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- 19/03/2021 00:00
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En la luminosa mañana del 27 de junio del año 1893, un hombre singular arribó a las ardientes playas del istmo.
Era José Martí, al que las gentes ya llamaban el apóstol de la libertad de Cuba.
Llegaba en tránsito para Costa Rica, donde había de encontrarse con (Antonio) Maceo, el glorioso caudillo cubano, el que después del naufragio de sus ardores bélicos en la tierra que le vio nacer, se había refugiado en la nación hermana al tener que dejar Cuba detentada y doliente por la guerra que desgarraba a su isla, labrando la tierra fecunda para sacar de ella el fruto que le sirviera para sostener materialmente al grupo de hombres que, como él, soñaba con la liberación de la hermosa perla de las Antillas, que como alfiletero de dolores donde se habían clavado las agujas de las más desgarradoras angustias, flotaba en su martirio en las azules aguas del Caribe.
Llegaba José Martí a Panamá lleno de esperanza, creyendo que este pueblo del continente americano, que ya era libre hacía muchos años del poderío español merced a la gesta gloriosa de los hombres que habían quebrado sus cadenas de infortunio al lanzar el grito de libertad, del Libertador Simón Bolívar, habían de comprender sus afanes de independencia.
Pero bien pronto se dio cabal cuenta de cuál era el desgarrador anhelo que florecía en el pecho de los patriotas, que deseaban la independencia de Colombia, que no había sido para el istmo la madre amorosa que necesitaba en el desconcierto palpable de su destino.
El numeroso grupo de cubanos que había encontrado refugio espiritual en Panamá, laborando en las faenas del Canal Interoceánico, y aquellos otros que se habían establecido para ejercer comercio en la ciudad, fueron los que recibieron a Martí, al que conocían por su constante agitar de romero afanoso, del que habían leído aquellas maravillosas producciones literarias que se habían desparramado por todo el continente en los periódicos que sustentaban como bandera verdadero sentido democrático.
Aquel gran cerebro, aquella alma singular y resplandeciente se alojaba en una envoltura material de desastre.
El escritor Urbina nos pintó al Martí de aquella época de esta forma: Era un hombre pálido, nervioso, de cabello oscuro y lacio, de bigote espeso bajo la nariz apolínea, de frente muy ancha, como un horizonte, de pequeños y hundidos ojos, muy refulgentes, de fulgor sideral. ¡Qué infantil y luminosa sonrisa! Parecía que un halo eléctrico le rodeaba. Hasta su presencia era dramática. Vestía punto menos que harapos, como un miserable que se gasta las limosnas recibidas en emborracharse. La vieja chaqueta de paño oscuro, mangas luidas, tenía ocho o diez años de uso. Solo la camisa y el cuello duro esplendían en aquel naufragio de trapos decolorados.
Atropellándose los fervores que seguían las doctrinas libertarias que él iba pregonando por el mundo, condujeron al apóstol a casa de don Francisco Morales, un prestigioso y rico cubano instalado en Panamá hacía largos años, el que abrió los amplios salones de su casa para que Martí explicara las doctrinas de su apostolado.
Fue el doctor M. Coroalles el que hizo la presentación del orador, el que con frases cálidas dibujó la silueta moral e intelectual de Martí. Después él, en su calidad de jefe del Partido Revolucionario Cubano que desde la emigración trabajaba incansablemente para obtener la independencia de Cuba, habló.
El Cronista en su edición del 29 de junio (de 1893) resumía la oración patriótica que había pronunciado el soñador, de una manera ponderativa y donde podemos, entre otras, leer estas palabras: “No hizo Martí una pieza oratoria para halagar el oído de los presentes... en términos acertados y mejor pensados expuso el objeto y el modus operandi del actual movimiento revolucionario que no quiere arranques ni precipitaciones, sino calma y cálculo fijo con éxito y hasta con facilidad al precioso objetivo. Explicó a sus compatriotas cuanto más claro que pudo la situación del peligroso momento; con el alma, pidióles perseverancia y fe en los grandes designios de hacer a Cuba independiente. Con tino exquisito tocó los grandes problemas sociales y políticos para resolver cuando llegue el momento del gobierno propio de la isla, disertando también sobre la República que él no la entiende ni demagógica ni autoritaria, ni disociadora ni absorbente, sino República trabajadora, evangélica y pacífica, sin exclusiones odiosas ni personificaciones de la ambición, en donde quepan fraternalmente todos los elementos sanos y todas las aspiraciones legítimas. República sin privilegios disimulados y sin usurpaciones audaces”.
Todos quedaron conmovidos ante la plática encendida y fervorosa de Martí: todos contribuyeron en la medida de sus fuerzas económicas al dar al romero maravilloso el óbolo para la revolución cubana, dinero que había de convertirse en armas y pólvora para combatir la tiranía que oprimía el corazón de Cuba.
De los panameños también sacó Martí para la causa sagrada, dinero en abundancia. Todos los que formaban la redacción de “El Cronista” dieron su parte, así como el núcleo selecto que componía el “Deber”. No faltó la esplendidez de José Gabriel Duque, de Sofanor y de Carlos Mendoza. Otros muchos anónimos dieron también para la empresa y cuando Martí partió horas después de pronunciado su discurso hacia los brazos vigorosos de Maceo, “Sus ojos estaban inundados de lágrimas”, al comprobar la generosidad del pueblo istmeño al que abrazaba con el alma al ver su desprendimiento.
Sus últimas palabras en el istmo fueron de aliento para nuestra futura independencia: “Que el cielo los premie, y os haga comprender vuestro propio deber”.
NOTA DEL EDITOR: La autora fue licenciada en derecho, filosofía y medicina, nacida en España. Vivió exiliada en Panamá, donde se desempeñó como profesora de la Universidad de Panamá y subdirectora de la Biblioteca Nacional.