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Las falencias de una comunidad para atender una crisis continental
- 06/11/2023 00:00
- 06/11/2023 00:00
“Vimos un cuerpo a dos horas de aquí”. “Había un bebé como de seis meses envuelto en una sábana, que lo dejaron ahí”. Son los relatos más espeluznantes que se escuchan en la fila de los migrantes al llegar al poblado de Bajo Chiquito.
Las expresiones no solo son en palabras, también en señas. Un señor se lleva la mano al cuello como para indicar que la criatura estaba muerta. Son las 7:00 de la mañana del miércoles 18 de octubre y la fila para pasar el registro de seguridad en Bajo Chiquito es larga. El día está nublado, pero la humedad supera el 90%. El señor viene acompañado de una mujer en cuyo rostro se refleja alivio y trauma: “Pensé que iba a morir cruzando la selva de Darién”, expresa.
No importa quien pronuncie la frase, puede ser un adulto, una madre de familia, un adolescente o un niño. Estos son los relatos que han puesto a Bajo Chiquito en el radar internacional. Antes, nadie tenía idea dónde quedaba Bajo Chiquito.
Para llegar al poblado, si se usan las rutas convencionales, es necesario viajar por carro a Metetí, Darién, y de ahí al 'puerto' de La Peñita, donde se toma una piragua que navega cuatro horas sobre el río Tuquesa hasta llegar al caserío donde habitan 496 personas, ubicado en el tapón boscoso que forma parte de la comarca Emberá, en la provincia de Darién.
En la fila hay adultos hombres y mujeres, jóvenes solos y acompañados, y familias con niños pequeños menores de 5 años. De esa edad, el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) ha registrado 40.000 en lo que va del año (enero-septiembre).
Una madre que viaja con sus hijas, una de cinco y otra de nueve años, me cuenta que tuvo que subir acantilados, cruzar el río y dormir en una carpa improvisada en medio de la vegetación que no deja pasar los rayos del sol. La culpa de haber arriesgado su vida, pero principalmente la de sus hijas, le brota con lágrimas que no paran de escurrirle por la cara cuando recuerda la escena.
La ruta de los migrantes se inicia en Capurganá o Acandí, en el departamento del Chocó colombiano. Quienes logran sobrevivir al 'infierno' de la selva darienita, que les toma aproximadamente cinco días a pie, se les ve esperanzados de continuar la ruta hacia Estados Unidos o Canadá después de haber pasado una de las peores partes.
Antes de entrar al pueblo se escuchan los gritos de emoción de algunos niños: ¡Llegamos! ¡Llegamos!, gritaban con emoción, como dejando atrás la peor pesadilla.
Llegan a un pueblo que desde su fundación, en 1983, ha pasado desapercibido por los gobiernos de turno, precisamente por su ubicación geográfica, en la última frontera de Panamá.
Es el pueblo real indígena: sin luz, sin agua potable, sin señal de internet o celular, sin servicios sanitarios, con un puesto de salud insuficiente y una escuelita con siete maestros que dan clases hasta noveno grado. El mundo conoció Bajo Chiquito por los migrantes.
El día que este diario llegó a Bajo Chiquito había más de 1.500 viajeros irregulares. Pero solo un par de semanas atrás se contaron hasta 3.000 diarios, y no muy lejos hubo picos de 5.000 personas. No cabían. La cifra absorbe por completo a sus moradores y supera con creces la capacidad para alojarlos, además que la carencia de servicios básicos es evidente.
Sin agua, no hay baños ni duchas, por lo que la defecación es en campo abierto. Esto ha ocasionado que el lugar se vuelva un sitio hediondo en todos los rincones. No hay donde esconderse.
Según Nelson Aji, el nokoe o líder comunitario emberá, por el momento no existe un plan concreto de contingencia a corto o mediano plazo. Él se siente impotente ante la situación. No halla cómo llamar la atención del Gobierno Nacional y de las autoridades locales para resolver el problema. A pesar de haber exteriorizado la situación en varias ocasiones “no nos hacen caso”, dice. “Esa gente –los migrantes– donde duerme, desecha sus necesidades”, se queja Ají.
