Este viernes 20 de diciembre se conmemoran los 35 años de la invasión de Estados Unidos a Panamá. Hasta la fecha se ignora el número exacto de víctimas,...
- 20/12/2021 00:00
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La medianoche del 20 de diciembre de 1989, los pescadores Bertín Navas, su hermano Juan, su tía Hermisenda y su amigo Gustavo Rodríguez, sintieron enfurecido al ejército más poderoso del planeta y entraron en pánico.
Los estadounidenses invadían la base militar de Río Hato, sede de un destacamento de soldados del general Manuel Antonio Noriega, entrenados para la contrainsurgencia y de Los Tomasitos, un colegio con formación militar que quedaba a unos pocos kilómetros de distancia del puerto que servía a los pescadores para su partida al océano Pacífico.
Se subieron al Datsun de Gustavo, un pickup pequeño, con la pesca de la noche, mientras el ejército del principal socio comercial de Panamá destruía las pistas de entrenamiento y los dormitorios de los estudiantes.
Tomaron el único camino que los llevaba a casa, con los focos del auto apagados. La carretera era angosta, de tierra, no tenía luces y el monte estaba altísimo. Pasaron desapercibidos unos minutos en la oscuridad hasta que se encontraron con una familia que también huía del ataque.
Para entonces, el ejército de Noriega intentaba derribar a los aviones y a los helicópteros que lanzaban bombas, paracaidistas y millares de balas. Los que vivían próximos al puerto de La Boca, así como los estudiantes del colegio militar y unos soldados, escapaban a través del camino por donde se fugaban, en la penumbra, Bertín, su familia y su amigo.
Faltando unos tres kilómetros para llegar a Río Hato, el pueblo más cercano a la base militar, detuvieron el auto para ayudar a una madre con sus dos hijos y encendieron las luces. Un avión pasó frente a ellos y disparó. Lograron saltar del auto con la metralla avanzando y luego se hizo un silencio. Gustavo primero encontró a Hermisenda sangrando en una pierna. Juan estaba vivo y después observó en la cuneta del camino a su amigo Bertín con un gran hueco en el pecho.
Heridos y aterrados, los sobrevivientes, los soldados, las familias, corrieron hasta Río Hato y anunciaron el ataque con el corazón en los ojos. Tita —Adelia Jaramillo— estaba sola en casa, esperando al hijo fallecido. Sufría de la presión alta. Juan intentó decírselo al llegar al pueblo, pero algunas verdades, a veces, no se pueden contar a las madres. Así que le dio la noticia a unas primas y ellas se armaron de valentía, caminaron unos metros hasta donde su tía y le dijeron lo que había sucedido: que el ejército de Estados Unidos había matado a Bertín, que su cuerpo estaba en el camino a la playa y que no podían rescatarlo porque había una invasión.
Esa madrugada nadie durmió en esa casa ni en el pueblo. Los que tenían vínculos con la base militar —un esposo soldado, un primo «tomasito»— aprovecharon los combates para quemar sus fotos y sus pertenencias; toda evidencia que los vinculara con el derrocado dictador. Tita, por su parte, lloró toda esa larga noche.
En la mañana, la guerra había pasado. Los familiares de Bertín y unos vecinos regresaron caminando al lugar donde estaba el joven pescador. Con unas sábanas envolvieron el cuerpo y lo montaron en el vagón del Datsun. Juan se colocó atrás con su hermano muerto. Su prima Ivette se fue adelante con Gustavo, y se llevaron a Bertín por la Vía Interamericana hasta Penonomé, la capital de la provincia de Coclé, a la morgue del hospital que estaba a más de treinta kilómetros de distancia y desbordada de cadáveres.
Allí dejaron el cuerpo; pasarían, como Tita, los siguientes tres días sin mayores noticias. Al cuarto día los llamaron del hospital para que retiraran a Bertín. Ivette y Juan regresaron a la morgue y les tocó vestirlo. Tenía ojos de espanto, casi salidos del rostro y un enorme agujero en el cuerpo. Tita lo observó cuando llegó a casa dentro del cajón y seguido se desplomó.
Ese ejército que asesinó a Bertín Navas Jaramillo, era el mismo que, cuando Adelia Jaramillo era niña, violaba a sus amigas.
En la década del cuarenta del siglo pasado, Río Hato era un potrero con vacas, caballos, chozas, caminos de tierra y familias negras que se mezclaban entre ellas. Hermanos que se casaban con familiares, primos que se juntaban con vecinas. Así surgieron hogares como los de Tita, los Jaramillo o los Navas, la familia de su pareja, Martín Navas. Cuando Tita era niña caminaba con sus amistades y familiares a una quebrada que está cerca de su casa a lavar la ropa, todas las semanas. Ese oficio tan bello y placentero era una de las cosas más horrorosas para las lavanderas, porque los soldados extranjeros salían de las bases militares que ocupaban, las perseguían entre esos hatos y abusaban de algunas de ellas.
Tita creció en el Rio Hato pos Segunda Guerra Mundial. Estados Unidos envió miles de militares adicionales —65,000— a los que tenía el país, desde su independencia en 1903, para proteger el Canal de Panamá. Se instalaron más de cien bases, entre esas la de Río Hato, donde crecieron prostíbulos y el consumo de drogas. La promesa era su desalojo cuando finalizara la guerra, pero no la devolvieron hasta 1970, dos años después del golpe de estado del general Omar Torrijos —”Líder Máximo de la Revolución Panameña”, según la Constitución de 1972—.? “No solo para Tita, para todas las mujeres de Río Hato, fue una liberación”, dice Ivette Navas, quien tiene, desde aquellos años, una herida en el rostro por escapar de los violadores.
