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- 28/03/2023 00:00
Una bofetada para el juegavivo
Las salas de espera de las clínicas dentales no escapan a la perniciosa práctica del juegavivo. Una tarde, siete pacientes que aguardaban su turno se desapegaron del celular para advertir al recién llegado: “La última es la señora de la blusa azul”.
El odontólogo del caso no cree en heraldos para llamar a su clientela; prefiere la autodisciplina del orden de llegada para subir al sillón de los calambres.
Poco después, como a las seis de la tarde, un taconeo rompió el silencio. Una dama altiva entró en escena: bien trajeada, la frente rozando el cielo raso, pestañas como marquesinas, cartera jumbo y dándole vueltas al llavero automotriz como si fuera una pandereta.
Sin dar las buenas tardes, pasó por encima de los sorprendidos parroquianos y luego de un portazo entró al consultorio como “Pedro por su casa”, sin ningún remordimiento.
En un periquete, Arminda Gómez, una maratonista de Juan Díaz con cara de jueza de guerra, organizó la rebelión y desclasificó el dato: “La conozco, es secretaria en el Órgano Legislativo, amiga del doctor y piensa colarse”.
El médico se solidarizó con los amotinados: comprendió que es mejor perder una paciente circunstancial, emergente, que dejar con la “boca abierta” a fieles usuarios, que años tras años acuden a su consulta a pagar costosas reparaciones dentales.
Arminda les recitó, en voz alta, el versículo 4-12 del libro bíblico Eclesiastés, del rey Salomón: “Y si alguno prevaleciera contra uno, dos le resistirán: y cordón de tres dobleces no se rompe pronto”.
Los pacientes comenzaron a entrar en pareja al consultorio. Cuando atendían a uno, inmediatamente el otro se montaba en la silla. La idea era no dejar espacio para que la trepadora (con unos lentes negros de minero) expoliara el turno ajeno.
Si no se hubiesen solidarizado, seguro que la historia sería otra, porque uno de los alcahuetes del juegavivo suele ser el tráfico de influencias. El odontólogo aplicó el clásico principio: “La voz del pueblo es la voz de Dios”.
No haré una explicación científica-social del juegavivo. Es una insana costumbre que cada día gana más adeptos en todas las capas sociales de Panamá. No es un juego ni es de “vivos” violar las normas jurídicas, morales y del trato social.
Recuerdo cuando el hogar era una aduana infranqueable. No podías llegar a casa con un trompo, una pelota, un bate, una cabanga (dulce) o unos anzuelos sin justificar su procedencia. No se aceptaba el “me lo regaló un amigo”.
En la calle Loma del Pájaro, de Aguadulce, provincia de Coclé, jugábamos con manillas de lona y pelotas de trapo. En una ocasión un amigo me regaló una vieja manilla de cuero. Eso llevó a una inquisitiva investigación, que hasta involucró al FBI.
Hoy, cuando el celular es otro miembro de la familia, abundan los memes y videos cortos que incentivan el juegavivo. Los más vulnerables son los niños y jóvenes, que piensan que para todo vale tomar un atajo, porque el fin justifica los medios.
El juegavivo figura en todo: la caja del supermercado, la fila de la fonda, el banco, la escuela, retiro de placas, el tráfico vehicular, en la farmacia, robo de luces rojas, en las ventanillas, el metro, llevar los perros a defecar en los portales y jardines ajenos, y un largo etcétera.
No creo que sea un invento panameño. Es una práctica universal de irrespeto, que data de la Edad de Piedra. No es la nacionalidad, la edad, la cultura o la condición económica lo que lo motiva, viene del ser humano egoísta y deshonesto.
En estos días un taxista trancó el tráfico frente a un banco del centro comercial de Santa María, en Costa del Este, para retirar dinero del cajero. Se montó al carro reído, como un arlequín de feria. Todos los presentes lo miraron con lástima y desprecio.
En Bella Vista un policía multó a un karateca, tan musculoso como La Roca y supongo que asiduo lector de las tiras cómicas de Avivato, por estacionar el carro en el espacio destinado a las personas con alguna discapacidad.
Y volvemos a la clínica odontológica. Ya eran como las ocho de la noche cuando Arminda acomodó al último paciente de la fila. Algunos, aún con la mandíbula adormecida, salieron gloriosos por haber defendido sus derechos y puesto en cintura a la usurpadora.
La señora encopetada por fin ubicó un portillo de salida, y solo se encontró con el conserje que apagaba las luces.
Este suceso tiene una moraleja simple: “No hagas a los demás lo que no te gustaría que te hiciesen a ti”.