Para caminar por el pueblo hay que tener la mirada clavada en el piso para evitar embarrarse los zapatos.
En tiempo de lluvia, como en el que estamos, todo se mezcla y se confunde, los zapatos arrastran por todos lados –incluso dentro de las casas– lo que antes fue materia fecal. Por el pueblo también vemos a niños caminar descalzos. La comunidad vive en ese ambiente 24/7.
A continuación, Ají levanta la mano y señala una cabina blanca. Explica que la administración del presidente Juan Carlos Varela instaló 'baños blancos que tienen un recibidero, pero no hay agua'. No se pueden usar. El primer paso del jefe comunitario “es pedir ayuda a la Cruz Roja para que instalen letrinas”.
Las alternativas para atender cualquier situación en la comunidad muchas veces descansan en las organizaciones no gubernamentales instaladas en el pueblo para asistir a los migrantes, como Unicef, Acnur, Global Brigades, Médicos Sin Fronteras y la Cruz Roja. En este renglón, Unicef tiene un proyecto en marcha para construir 10 baños gestionados para asistir a la población local y a los migrantes.
John Tovar, especialista de Unicef en agua, saneamiento e higiene para el componente comunitario en el territorio comarcal Emberá Wounaan, explica cómo podría gestionarse el proyecto. “Nos hemos acostumbrado a usar agua potable, pero en este caso podemos emplear agua de lluvia o de río, y los desechos se tratan en un sistema séptico”, expone como una alternativa al problema.
Luego dice que la recolección de los desechos debería ocurrir en verano, como se denomina a la estación seca que comprende entre enero y abril, para que un camión aproveche el puente temporal que cruza el río y se lleve los lodos para depositarlos en lagunas de oxidación que hay en Panamá o Darién.
La situación sanitaria es una bomba de tiempo. La amenaza de un brote de cólera o de malaria, que por ahora está controlada, está cada vez más cerca.
“Si a 1.500 personas les dan ganas de ir al baño, y cada una defeca un kilo, ahí tienes una tonelada y media, tal vez al día”, reflexiona el especialista. Hacer baños es fácil, señala Tovar, “el problema es gestionarlos, que estén limpios, seguros y dignos”.
Enseguida pone en perspectiva el inconveniente: “¿Cuánto le cabe a una piragua en peso? ¿Cuántas piraguas necesitas para evacuar los residuos?”. Cuando se dimensiona el problema en medidas comprensibles para la población y se relacionen los puntos, “se van a dar cuenta del problema que hay”, asegura.
Nelson Aji explica que han fracasado tres proyectos de letrina “porque no tenemos la capacidad”. “Hemos hecho letrinas para los migrantes, pero en vez de hacer sus necesidades ahí, lo hacen por todas partes”.
El olor es insoportable. No hay rincón donde uno pueda respirar tranquilo. Pero culpar a los migrantes de la situación es la ecuación más fácil.
Los emberá nunca han tenido agua potable. Se suplen del río Tuquesa para lavar la ropa, bañarse, y hasta para beber.
La solución motiva un esfuerzo conjunto entre la comunidad y las autoridades, locales o centrales, que proporcione las condiciones de higiene para atender la situación, no solo por la presencia de migrantes, sino para los pobladores que seguirán ahí con o sin viajeros.
Según un experto en saneamiento, si se contempla la posibilidad de instalar una planta de tratamiento de desechos residuales, el presupuesto extraoficialmente sería de $250.000. En un caso hipotético, la comunidad requeriría un financiamiento del gobierno local, central o de alguna oenegé. La clave del proyecto, no obstante, no se limita a conseguir los fondos, radica en la sostenibilidad y el mantenimiento permanente de la planta, que debe estar a cargo de un ingeniero idóneo para velar por su funcionamiento. Por lo apartado que está el pueblo, los costos se triplican.
