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- 30/08/2023 00:00
Consumidores: ni gallina ni huevos de oro
Pastillas para la presión, una botella de agua y copia del salmo 23 son tres artículos que nunca faltan en la cartera de la contadora Gioconda Miranda. Y vaya que los necesitó el día que trató de salir del estacionamiento de un restaurante helénico, ubicado en el Boulevard El Dorado.
Ese día vivió el dicho: “Después del gusto viene el disgusto”. Tan abstraída estaba en el condumio que se le perdió la contraseña del parqueadero, una pestañita de papel de trascendencia monumental.
“Sin el tiquete no puede salir. Tiene que pagar una multa de 15 balboas”, ordenó una autoritaria voz desde la garita. Para conservar la calma, recordó el best seller “Cómo ganar amigos e influir sobre las personas”, de Dale Carnegie.
“Distinguida, me acabo de gastar 12 balboas en un desayuno, ¿cómo es que ahora tengo que pagar por salir?”; insistía ella con factura en mano. La empleada del retén solo repetía: “Son las órdenes, son las órdenes, ...”.
Los presentes apostaban por Gioconda, a quien ya se le había subido lo del ganado bravo chiricano: “Aquí me quedó 24 horas si es preciso, hasta que usted suba la tabla”.
Casi a punto de algo semejante a la Tajada de Sandía, la asustada mujer levantó el tablón y destapó el batiburrillo de carros. El abuso con los estacionamientos también toca a hospitales y clínicas, donde una consulta médica de 70 balboas termina en 80 y más, por culpa del “parking”. ¡Injusto!
Hace poco encontré a un colega quejándose de un supermercado de linaje monárquico: “Aquí los precios cambian más rápido que los semáforos. Y para colmo, solo dos cajeras”.
Las farmacias son martirizantes. Los clientes enjugan una lágrima cuando la vendedora sentencia: “Esta pastilla está agotada...; la parecida cuesta B/ 6.50 cada una; el doctor le recetó 20”.
Mina Rivera contó sus odiseas: “Compré un gel desinflamatorio en 20 balboas, y la mitad del tubo era aire. Lo mismo sucede con las pastas dentales, cremas faciales y musculares”.
Desde la pandemia para acá, los comerciantes, productores, tenderos, mecánicos, plomeros, electricistas y hasta los que cortan el césped quieren resolver sus problemas económicos a costa del consumidor.
Mordiendo la cutícula de las uñas, la coclesana Diana Quesada preguntó el costo de un aguacate en una feria popular. Cuando oyó el precio, con un nudo en la garganta, exclamó: “¡Ay, mi señor! ¿Son aguacates o esmeraldas?
Plácido González, un cuidador de gallos de pelea de La Cabima, tomó con buen humor la llegada de una altísima cuenta de agua. Llamó a un amigo de la institución y le reclamó: “¿Qué vaina es esta, compa? La cervecería no la compré yo; fueron los colombianos”.
En Calidonia había un almacén llamado “Más X menos”, famoso por sus baratillos querendones, en los que llevabas más mercancía por menos plata. En las mesas de ofertas, conocidas como “río revuelto”, hasta podías pescar un pijama en medio dólar.
Ahora es al revés: todo está más caro y de menor calidad. Los jabones, detergentes, salsas, horquillas, papeles higiénicos, líquidos de fregar..., aumentan de precio y han disminuido su calidad.
En algunos hoteles metropolitanos y campestres te ponen en el baño unos jabones que parecen estampillas. Los precios no bajan y, en ocasiones, tienes que “rifártela” para que te hagan el descuento de jubilado.
Hay restaurantes que adelgazan los bistecs (carne, pollo y pescado) con la máquina de recortar mortadela, cuentan las rueditas de salchicha, sirven café hidratante, hojaldres liliputienses, sopa de chayote con chayote y bollos de maíz nuevo con harina vieja.
Antes los que comían bacalao eran pobres. Ahora para comprar este manjar noruego tienes que acompañarte de guardaespaldas.
Algunos bancos y financieras son como cuentos de la cripta. “Vengo de venderle el alma al diablo”, admitió un paisano de Aguadulce cuando salía de una financiera. Dios te libre si te empeñas en ir al empeño.
Tomen consejo sano, como decía el ranchero Tony Aguilar. Agarren una cinta métrica, midan el alto y largo de las empanadas. Verán que cada día se achican más y el precio sube. Otros aseguran que los bollos preñados del Oeste ya están tomando anticonceptivos.
Es la punta del “iceberg”. Hay otros miles de casos de maltrato al consumidor. Y muchas veces la cuña viene del mismo palo, pobres contra pobres.
La Autoridad de Protección al Consumidor y Defensa de la Competencia (Acodeco) no se da abasto con el número de denuncias.
Recuerdo al colega José Andrés Muñoz (de Acodeco) y su defensa del derecho de los consumidores a recibir toda la información sobre los productos o servicios, a tener acceso a una variedad de productos y servicios, protección de sus intereses económicos y trato justo en cualquier relación de consumo.
La Acodeco atendió este año 107 quejas por abusos de hoteles e incumplimiento de los planes vacacionales (falta de información, resolución de contratos, devolución de dinero, servicios deficientes, cobro indebido y publicidad engañosa, entre otros).
Ya basta con echarle la culpa a la pandemia, al cambio climático, a la guerra en Ucrania. Cierto que hay un problema mundial de escasez, pero lo malo es que siempre paga el cliente, quien cada día pierde poder adquisitivo.
De seguir con el abuso en los precios, nos quedaremos sin gallina y sin huevos de oro. ¿Qué harían un médico sin clientes, un supermercado vacío, un hospital sin enfermos, un colegio sin estudiantes, ...?
Es un tema de conciencia y justicia social. Si vendes productos caros y de mala calidad, cometes doble pecado.
Ojo: los clientes somos como el venado, cuando nos asustamos no volvemos. Tú decides.