• 20/07/2023 00:00

Cabalgando la instantaneidad

“Si para Kant [...] la felicidad la encontraba en la capacidad de imaginar, registro que la negación de tal ventura llegará cuando el acoso cabalgue a la instantaneidad”

No debo ser el único, quizás somos diez o cien o mil o cien mil o un millón o acaso mil millones de personas, no lo sé. Lo que sí sé es que somos una legión de humanos marchando hacia el despojo sin fronteras de nuestra condición de personas.

Para todo lo que nos acontece en la ya muy atropellada transición de una era de cambios a un cambio de era, llamémosla la cuarta revolución industrial, la era posmoderna o como prefiero, la era disruptiva, lo cierto es que, siendo una oportunidad, no seguimos la razón y menos aún, lo que Saturno nos advirtió...

Y como nada perdemos interpretando a los dioses, porque los concebimos a partir de nuestros miedos o esperanzas más ancestrales y así construimos los mitos, es oportuno recordar que este portentoso dios griego venció a Cronos porque pudo devorarse a sus hijos para evitar ser derrocado por ellos.

Hoy, Saturno ha regresado con el ropaje de la instantaneidad, pero no siempre fue así y nosotros no devoramos a quienes ya pretenden destronarnos. Vivimos el reinado de Theoscientia, la nueva diosa todopoderosa, insaciable como Hidra, que, con tantas cabezas, todo miraba y a quien cada vez que Hércules se las cortaba, le brotaban otras tantas.

Y reitero que no siempre fue así. Hubo tiempos en que advertía las invasiones o los tropeles cuando sentía –reposando una mano, una oreja o todo mi cuerpo en el suelo- un ingrávido ruido, o avistaba el agitar de ciertas especies o escuchaba el ruido de un accidente natural o los movimientos de cualquier ser.

En aquellos sincréticos días, yo, muy fausto, olía el silencio de mi eco.

Después, conforme poblé pequeñas aldeas, tuve que crear el lenguaje ante lo nuevo procurando mis más básicas necesidades. Andando –y apareándome con mi tribu y alejándome de otras– busqué mejores pastos porque entendí que los climas extremos se habían espaciado, que las estaciones podían ser recurrentes y que podían beneficiarme.

Era feliz con lo que tenía. Mi conocimiento era lento y mi andar pausado, por momentos forzado. Cuevas, piedras y pajas techaron mi existencia.

Así, curioso y requerido por mi subsistencia, todo bauticé y, a pesar de mi entonces inconsciente pesar, en mi eco ancestral se infiltraron un puñado de termitas. Ya solo disfrutaba del silencio de mi eco, cuando, alejado, me susurraban el cantar del viento o el de las aguas.

Caminé tanto, tras nombrar todo lo nombrable, calificar todo lo calificable, que ahora padezco. Me aqueja la invasión total de mi identidad, operación de mayor intensidad que el plan ejecutado desde el 22 de junio de 1941, cuando cuatro millones de soldados alemanes pretendieron frenar la expansión del comunismo soviético -intento fallido del Tercer Reich que insinuó su posterior caída- y que secretamente llamó Barbarroja.

La invasión que me sustrae pensamientos, silencios y ecos es una apropiación ilegítima, insoportable, con rasgos esquivos, acaso irreversibles.

El bombardeo de noticias y de las insufribles y recurrentes ofertas –frecuentemente engañosas– de todo lo transportable hasta mi puerta me despierta y me miro asistiendo todavía tibio, cual notario, al velorio de mis derechos más básicos.

En línea con el prolífico y longevo Giovanni Sartori, que denunció la sociedad teledirigida en la que me calificó de “homo videns” –“el hombre que ve”–, me siento un “invasit hominen”, un hombre invadido sin poder siquiera ser escuchado y atendido por la imperturbable ciencia.

Así las cosas, me percato de que ya no tengo refugio. Me han convertido –casi para todo efecto- en un número, en un código y en un portador de claves que, además de impersonales, son tan vulnerables como la inocencia del niño que se siente un moderno superhéroe o el de la niña segura de ser la princesa elegida.

Por cierto, yo también invado y soy invadido como todos y a la par.

Yo invado con esta columna, pero la sustantiva e inmensa diferencia es que siempre puedo ejercer mi libertad y no escribirla, y quienes la leen pueden ejercer la suya y no leerla.

Aunque parezca fútil, anodino, vano, insustancial, trivial o intrascendente, lo concreto es que la desemejanza es cualitativa y radica entre ser o no ser, entre la identidad libertaria o la cosificación, entre elegir o ser rastreado sin siquiera haber otorgado mi informado consentimiento.

Bajo la omnipresencia de la nube y la totalidad de las redes, mi libertad de elegir se ha tornado tan sutil como el himen.

Esta civilización tecno-intrusa ha construido una piscina dentro del mar y ya lo desbordó, lo que físicamente es un imposible, pero en la inmersión hacia lo inmaterial –como era el silencio de mi eco– es absolutamente hacedero o mejor expresado, es así y pareciera que lo será en adelante.

Soy consciente de que ahora me resulta imposible gozar de muchas libertades y del silencio por cuanto las leyes, las autoridades, la propaganda y la robótica inventaron mi condición geolocalizable, ocultando hasta mi sombra a plena luz del día.

Tantas veces pensada, descrita, anhelada, vivida y prisionera, resulta legítimo me que pregunte ¿cuánta libertad me queda, si la invasión de millones de termitas copando todo mi silencio me impide palpar hasta mi eco?

Ya no dudo. Mi ser ha sido hackeado de la forma más violenta, todo rastro de mi intimidad, de mi desnuda humanidad.

Los “coronials” –aquellos que nacieron en la pandemia– o sus descendientes, los “trienials”, serán muy posiblemente los primeros siervos del cibersapiens. El robot “Geo-Extreme” -habiendo previamente silenciado sus ecos por siempre- acaso podrá succionarles hasta sus memorias.

Ante la pretendida ubicuidad de todo, cual grito libertario, me asomo al lecho de mi existencia y atento percibo que se me acercan los estertores de mi silencio mientras, porfío y despojado, persevero extirpando todas las termitas de su eco.

Si para Kant -adueñado de la razón y su guardián por excelencia- la felicidad la encontraba en la capacidad de imaginar, registro que la negación de tal ventura llegará cuando el acoso cabalgue a la instantaneidad.

Peruano, PhD en Ciencia Política, experto e internacionalista.
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