Tita colocó la primera piedra de la iglesia del barrio. Participó en la instalación del acueducto de la comunidad después que Torrijos tomó el poder, y es fundadora del partido político del general en Río Hato. Tita fue ama de casa siempre y no solo cuidaba a sus hijos. Cuando murió su hermana Rosa, Tita crío a sus sobrinas, a sus nietas.
Sus familiares dicen que era “normal, como todos”. Por “normal” quieren decir que le sonreía a la vida y que se esmeraba en ser un gran ejemplo para todos sus descendientes. Tita era la madre que se lamentaba de no tener estudios, la que insistía en que esa familia tenía que ser unida y solidaria. Tuvo siete hijos, tres mujeres —Priscila, Nadia, Yoira— al inicio y luego cuatro hombres —Bertín, Juan, Vladimir, Ibaldo—, el primero de ellos, Bertín, era el único que vivía con ella. De sus hijos, solo Ibaldo se hizo policía, pero después de la invasión. Bertín y Juan trabajaron la pesca artesanal, Priscilla hizo de funcionaria, Nadia se dedicó al cuidado del hogar y Yoira fue profesora. Ninguno de sus hijos integró oficialmente las Fuerzas de Defensa de Noriega.
Tita lloró al hijo hasta el desmayo en la iglesia que ayudó a construir. Al finalizar la misa, Bertín salió de la capilla y unos soldados lanzaron dinero al aire entre los familiares y amigos que estaban en el sepelio. Los que olvidaron a Bertín, para ir por los dólares, descubrirían que eran billetes falsos y que los soldados se reían.
El ataúd recorrió el pueblo, luego el cortejo detuvo la Vía Interamericana, la calle más importante de todas, que conecta el país con el continente, hasta llegar al pequeño cementerio del otro lado de la quebrada. En la entrada esperaban unos soldados con sus tanquetas para evitar el ingreso de Bertín. Los familiares debieron suplicar y luego permitieron enterrar al pescador sin la presencia de su madre que se recuperaba en casa del desmayo.
Tita no volvió a ser la misma. Los primeros días pasaba sentada en una silla en el portal con la mirada en el horizonte. Luego empezó a llenarse de odio y en el momento en que salían en la televisión Guillermo Endara, Ricardo Arias Calderón y Guillermo Ford, la oposición política que tomó posesión del cargo en una base militar norteamericana, la madre del pescador dejaba lo que estaba haciendo, se acercaba a la pantalla y les gritaba a los encargados de la transición: “¡Asesinos! ¡Asesinos! ¡Mataron a mi hijo!”.
Cuando los Rangers pasaban por su casa, patrullando el poblado, la mujer empezaba a llorar y los que estaban con ella no sabían si era por el dolor de la pérdida o por las ganas que tenía de acabar con ellos. Pasado unos meses, Río Hato, seguía ocupado por las tropas de Estados Unidos y Tita dio la orden de construir el monumento en el mismo lugar donde acribillaron al hijo. Algunos familiares la acompañaron hasta el lugar el día de la inauguración y rezaron un rosario.
Con el tiempo a Tita se le veía llorando en el único camino que existe para llegar al pequeño monumento: un cajón de cemento con una cruz que se construyó al lado de la carretera.
El camino donde la veían es una carretera de asfalto sin huecos ni aceras, que divide una enorme propiedad en dos partes en apariencia iguales. No es recta la calle, tiene curvas y está protegida por un monte más alto que un cañaveral que se mueve con el viento de un lado a otro. Los árboles sin frutos están detrás de la barrera de paja y de sus entrañas salen olores de animales muertos. Cuando caminas por aquí piensas que es perfecto para lanzar un cadáver. Al final de la calle, donde estaba el puerto La Boca, donde los pescadores se organizaban para salir al mar, hay hoteles de varias estrellas, con canchas de golf y habitaciones con vista al mar que construyeron magnates después de la invasión, entre esos, integrantes de la oposición política que controlaba el país.
Tita usaba este camino, que ahora utilizan buses con turistas, para ver a su hijo cada vez que podía, no solo el día de los muertos o en su cumpleaños o el 20 de diciembre. Incluso, cuando no estaba por esta carretera, la veían en el cementerio a orillas de la Interamericana donde finalmente enterraron a su familiar. Después de la invasión se acercó más a su hijo muerto. Las grandes pérdidas se caracterizan por fortalecer lazos que ya no existen.
Se desconoce el día que tomó la decisión. Se sabe que estaba sola porque su pareja Martín, que viajaba a Panamá a vender frutas, un día no volvió con ella. También se conoce que ya la había visitado un abogado del gobierno de transición para ofrecerle dinero. Tita no lo aceptó, y a diferencia de las víctimas que piden justicia, giró instrucciones a sus herederos para hacer lo opuesto: el caso de Bertín Navas era caso cerrado.
Y todos siguieron órdenes. “En ese tiempo —dice su nieto, Rubén Navas— lo que decía Tita era ley”.