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- 14/08/2021 00:00
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Publicado originalmente el 15 de agosto de 2001.
El próximo 15 de agosto, el doctor Arnulfo Arias hubiese celebrado su primer centenario. Nació en Penonomé, en el hogar formado por Antonio Arias y Carmen Madrid. A don Antonio no lo conocí, a doña Carmen sí. Era una señora muy blanca, de pequeña estatura, de ojos chiquitos y muy negros, de mirada penetrante. La última vez que recuerdo haberla visto fue el 8 de diciembre de 1940, el Día de la Madre. Se le rindió homenaje en aquella ocasión. Su hijo Arnulfo ocupaba la Presidencia. Los ramos de flores llenaron totalmente el espacio de la sala y los cuartos de su residencia. Había en su entorno una multitud obsequiosa. El 8 de diciembre del año siguiente, su hijo se encontraba exiliado en Argentina y doña Carmen pasó ese día muy sola y rumiando recuerdos gratos. Estando el doctor Arias en el exilio, su madre falleció, y a pesar de tantas peticiones de permitir que su hijo la acompañara en sus días de agonía, el gobierno usurpador no lo autorizó.
Al doctor Arnulfo Arias lo recuerdo, a mis 13 años, en el invierno de 1939. Al regresar de Europa para agitarse como candidato presidencial, su madre le preparó una recepción en Penonomé. Lo tengo muy presente como era entonces. Alto, muy joven, tenía 38 años, parecía más un galán de cine que un candidato a la primera magistratura. En esa época los presidentes eran mayores de 50 años y lucían, casi todos, grandes mostachos.
Recuerdo el momento en que don José Ponciano Rodríguez, el más leal partidario de los Arias Madrid, en Coclé, presentaba a mis hermanos mayores al doctor Arias. En esa fecha mi padre, Federico Zúñiga Feliú, tenía cinco años de muerto. Él fue su maestro de VI grado. Era grande el aprecio que el alumno sentía por su maestro. Mantengo vivo el gesto amable que selló entre todo ese encuentro.
Apenas regresó el doctor Arias del exilio, en 1945, lo primero que hizo fue visitar la tumba de su madre, ubicada en Penonomé. Lo acompañó José Ponciano Rodríguez, quien quedó impresionado por las manifestaciones de dolor que exteriorizaba el doctor Arias. Pienso que tal vez en la hora de la muerte de doña Carmen se frustró algún anhelo de ella y de su hijo. A lo mejor esa madre soñaba con tener a su hijo como médico de cabecera en sus postreros momentos y seguramente igual era la ilusión permanente del hijo ausente.
Uno no sabe cómo gravitan estos acontecimientos íntimos en la personalidad de los afectados. Las persecuciones políticas de los adversarios obligan a adoptar ciertos mecanismos protectores o defensivos para enfrentarlas con dignidad o para asumirlas sin caer en el bochorno de un comportamiento cobarde o impropio.
Existe en la vida de Arnulfo Arias Madrid una experiencia que indica que esta figura se preparó muy premeditada y racionalmente para saber vivir las adversidades con singular estoicismo o con pasmosa indiferencia, o para estar mentalmente no en el sitio asignado por sus carceleros, sino el indicado por su propia voluntad. Voy a relatar esa experiencia.
Me contaba el ya fallecido mayor Adán Vásquez que en la noche del 2 de enero de 1955, recibió una llamada telefónica del comandante Timoteo Meléndez en la que le notificaba el asesinato del presidente Remón. También recibió la orden de que fuera de inmediato a Boquete a detener a Arnulfo Arias. Vásquez partió a Boquete y encontró al doctor Arias en su finca, tranquilo, junto a su esposa de entonces, doña Ana Matilde Linares, dedicado a la lectura. Sin decir una sola palabra sobre el porqué de la captura, se le conminó arresto, y veloz regresó Vásquez al cuartel de David. Al entrar el prisionero a la cárcel, el periodista Luis Alfonso, hoy casi a 100 años de edad, le preguntó al rompe: ¿Qué opina, doctor, sobre la tragedia que ha ocurrido en el país? El Dr. Arias, inocente de todo, contestó filosóficamente: “En la vida, lo que es tragedia para unos es alegría para otros”. Esa respuesta provocó un enorme disgusto y el jefe de la zona, Martín González, ordenó que lo recluyeran de inmediato en una macarela inmunda y que le pusieran dos centinelas al frente de la puerta.
Al día siguiente, muy temprano, el entonces capitán Vásquez fue a visitarlo y sin más preámbulo le preguntó: ¿Cómo pasó la noche, doctor? La respuesta fue inesperada y rotunda; “Muy bien, ha sido la noche más feliz de mi vida. No he pasado un solo momento en esta inmundicia. De aquí salí muy temprano. Toda la noche la he pasado en los bulevares de París”. El capitán Vásquez, buscando apoyo a su perplejidad, posó su mirada en los ojos de los centinelas allí de turno y uno de ellos, por sentirse acusado de negligencia, aclaró con énfasis: “Eso no es cierto, mi capitán, este señor no ha salido de aquí en toda la noche”. Ante la ingenuidad del policía, el ilustre prisionero, cuenta Vásquez, rió muy placenteramente.
En una cena familiar en casa del doctor Pedro Moscoso y de su esposa doña Luisa Conte, en la que estaban presentes el Dr. Arias y su señora doña Mireya Moscoso, mi esposa Sydia y yo, hice referencia completa de este relato. El Dr. Arnulfo lo confirmó plenamente y solo hizo la observación de que, al ingresar al cuartel de David, él desconocía totalmente lo ocurrido al presidente Remón. Luego pasó a explicar su supuesta respuesta al mayor Vásquez. Mis adversarios de 1941 fueron muy perversos, dijo. “No solo fui víctima de mentiras y de intrigas, sino de maldades que hicieron a mis familiares. Lo que hicieron con mi madre, al no permitir que yo la viera en sus últimos momentos, “me obligó a tomar medidas anímicas para enfrentar futuras agresiones, de todo género. En Argentina tomé cursos intensivos de transportación que me permitieran vivir mentalmente en otro sitio, lejos de mi envoltura física. De modo que cuando me acosaban físicamente, yo estaría psíquicamente en otro lugar. Fueron estudios muy duros y peligrosos, llegué a tal punto en la abstracción que un día sentí que me desvanecía y que las paredes me caían encima”.
El Dr. Arias continuó relatando con mucho entusiasmo todos los riesgos propios de la concentración de las energías psíquicas y esta preparación adquirida en Argentina explica algunos episodios insólitos de su vida pública.
En el centenario de su nacimiento, quienes conocieron al Dr. Arias como adversarios o como amigos tendrán que convenir que este hombre no se doblegó en la adversidad, que supo despreciar a sus perseguidores, y tenía que ser realmente miembro de una especie extinguida, porque hoy nadie que se encuentre en una macarela tiene los recursos existenciales tan absolutamente superiores como para sentir que su vida y su alma se recreaban en los bulevares de París.
Recordar en el centenario de su nacimiento esta faceta espiritual de su existencia, la indiscutible bizarría que caracterizó su vida, es un homenaje a su memoria, modo más significativo por provenir de quien transitó casi siempre en la vida política, con sus propias ideas, por diferentes avenidas.