Para paliar la crisis del agua potable, Unicef instaló en marzo una planta potabilizadora con capacidad de 40.000 litros por día; con un cálculo de 15 litros por persona para consumo, cubre las necesidades de 2.000 personas solo para beber. El plan es ampliar la capacidad a 20.000 litros más, como un esfuerzo para cubrir la demanda entre migrantes y la población.
Los indígenas están rebasados por la cantidad de gente que entra y sale del pueblo todos los días.
A esto se suma la basura que está por todos lados: botellas, botas, envases, ropa, colchonetas... Nueve voluntarios limpian el área para recoger los residuos en carretillas y los tiran en un vertedero insuficiente donde cada cierto tiempo la queman.
“Hemos recibido buenas noticias de Acnur que aprobaron un presupuesto de $120.000 para hacer un vertedero”, exclama Ají con cierta esperanza.
“Usted tiene que llevar el mensaje de que no hay agua, necesitamos letrinas, baños, internet para los niños de la escuela, luminarias tampoco tenemos”, exige Marcial de 76 años, que se presenta como fundador del pueblo.
Todos los días llega al pueblo una nueva oleada de migrantes que pasa por el mismo ciclo. Hasta octubre, Migración había contabilizado una cifra récord, 440.000. El año que se volvió famoso Bajo Chiquito, en 2021, cruzaron la selva de Darién arriba de 150.000 y en 2022, pocos números faltaron para llegar a 250.000.
Una vez superan los controles migratorios y de seguridad, buscan un sitio donde armar la carpa. Al no haber un orden determinado, cada quien se instala donde encuentre un espacio: en la cancha de básquetbol de la escuelita, en el patio de una casa, en la vereda. En cualquier parte. De esta forma se confunden pobladores con migrantes.
Los 150 estudiantes caminan entre extraños y carpas para llegar a la escuela. “La comunidad se llena de migrantes, no podemos salir a otro lado, tenemos que quedarnos en la casa”, manifiesta con cierta resignación Nelson Ají, representante de la comunidad ante el Consejo de Nokoes, integrado por los líderes de las comunidades vecinas, que funciona como organismo consultivo para la toma de decisiones que después se elevan ante el Congreso General de la comarca, como máximo organismo de decisión.
Muchos migrantes llegan enfermos con diarrea o deshidratación, es lo más común. También son frecuentes las torceduras o fracturas, porque en la selva les tocan subidas y bajadas empinadas y se resbalan en el lodo.
La mayoría recibe atención principalmente de la organización Médicos Sin Fronteras (MSF) instalada en el poblado, porque el centro de salud operado por el Ministerio de Salud, solo tiene insumos básicos, ínfimos.
En este contexto explica la doctora Alejandrina Camargo, coordinadora de MSF Darién, que ha diagnosticado traumas psicológicos, luego de presenciar muertes en el camino de la selva.
Revela que escucha con frecuencia los relatos de mujeres que manifiestan haber sido ultrajadas, violadas o víctimas de abusos sexuales en plena selva. Hasta septiembre pasado había recibido 290 casos.
A pesar de todos los inconvenientes, cuando se indaga a los indígenas si quieren que se vayan los migrantes, la mayoría responde un rotundo: “¡no!”. Su presencia también representa una fuente de ingresos inédita para las familias del pueblo.
Sin embargo, ante el hacinamiento evidente en el poblado, las autoridades barajan la idea de trasladar a los migrantes a un terreno vecino. Esto ha causado conflicto entre las comunidades que no quieren perder el ingreso económico que les deja el fenómeno de la migración que ha hecho crisis en el continente.
Las comunidades vecinas se pelean su estadía, con todo y carencias básicas. Saben que los migrantes son el único imán para atraer la atención de los gobiernos que por décadas los han mantenido en el abandono.