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- 17/11/2021 00:00
El furor del ser panameño: la leyenda negra, la gris y la del… ¿'parking'?
Recordar la Patria. Ante la tumba de Manuel Amador Guerrero, en 1909, Pablo, el primo de Justo Arosemena, coló en su elegía una frase inapropiada para cualquier político: “El egoísmo”, dijo, “es la principal de las condiciones de los hombres de Estado”. Irónico, porque, tres años después, le correspondería ser el primer hombre de Estado del país, como presidente de Panamá.
Pablo Arosemena fue un político peculiar entre los próceres. En su examen sobre la separación del 3 de noviembre, escribiría que “el pensamiento de la independencia del Istmo de Panamá, que es muy antiguo, nunca tuvo mi favor”, porque “el pueblo istmeño… no había ganado aún condiciones morales y la fuerza material que requiere una organización política seria, estable y fecunda…”. No fue una posición minoritaria, si bien fue pragmática (no en vano quedaría él como presidente). Belisario Porras, otro político que eventualmente emularía ese pragmatismo, llamaría el 3 de noviembre “la venta del Istmo”, antes de convencerse, en 1918, a disputar el mismo cargo. No obstante, sería Victoriano Lorenzo, compañero de luchas de Porras, el más singular entre todos estos apóstatas de la separación. Sería el único que abogaría, ante un pelotón de fusilamiento, “por la unidad de todos los… colombianos”.
Esta historia motivó un debate existencial, no por mera curiosidad, sino por la solemne necesidad de encontrar una identidad como panameños. Ese furor del ser, al cual se refirió el gran Isaías García Aponte, al describir el proyecto de vida de Justo Arosemena, de recordar y registrar insumos históricos y culturales para la construcción de lo panameño. En esos momentos no jugaba la marea roja. Tampoco hubo canciones como Patria de Rubén Blades. El espanto de Miró al no recordar lo senderos de su hogar y que inmortalizaría en su oda a la Patria, no ocurriría hasta el mismo año de la muerte de Amador. En esos años, la idea de Panamá era una labor urgente, tan monumental como la construcción de ese Canal a pocas millas de la tumba del primer presidente del país. Y esas ideas tuvieron consecuencias que no eran cómicas, como la muerte de Lorenzo. Más irónico que el discurso de Pablo Arosemena es ver cómo nuestra modernidad, a pesar de la inundación de tanto activo intangible en el ciberespacio, olvida que tales ideas importan.
De ese debate surgieron dos leyendas sobre la separación: la negra, a partir de la obra de Óscar Terán y que, entre nuestros intelectuales, cuenta al profesor Olmedo Beluche como su máximo exponente. Estados Unidos arrebató a Panamá de Colombia a sangre y fuego en complicidad con los próceres y las altas finanzas de Nueva York. La resistencia al enclave canalero articularía una nacionalidad, hasta ese momento inexistente, en contra de EE. UU. Por otro lado, la leyenda blanca, a partir de la historia hagiográfica de Juan B. Sosa y Enrique J. Arce, explicaría tales actos como legítima defensa (en palabras de Pablo Arosemena) frente a la mezquindad colombiana. Hoy, encuentra representación popular en la novela de Juan D. Morgan y la adaptación musical de su discípulo, Diego de Obaldía, productor del programa “Parking histórico”. Esta leyenda invierte lo que diría Luis E. Osorio sobre nuestros motivos para unirnos a Colombia en 1821, solo que, en 1903, tales laureles recaerían sobre EE. UU.: “De todos los pueblos… de América, Panamá fue el que tuvo mejor intuición de sus destinos sociales. No persiguió una independencia liliputiense… pero sí un espíritu generoso, flexible, de perspectivas universales. Aquello valía mucho más…”.
Estas dos leyendas alimentaron por años la frustración en ambos extremos del país, entre los de adentro y los de afuera. Tales extremos se encuentran en tiempos de crisis. Esto pasa con cíclica regularidad, especialmente como hoy, cuando la crisis ocurre entre el cinismo y el espectáculo.
Siempre exacto, García Aponte supo por qué llamarle furor: es el sentimiento de agitación violenta que produce el enfrentamiento con el contrario. Esto precisamente ocurrió en 1989. Ese año, durante la presidencia apóstata de Eric Delvalle, el embajador reconocido ante EE. UU., Juan B. Sosa (homónimo del historiador antes citado), señaló, con hipérbole, que esa crisis definiría, no el termidor del régimen, sino la salida de Panamá de la órbita de EE. UU. Ambas leyendas se enfrentaron ese 20 de diciembre, cuando un gran amigo, dirigente de la Cruzada Civilista, me contó sobre un lamentable episodio por El Dorado, cuando dos vigilantes ajusticiaron a tres personas, incluido un niño, por comunistas. “Me quedó un sentimiento de impotencia y frustración, fue tan insensata esa violencia”, se lamentaría, al recordar el hecho.
Ambas leyendas todavía se enfrentan, incluso hoy, por Twitter. Hay quienes aún reclaman, equivocadamente, el regreso de los estadounidenses para salvarnos de los males congénitos de una política que no comparten, y otros que, en las calles, igual de errados, desean borrar lo positivo de nuestra vocación comercial, “como lo fue el Corinto para los griegos”, a la célebre usanza de Bolívar. En tiempos de extremos, como los nuestros, estas leyendas carcomen el recuerdo. La realidad, siempre compleja, se torna peligrosa. Y astutamente algunos aprendieron de la fórmula de Woody Allen que define la comedia como una tragedia que adquiere humor con el tiempo. Sin embargo, añadirle un poco de “parking” a esta historia, solo retrasará las inevitables contradicciones entre ambos lados. Es curioso que estos temas sean relevantes ahora, pero la geopolítica internacional y eventos recientes en la política local, sin duda, algo tendrán que ver.
La historia es un claroscuro sin nítidos contrastes y en crisis, la política resalta estas diferencias. Este es el egoísmo al cual se refería Pablo Arosemena. En este afán, los extremos limpian esos grises contradictorios que surgen de esa tercera leyenda. Es inútil. Como concluye el gran Ricaurte Soler en su magistral obra sobre las Formas Ideológicas de la Nación Panameña:
Resulta paradójico que de aquella lúcida burguesía del siglo XIX… se hayan desprendido sectores que, con las características de una lumpenburguesía desesperada, recurran a las mismas formas… de los grupos arrabaleños que la horrorizaron durante el siglo XIX.
La historia rima, se invierte y no permanece escondida. Por eso, es peligroso tratar la historia con ligereza. Panamá requiere de patriotas, sin duda. La pregunta es ¿a qué costo? Uno de esos patriotas, Eusebio A. Morales, recomendó que “el remedio es despertar, … engrandecer y ennoblecer el espíritu nacional. Hacer que el sentimiento de la Patria esté sobre toda aspiración hasta llegar al impulso heroico”. Este es el furor del ser panameño, de sobreponernos al “parking” y entender solemnemente que la historia no es comedia, sino un proceso de personas que se baten frente a retos que dejaremos inconclusos para otros mejores hombres y mujeres, cuando nosotros, una Patria siempre inacabada, seamos tan solo un recuerdo, como escribió el poeta.