, al sujetar los actos de las autoridades políticas a la Constitución y a la Ley, son legítimos en la medida en que controlan el poder político y sus usuales excesos y aseguran los derechos fundamentales, y se preguntaba: “¿Qué más legitimidad democrática que reforzar nuestras libertades públicas y apuntalar así la democracia? (“Repudiating Montesquieu? The expansion and Legitimacy of judicial Review,” en su libro The Judicial Process in Comparative Perspective, Oxford, 1989, página 211).
Si eso es así, las sentencias de cortes supremas que eliminen derechos fundamentales, los violen velada o abiertamente carecen de legitimidad o impongan las opiniones políticas o religiosas de los magistrados no serían legítimas.
En nuestro pasado hemos tenido sentencias ilegítimas. La Corte Suprema absolvió al general Noriega de cargos por los que luego fue condenado en otras jurisdicciones, se ha apoyado en normas legales no vigentes para resolver controversias constitucionales; permitió en 1968 un amparo contra la decisión legítima de la Asamblea Nacional de juzgar a un presidente y cohonestaron expropiaciones que claramente carecían de interés público (recuerdo algunas en playas, que declaramos inconstitucionales en mi permanencia en la institución).
Otros atropellos provienen de potencias extranjeras que provocan la conculcación del derecho de propiedad con base a listas y no a un debido proceso.
La mayoría de las sentencias de nuestra Corte Suprema, ciertamente en el plano constitucional y contencioso-administrativo, desde 1990, se han enmarcado en el control del poder político y en la expansión de los derechos fundamentales. La ciudadanía con frecuencia no lo ve así.
Se requiere redoblar esfuerzos para reforzar la legitimidad de la Corte Suprema que ahora es erosionada por la política partidista, la privación de derechos mediante “listas” foráneas, no mediante un debido proceso y el dogmatismo religioso. Ellas presentan un serio desafío a la legitimidad de las cortes supremas. Esos desafíos, sin embargo, también son oportunidades para reforzar tal legitimidad, reafirmando el profesionalismo y la imparcialidad judicial ambas antitéticas a la militancia política o religiosa.